Dos cubanos del exilio aparecieron en la convención republicana, a fines de agosto, para alertar a los espectadores de que si los demócratas llegan a la Casa Blanca va a pasar lo que ocurrió en Cuba hace sesenta años: Estados Unidos se convertirá en un país socialista. ¿No se sugirió ya lo mismo cuando las elecciones presidenciales de 2008, y tras ocho años de gobierno de Obama Estados Unidos siguió siendo capitalista?
A esta previsible objeción, la respuesta sería que en los últimos años la izquierda se ha ido radicalizando, de modo que el peligro ahora es mucho mayor, y que de hecho ya Obama avanzó bastante en el mal camino, así que solo hace falta un empujoncito, encore un effort, para completar el daño. Biden significaría la adopción irreversible del precipicio socialista y la consiguiente destrucción del american way of life.
Los discursos respectivos del presidente y del vicepresidente insistieron, sin embargo, en temas que no son ajenos al imaginario castrista. Trump, el chovinismo: “Reavivaremos la fe en nuestros valores, para sentirnos de nuevo orgullosos de nuestra historia y alcanzar un nuevo espíritu de unidad que solo puede conseguirse con amor por nuestro gran país”[1]; Pence, las virtudes viriles del carácter nacional: “La infinita capacidad del pueblo norteamericano para enfrentarse a cualquier dificultad, derrotar a cualquier enemigo y defender las libertades que tanto amamos”.[2]
La implicación es obvia: los demócratas no son suficientemente patriotas; los demócratas son ajenos a un carácter nacional enérgico.
No solo este tipo de asertos nacionalistas están cerca del costado más reaccionario del castrismo; también el tono de algunas de las intervenciones rozó ese estilo declamatorio, enfático, que tan bien conocemos. El ridículo discurso de Kimberly Guilfoyle, prometiendo el futuro radiante que traerá consigo un segundo mandato de Trump, recordó a las “tribunas abiertas” mucho más que cualquiera de los discursos que se pronunciaron en la convención del Partido Demócrata. El sentido del término cosmopolita en ese texto (“The cosmopolitan elites of Nancy Pelosi, Chuck Schumer, and Joe Biden”) olió, incluso, a estalinismo.
Dos cosas fueron muy significativas en la convención republicana: se hizo desde la Casa Blanca, lo cual constituyó una flagrante ruptura con la tradicional separación entre el gobierno y la campaña electoral. Y es que, en más de un sentido, Trump ha estado siempre en campaña electoral; su gobierno ha sido una especie de “campaña permanente”, y, por eso, ante una coyuntura que requiere una mera gestión administrativa, como la pandemia, ha revelado no ya solo su fundamental incapacidad, sino su falta de vocación.
En segundo lugar, el Partido Republicano no hizo pública plataforma programática alguna; más que una convención del partido, se trató de una convención de un movimiento político que se ha apoderado del partido. Lo cual no significa que este no se haya beneficiado: Trump y el Partido Republicano sostienen una relación simbiótica, pero son dos cosas diferentes. Trump es fundamentalmente distinto a los dos Bush o a Reagan; el hecho de que casi la mitad del gabinete de George W. Bush esté apoyando a Biden, así como la formación del Lincoln Project en 2019, es evidencia de esta fractura.
Ciertamente, en el trumpismo hay un elemento radical que falta en aquellos. Este puede comprenderse, en alguna medida, como una suerte de “revolución conservadora”. He ahí la paradoja de un movimiento que por un lado avanza la agenda de los republicanos —aunque no del todo: sí en los jueces que ha colocado en los tribunales y en la reducción de impuestos, no en el aumento de la deuda pública y en política exterior—, pero por otro lado transgrede continuamente las tradiciones, normas y formas del sistema norteamericano, rozando los límites que establece la constitución misma.
