A los seis años y seis meses de exilio, digo ahora como dijo Jack Kerouac sobre el libro de Los americanos, la obra maestra de Robert Frank:
―Después de ver estas fotos, al final ya no sabes qué es más triste: la vitrola o el ataúd.
América, la magnífica. América, la magnánima. O, como me gustaba decir en Cuba, cuando los Estados Unidos eran para mí un sueño democrático hecho de distancia y delirio: América, la magnificente, la mítica, la monga, la mendaz.
Pocos cubanos consiguen insertarse de gratis en la academia norteamericana. Yo pude hacerlo. Sin deuda, sin mover un dedo. Todo gracias al ángel de la guarda que me envía siempre mi padre, muerto de cáncer en La Habana del año cero o 2000 (sin radiaciones ni quimioterapia, pero sin una sola quejita).
Y todo gracias, también, al polonio pospolítico de Lech Wałęsa y sus solidaridades transatlánticas. Es decir, a la radiación retórica de la Revolución.
De esa academia tan cancaneante de castrismo por los cuatro costados, la izquierda militante latinoamericana trató de expulsarme a patadas. Hicieron muy bien, aunque les haya salido tan mal. Me acusaron hasta de violador (lo cual es una redundancia de lesa cubanidad). Mintieron como miserables (la izquierda es una raza que arrasa). Pero tenían (aunque esto solo he podido comprenderlo a cabalidad ahora) la razón, toda la razón, y nada más que la razón.
Porque, compañeros y compañeras: la universidad no es para los contrarrevolucionarios, nunca y en ninguna parte. Se trata aquí de una categoría universal, válida desde los tiempos de la comunidad primitiva, pasando por las pirámides y el ágora, hasta aterrizar en la fascistoidísima Plaza de la Revolución de La Habana.
Se trata aquí de una verdad más grande que el Kremlin y el proyecto Interkosmos. Un hecho verificado, tan absoluto como el concepto de clases sociales y la explotación del obrero por el obrero con capital. Debajo de cuya factualidad, nosotros, los sobremurientes de la justicia social, incubamos nuestra masculinidad tóxica más un tincito de supremacismo gusano.
Por aquella fecha del juicio sumario contra el mejor escritor cubano vivo, estuvo el agravante de que Fidel Castro se murió sin dejar testamento, en pleno Black Friday del 2016, en el mismo noviembre en que ganaba apabullantemente las elecciones presidenciales el empresario demócrata y después independiente y después republicano Donald J. Trump.
Mes magnífico. Mes magnánimo. Mes magnificente. El otoño como antídoto contra el horror. Ave, USA. Hasta la vitrola siempre. USA oʼAkbar.
Mes de mentiritas, mes de mirar muñequitos en democratiquísimos diminutivos hechos de depresión y antidepresivos: mes mierdero.
Pero pasó el tiempo y pasó un águila por el mall. A los seis meses y seis años de exilio, la frase de Jack Kerouac sobre los americanos de pronto no amerita mayor traducción (acaso unas cursivas, por culpa de la corrección editorial):
―After seeing these pictures you end up finally not knowing any more whether a jukebox is sadder than a coffin.
Nos queda apretar el culo. Ataque de pánico. Hacer yoga a oscuras, con Alexa reproduciendo automáticamente en YouTube toda la Nueva Trova de experimentación sonora.
Ataque de llanto. Empinarnos en puntillas de pie sobre los pedales. Ataque de adrenalina. Hiperventilar o hiperventilar: hiperventilaremos. Morir rodeados de aliens por todas partes.
Ataque de naturalización indocumentada. Morir en el siglo XXI y con las fronteras abiertas, como el infarto con puño cerrado en alto de Bernie Sanders: su ataúd de lujo a punto de ser cremado entre las máquinas tragamonedas de Las Vegas.
Te lo prometió Robert Frank y Jack Kerouac te lo cumplió. El pueblo canta, cantó, cantando está el pueblo la guajirá ignota de su “Guantanamera”, ese género no tan grosero como degenerado.
Mientras, en la base naval de los americanos, los cubanos no tuvimos el coraje de enclavar un Berlín Oeste tropical en contra del totalitarismo Cubag: carecemos de imaginación hasta para habitar en nuestro propio Taiwantánamo.
Pocos cubanos han leído las fotos de Robert Frank y, de esos, casi ninguno debe de haber visto la frase escrita por Jack Kerouac. Los pueblos sin tristeza están condenados a caer en lo trágico, antesala de la comedia. Al cubano bien le daría lo mismo ser enterrado de traje y corbata dentro de una vitrola, que bailar la conga de los caníbales sobre un ataúd a todo color o en blanco y negro de alto contraste (imposible distinguir neorrealismo de neoliberalismo a estas alturas de la historieta).
En el exilio yo pienso en mi padre, el pobre, que nunca conoció de exilios. Pienso con compasión en su exceso congénito de patria, la pobre, que solo conoció de exilios. Y en qué tipo de padre podría dar yo a la postre, tan lejos de la carpintería castrista donde la muerte es el mejorcito de nuestros muebles.
Fotos fósiles, descolgadas (acaso por el cuello) en un marquito de madera con comejenes comunitarios.
En el exilio yo me maravillo de que ninguno de los mejores fotógrafos cubanos vivos haya publicado nunca un libro que diga de nosotros lo que Los americanos dice de los americanos.
Bailan en llano
La Habana sigue siendo vitrina y puente (aéreo). La Habana sigue siendo, a veces, madre, y otras veces, madrastra. De los veinticinco bailarines del primer elenco de Danza Contemporánea de Cuba con los que grabé Fuera de escena, solo siete quedan ya en esa Habana que por estos días cumple 500 años de fundada.