Tres reflexiones apuradas sobre Alexander Otaola

Todos los cubanos, y ojalá no me equivoque al afirmar esto, queremos lo mismo: un país mejor. Enfrascados en esa idea, el debate se concentra en lo factual, en los propósitos inmediatos de las agendas y en los intereses individuales de las partes. Dicho así pudiera parecer perverso, pero no lo es.

Lo puntual, lo de todos los días, es la pared y el espejo al que se enfrenta la desesperanza. Un país no se piensa desde el aquí y el ahora, se gesta desde la generosidad del mañana. La conceptualización de un proyecto de país viene de manera natural cuando sacrificamos las necesidades inmediatas en pos de un futuro impreciso e incierto. Todo proyecto es una utopía, todo modelo es una distopía.

Suben los salarios, buena cosa. Suben los precios, mala cosa. La televisión intenta desacreditar a Tania Bruguera, mala cosa; cubanos de todas partes se solidarizan con ella, buena cosa; el ministro de Cultura agrede a un ciudadano, mala cosa; Alexander Otaola lo denuncia, buena cosa.

A Otaola se le podría acusar de llevar el anticomunismo hasta la histeria propia del mismo sistema que ataca, y sería verdad. También podría decirse que enarbolar estrategias excluyentes anima a la dictadura a reproducir el mismo patrón, o viceversa: que el presentador usa herramientas gastadas del régimen, listas y personas non gratas, y sería verdad.

Pero Otaola es mucho más que una verdad y muchas mentiras, o viceversa: ni son tantas sus mentiras ni tan pocas sus verdades.


¿Es Alexander Otaola un buen comunicador?

Otra pregunta asalta: ¿no es evidente?

Rotundamente. Otaola ha desarrollado un estilo que amalgama elementos propios del youtuber con esquemas de la comunicación televisiva tradicional en un lenguaje común con el de su público, del cual tiene un conocimiento absoluto. Sabe perfectamente elaborar discursos y narrativas que activan sensibilidades particulares en sus receptores, además de hablarles en cubano, tanto en el plano formal como en el semántico.

Otaola llena el espacio vacío de su set durante una larga hora, y apenas se nota. La ausencia de interlocutores en su espacio la suple conversando con su equipo, increpándolo, regañándolo. Esas interrupciones son usadas como estrategias para informarse, leer notas o disimular lagunas y fallos. Nunca se levanta de su silla: desde esa posición baila, gesticula, se altera, se adelanta, participa, susurra, canta.

Domina totalmente su espacio, incluso el vacío en el encuadre no solo se utiliza para los apoyos gráficos: visualmente, desvía la dirección de nuestra mirada hacia hipotéticos seres presentes en el estudio que nunca se ven, pero que el presentador hace que sintamos reales.

Hace cómplice al receptor de sus propios fallos. Usa el lenguaje de su público, enarbola su libertad individual y se muestra con desparpajo en toda la explosividad del personaje que representa. Sabe manipular comunicativamente a quien lo escucha, ata cabos y elabora puentes temáticos con mucha gracia.

Más allá de esa semiótica de lo ausente, Otaola mezcla elementos dispares para realzar su mensaje. Usa la cultura urbana, la une con el universo de los reguetoneros y con las nuevas caras de la visibilidad mediática, y la devuelve en un lenguaje comprensible para su audiencia. La chispa del influencer está fuera de toda duda, del mismo modo que su adaptabilidad y sensibilidad para hurgar en las brechas discursivas de aquellos a quienes se refiere.

No hay matices: Otaola comunica sin desvíos. Cuando acusa, busca en la evidencia de lo visible y no únicamente en lo constatable. A sus ojos, quien usa los privilegios que como cubanos nos ofrecen los Estados Unidos, tiene que mantener una postura correspondiente al beneficio al que ha aplicado: no hay grises. Esa direccionalidad discursiva, esa claridad en el mensaje, es lo que distingue a un buen comunicador de uno mediocre.

Pero Otaola va mucho más allá. Sus dotes se refuerzan por el uso deliberado de un vocabulario que se adapta a las circunstancias de su mensaje. Al ser él y nadie más que él la cara y la imagen de su espacio, no tiene que ajustarse a una forma específica de decir, lo cual le da una flexibilidad comunicativa que lo libera de todo compromiso ajeno al mensaje que desea trasmitir.

Puede citar a Chocolate o a Gente de Zona, a San Isidro o a un viceministro, modelando en cada caso la forma comunicativa apropiada al mensaje, y no hay fisuras discursivas, no hay ruido: lo que dice es lo que llega.

Alexander Otaola es uno de los mejores comunicadores cubanos de este siglo, sin dudas. Quien lo niegue, lo hace desde una tribuna, cualquiera que esta sea.


¿Es Alexander Otaola un líder?

Otra pregunta: ¿lo dudan?