Cuando Trump, el pasado 1 de junio, usó a la policía y la Guardia Nacional para desalojar a gente que protestaba pacíficamente en Lafayette Square y tomarse una foto frente a la St. John’s Episcopal Church, estaba haciendo algo más radical que la misma izquierda a la que pretendía lanzar una advertencia. De ahí la cantidad de voces, no solo de liberales sino también de conservadores, que se manifestaron en contra. Al fin y al cabo, desde los tiempos de Vietnam, protestas ha habido muchas. Y vandalismo, como en los disturbios de 1992 en Los Ángeles, ha habido y habrá, inevitablemente, en situaciones de este tipo. Sin embargo la acción de Trump, su amenaza de usar al ejército para “dominar las calles”, no tenía precedentes.
Ese elemento radical es más visible, desde luego, en los tweets y en los rallies que en el Trump disciplinado, constreñido, de los discursos leídos en teleprompter. “One people, one movement, one nation”, dijo Trump en uno de los rallies de estos últimos días, en lo que parece un eslogan con evidentes reminiscencias fascistas.
Es difícil ver esos actos de masas sin recordar el populismo latinoamericano, o los movimientos antidemocráticos que sacudieron a Europa en los años veinte y treinta. Con estos últimos dos paralelos, me parece, saltan a la vista la victimización de la nación y la crítica de la prensa libre.
Se sabe que la percepción de que Alemania había sido humillada tras perder la guerra mundial fue uno de los motores de la “revolución conservadora”; la idea de que los Estados Unidos han sido maltratados por tratados comerciales injustos, como NAFTA, o por alianzas que los desfavorecen, como la OTAN, está en el corazón mismo del trumpismo. En esto recuerda también a otro movimiento populista contemporáneo, el independentismo catalán: la contraparte del “España nos roba” sería “el mundo nos roba”.
Por otro lado, la denuncia de las “fake news” en tanto enemigos del pueblo fue, como se sabe, una de las bases de la destrucción de la frágil democracia parlamentaria de la República de Weimar. Esa crítica, tan importante para el trumpismo como la crítica del imperialismo norteamericano para el castrismo, no es sino la parte más visible de una deslegitimación general de las instituciones democráticas que empieza y termina en una teoría de la conspiración.
Al proclamar, desde el primer momento, que el sistema está amañado, el trumpismo insinúa la necesidad de superar los checks and balances como única forma de combatir un statu quo injusto, devolviendo al pueblo el poder que le habría sido arrebatado por las élites corruptas. Solo un líder fuerte, que se imponga sobre el anquilosado establishment de Washington, podría rescatar la grandeza nacional. La primacía del ejecutivo sobre las ramas legislativa y judicial que ha distinguido al gobierno de Trump, procede de la implícita creencia de que solo así, concentrando poder en la presidencia, se puede combatir efectivamente la doble amenaza de las cosmopolitas élites liberales y de una izquierda cada vez más radicalizada.
“The radical left”: el trumpismo, como el castrismo y tantos otros populismos, es un lenguaje de hipérboles y epítetos. “Radical” aquí no es un calificativo, un término descriptivo, sino un juicio, un énfasis, una redundancia: en última instancia, no se distingue entre la izquierda digamos socialdemócrata (el liberalism) y la izquierda propiamente radical (el comunismo), porque la idea subyacente es que toda izquierda es radical. De las dos oposiciones maestras que estructuran el universo de la política —izquierda vs. derecha, democracia vs. autoritarismo—, el trumpismo absolutiza la primera, y al criminalizar todo el campo de la izquierda sienta las bases para un autoritarismo que, en más de un aspecto, recuerda mucho más a la tradición política latinoamericana que a la norteamericana.
De hecho, la doctrina de la convención republicana —presente en los discursos de Trump y muy señaladamente en el espacio concedido al matrimonio de Missouri que salió en los noticieros por amenazar con armas semiautomáticas a unos manifestantes que marchaban frente a su residencia— es muy similar a la de las dictaduras del Cono Sur. Se trata, en una palabra, de la defensa del orden, la patria y la religión cristiana frente a la amenaza comunista. La photo op de Trump levantando una Biblia indicó claramente que ese sería el tema maestro de la campaña.
La teatralidad del gesto (el presidente pudo haber aprovechado una manifestación violenta, que las hubo, o al menos una que estuviera ocurriendo después del toque de queda, pero eligió una manifestación que se desarrollaba totalmente de acuerdo a la Primera Enmienda) puso de manifiesto el carácter artificial, producido, del asunto.
El contexto de las dictaduras militares latinoamericanas era la Guerra Fría, el apoyo del castrismo a las guerrillas, los veintitrés días que Castro pasó en Chile… La situación actual, tanto en lo nacional como en lo internacional, es fundamentalmente distinta. No existe la Unión Soviética ni hay otros países que apoyen o propicien revoluciones comunistas; la principal amenaza a la democracia proviene del autoritarismo de derecha, en particular de la Rusia de Putin, que busca activamente desestabilizar los regímenes democráticos de Occidente, en primer lugar el norteamericano. A nivel interno la situación es, por otro lado, muy diferente a la de fines de los sesenta, cuando el discurso de “ley y orden” de Nixon tenía una base en la existencia de organizaciones terroristas de izquierda, como los Black Panthers y The Weather Underground, en muchos casos formadas por elementos radicalizados de clase media.
Hoy existe Antifa, y existió la ridícula “zona autónoma” de Seattle (unas cuadras, no todo el downtown, como se dijo en Fox News), pero es un hecho que la derecha radical constituye una amenaza mucho mayor. Cuando repiten que Antifa es la principal amenaza a la seguridad pública del país, Trump y sus acólitos no ofrecen evidencias sólidas: ni atentados de calibre, perpetrados o planificados por esa organización, ni un número significativo de militantes de la misma que hayan sido encausados.
El FBI y la CIA sostienen que la principal amenaza viene del bando contrario: las milicias, los nacionalistas blancos, QAnon… (El mayor atentado de terrorismo doméstico en la historia reciente de Estados Unidos, el de Oklahoma City en 1995, está vinculado a estos sectores, no a la izquierda radical). La respuesta del trumpismo es conocida: las agencias de inteligencia de Estados Unidos no son fiables, porque no son apolíticas, existe ahí un “deep state”.
He aquí el corazón del trumpismo, la teoría madre de la conspiración. El complot no solo está en los medios (los medios críticos, no Fox News, The New York Post o las incontables estaciones de radio que alimentan el movimiento trumpista) sino también en el FBI, en la CIA, en la CDC, en el IRS, en todos lados. Trump, y por extensión sus seguidores (que se identifican vicariamente con el líder), son las víctimas de esa conspiración: “Me persiguen porque estoy luchando por ustedes”[3], dijo en la clausura de la convención republicana.
La alternativa es simple: o creer al FBI o creer en Donald Trump.
Optar por lo segundo es entrar en una realidad paralela donde las mentiras más burdas, las incoherencias más flagrantes y las conspiraciones más inverosímiles proliferan ad nauseam. Todo dicho lo más alto posible, escrito en letras mayúsculas y con muchos signos de exclamación. (La idea de que el problema con Trump es su estilo es una falacia. Aquí, como en otros casos, es cierto aquello de que “le style c’est l’homme”. No se puede divorciar la forma y el fondo en Trump; su mensaje está ya en lo limitado de su vocabulario, en su impertinencia, en su vulgaridad). No hay término medio: todo es muy bueno, “terrific”, “beautiful”, o muy malo, “terrible”, “horrible”. Muchas veces las mismas personas —John Kelly, el general Mattis o Rex Tillerson— han ocupado ambos extremos: primero, cuando formaban parte de su equipo, eran terrific; ahora que lo han criticado son overrated, low IQ individuals y losers.
El trumpismo es un voluntarismo, una tautología. Rehúye la discusión racional y prospera en los rallies, allí donde el caudillo y sus seguidores se funden en la quema en efigie del enemigo: Hillary Clinton, Ilhan Omar, la gobernadora de Michigan…
Es insensato polemizar con el trumpismo. Aunque de entrada es un discurso refutado por los hechos y hasta por la ciencia, al final siempre gana recurriendo a las palabras mágicas: fake news, hoax (fraude, engaño) y witchhunt (cacería de brujas). Lo irónico es que estas tres expresiones son la mejor definición del propio trumpismo.