El liderazgo es un papel que puede asumirse desde varios espacios, también el de la ausencia.

El exilio cubano, la diáspora, o como queramos llamarle, ha sufrido históricamente la ausencia de un rostro visible que uniera sus anhelos. La dictadura cubana ha sabido personalizar siempre la idea en un ser humano redentor, sobrevisibilizado y reconocible. Durante más de cincuenta años, ese papel lo asumió en su totalidad Fidel Castro.

Fidel Castro no solo fue la cara del líder: convirtió su imagen en la representación mundial de la Cuba comunista, del proyecto socialista cubano, de sus “conquistas”, de sus batallas. No hay un cubano en edad consciente entre 1959 y 2006 que no viviese la ultramegapresencia del Comandante en cada aspecto de la vida, desde la repartición de ollas de presión a la despedida de duelos varios.

Más allá de la presencia permanente, el líder supo que era importante construir un modelo de futuridad, una imaginería asociada a la ideología: un uniforme verde siempre roído y no tan limpio, la barba descuidada, botas de campaña, una nuble de escoltas, todos de menor estatura…

Fidel Castro supo que la construcción de un liderazgo visible, a la vez que reconocible por todos, es fundamental en la preservación de una idea y en la trasmisión de una ideología.

En esta orilla del exilio no hemos contado con un líder que una a los cubanos en su afán por derrotar al régimen de La Habana. No ha existido unidad en el exilio y tampoco en la oposición interna. Quien más se acercó a construir ese modelo de líder que unifica y es reconocido, fue Oswaldo Payá Sardiñas. Tristemente, el caudillismo de algunos gestores políticos de la oposición interna, y el trabajo soez de la Seguridad del Estado, nos privaron de un líder con un proyecto de Nación estructurado.

Otaola ha aprovechado esa ausencia, o digámoslo de otra forma: Otaola se ha posicionado en esa ausencia.

No tengo claro si es un hecho elaborado, o simplemente el resultado de unas circunstancias. Lo cierto es que hoy el rostro visible de la oposición y la lucha en contra de la dictadura cubana se llama Alexander Otaola.

Nadie en Miami, absolutamente nadie, rotundamente nadie, tiene el poder de convocatoria del influencer cubano. Pasaron muchos años para que el cubano participara en actos simbólicos de oposición. Las manifestaciones de hace diez años nunca llegaron a sumar la cantidad de compatriotas que desfilan por la calle Ocho cuando Otaola los convoca desde YouTube.

Otaola ha sabido llenar el espacio de la ausencia incidiendo con su discurso en las carencias de ambos lados: la ausencia de libertad en Cuba, la hipocresía de los aprovechados y las necesidades materiales de los que viven en la Isla. Únase lo anterior al resentimiento de los exiliados y a la economía de la nostalgia que tan bien explota el régimen desde Cuba, y tenemos el coctel perfecto que Otaola ofrece y que lo sitúa como líder único.

De hecho, hoy, ningún candidato a cargo público que aspire al voto cubano en el estado de la Florida puede sustraerse de la venia del presentador. De María Elvira Salazar a Díaz-Balart, pasando por el expresidente Trump, la expectativa del apoyo cubano de Miami pasa exclusivamente por la benevolencia, apoyo o endorso del influencer cubano.

Es un hecho: el exilio y su proyecto emancipatorio, cualquiera que este sea, está representado en un líder que se llama Alexander Otaola.


¿Tiene Alexander Otaola un proyecto de Nación?

Una vez más, otra pregunta: ¿tienen los cubanos un proyecto de Nación? ¿Tenemos idea los cubanos de lo que queremos que sea nuestra Nación?

La destrucción de los arquetipos trae consigo una redistribución de los roles sociales. En 1950 el mundo vivió la polarización de los ejes políticos y lo reprodujo en la sociedad. Del otro lado del Telón de Acero el proletariado tuvo a la burguesía como contraparte a evitar, y elaboró todo un sistema en el cual el más mínimo atisbo de pensamiento diferenciado era igualado a lo burgués y por lo tanto eliminado.

En occidente se vivió el contraste entre trabajadores y propietarios, hasta que el auge del capitalismo tardío de principios de los sesenta eliminó esas diferencias creando una clase media casi infinita y plena en posibilidades: adquisitivas, aspiracionales y cívicas.

No podemos evaluar hechos del presente con herramientas del pasado. Un proyecto de Nación actual no puede ser correspondiente a lo que se pudo haber pensado en 1940 o en 1959. No son los mismos actuantes, no concurren las mismas necesidades y no contamos con las mismas estrategias sociales.

El mundo cambió, y sus modelos emergentes ya son otros. 

El caso cubano ha demostrado que la mayoría de las acciones visibles en la sociedad cubana actual tienen un carácter reformista. Las acciones del 27 de noviembre son, desde su esencia opositora, una forma de validación de la institucionalidad cubana. El propio diálogo propuesto convierte al ministro maltratador en un interlocutor válido, aunque se pida su renuncia.

De hecho, pedir su dimisión convierte a su cargo y a la institución que dirige en una entidad normalizada y socialmente aceptada, incluso por los mismos que protestaron ante ella. 

El aparato dictatorial lo sabe, y los usa.

Ese proyecto de Nación en la cual quienes se oponen demandan “mejoras” y no cambios necesarios, responde al modelo de sobrevivencia diseñado por Fidel Castro. Si hoy se vive una “tarea ordenamiento” es porque ya hemos vivido una institucionalización, una rectificación de errores, un perfeccionamiento, una batalla de ideas, y muchos procesos que prometieron ser definitivos. Las tareas reconstitutivas del proyecto socialista cubano son esquemas de sobrevivencia a la vez que diques de contención para la oposición en la Isla.

A ese proyecto de Nación se opone Otaola, y también yo, por decirlo ya. Contra ese proyecto que únicamente tiene como objetivo preservar el statu quo y la élite del poder, Otaola propone el derrocamiento por asfixia y presión ciudadana. Desde este punto de vista es innegable que el proyecto de Cuba que propone el presentador se basa en la radicalización de la protesta social.

Las instituciones solo son legítimas cuando obedecen al mandato popular. El proyecto de Nación que se elabora desde la plataforma de Otaola no está dirigido a eliminar dichas instituciones, o a dialogar con ellas: las ignora, no existen para él. Lo que se propone, a lo que anima el influencer cubano, es a despertar la conciencia nacional ante la evidencia del descalabro social.

Cuba necesita ser reconstruida y para ello tienen que ser eliminados del mapa social aquellos que la destruyeron.

La democracia es el ejercicio del riesgo. Otaola asume sin amagues el riesgo de ser negado.

Detractores y fanáticos se caerán a palos, pero nunca podrán decir que Donald Trump no es resultado directo de la democracia de los Estados Unidos de América. Being There, la película dirigida por Hal Ashby y protagonizada por Peter Sellers que ironizaba en 1979 sobre cómo un discurso impreciso podría llegar a construir una conciencia social, se hizo realidad en 2016, y no pasa nada. Las democracias sólidas tienen recursos y herramientas para reconducir sus procesos sociales.

Evidentemente no es el caso de Cuba. El proyecto emancipatorio de Otaola tiene dos líneas de incidencia: denunciar la inconsistencia del aparato estatal cubano y la ausencia de compromiso social en un sector del exilio.

La dictadura usa como estrategia de unión entre la Isla y su diáspora la “economía de la nostalgia”, según la cual el emigrado debe asumir el coste de la vida de sus seres queridos en Cuba. Esta manipulación va desde las recargas telefónicas, la compra de alimentos y medicinas, hasta formas para que se pague desde Miami la factura de la luz en la Isla.

Los representantes del gobierno cubano propagan la idea de un exilio económico, equiparando a Cuba con México, Honduras, Argentina o Chile. Los emigrantes mexicanos no huyen de una dictadura en busca de libertad, buscan mejorar su situación económica; lo mismo que miles de argentinos, chilenos o salvadoreños.

Los cubanos buscamos mejorar económicamente, y también buscamos libertad y democracia.

Otaola denuncia con puntería que la situación económica de Cuba, su pobreza, su destrucción arquitectónica y cultural, la falta de valores morales y sociales, son un resultado directo de la ausencia de libertades políticas, y tiene razón.

El riesgo de la democracia, ese mismo que se asume cuando cedemos ante la mayoría nuestra acción como ciudadanos, ha puesto hoy a Alexander Otaola como gestor único de las acciones cívicas de oposición que se convocan desde Miami contra el régimen de La Habana.

Intelectuales, líderes políticos, presidentes de Partidos y Fundaciones, han intentado ser los líderes de la Cuba libre. No han podido. Otaola sí.

Aquellos que soñamos con una Cuba democrática, en libertad y derechos, más allá de credos y estilos, no debemos ver únicamente en Alexander Otaola al producto expuesto en las redes sociales, al influencer o al gestor de listas rojas. Desde su espectáculo, se ha despertado a un sector del exilio que exige la libertad que le corresponde.

Hay que respetar el todo, incluso cuando algunas de sus partes no nos gusten.


Imagen de portada tomada de la página oficial en Facebook de Alexander Otaola.




Lynn Cruz

Y sin embargo, el embargo

Lynn Cruz

¿Por qué quiero firmar la carta de La Joven Cuba, a pesar de no conocer a muchos de los firmantes? No necesito imaginar lo que sucederá en Cuba en caso de ocurrir un estallido social. Una lucha descarnada solo conduciría al beneficio de los sectores más reaccionarios.