El origen del movimiento es, como se sabe, una fake news: el bulo de que Barack Obama no nació en los Estados Unidos (el birtherism, por cierto, no lo inventó Trump: estaba en los fringes de la derecha y él no hizo más que adoptarlo y amplificarlo para impulsar su perfil público; en este sentido, Trump no es un leader, es un follower). La investigación sobre los orígenes de la Russia probe, y sobre el supuesto espionaje a la campaña de Trump por parte del gobierno anterior, que este y sus acólitos presentaron como “the biggest political scandal of all times”, acaba de ser archivada por el propio Attorney General Bill Barr: tan poca evidencia había que ni siquiera se produjo un informe. Mientras tanto, el informe de Robert Muller, que establece que “el gobierno ruso interfirió en nuestro proceso electoral de manera extensa y sistemática”[4] —confirmando, por cierto, los reportajes de investigación del New York Times—, no ha sido refutado. ¿Cuál de las dos investigaciones, la de Muller o la de Barr/Trump, es el verdadero hoax? Y la satanización de Hillary Clinton, el llamado ritual a “Lock her up!” (meterla en la cárcel) al que Tump ha vuelto en esta campaña —a pesar de que ella no está ahora en la boleta—, es el mejor ejemplo de una cacería de brujas; mientras que el impeachment de 2019 se basó en un bien documentado abuso de poder, que ni siquiera los senadores republicanos pudieron justificar.
Pero, según Trump, la llamada telefónica al presidente de Ucrania fue “perfecta”. Pudo haber reconocido que fue, al menos, inapropiada, pero esto habría trastocado la lógica interna de su discurso. La estrategia retórica es no reconocer ningún error, no rectificar (o si se rectifica, si se cambia de posición, no reconocer tal cambio), porque hacerlo equivaldría a aceptar unos criterios de verdad que el trumpismo busca superar por completo; equivaldría a jugar en un mismo terreno, aceptando mínimamente las reglas del juego, cuando de lo que se trata es de imponer otro juego, de cambiar la frecuencia.
Es así que, confrontado con los hechos, Trump jamás se repliega: huye, una y otra vez, hacia adelante, hacia los extremos, mientras acusa incansablemente a sus adversarios políticos de hacer lo que él mismo hace: se niega a aceptar el resultado electoral a menos que lo favorezca, y dice que la gobernadora de Michigan quiere ser una dictadora; ha minimizado la pandemia para no poner en riesgo sus posibilidades de reelección, y acusa a los demócratas de politizar el problema; afirma, sin la menor evidencia, que si los demócratas llegan al poder van a destruir los suburbios construyendo low income housing, y dice que el discurso de Michelle Obama en la convención demócrata es “divisive”; ha presidido el gobierno con más corrupción en la historia reciente de Estados Unidos, y acusa de corruptos a Hillary Clinton y a Joe Biden…
En semejantes términos, el debate es imposible. El espacio de la discusión racional, el campo propiamente político, ha sido clausurado. A cambio, a los que se adscriben al movimiento se les ofrece la libertad de decir cualquier cosa, sin preocuparse por los hechos. Como el artista ante la hoja en blanco, no hay límite alguno: he ahí —en lo increíblemente liberador que debe ser poder afirmar lo que a uno le venga en gana, sin atenerse a realidad, o en sostener a la vez una cosa y la contraria, sin atenerse a lógica— una de las seducciones mayores del trumpismo.
Fake news, hoax, witchhunt: estas palabras siempre a mano son un extraño rito de pasaje regresivo, una suerte de vuelta a un estadio anterior a las convenciones de la vida adulta que nos obligan a comportarnos responsablemente. Identificarse con Trump es recibir el don de una nueva adolescencia: licencia para culpar de todo a los otros, para inventar distracciones absurdas, para poner nombretes más o menos graciosos, para burlarse del físico de los demás…
Esta es la poderosa fascinación del trumpismo, lo que garantizó su triunfo en las primarias de 2016 y lo que explica, en parte, la fuerza inquebrantable del movimiento MAGA, bien manifiesta en el entusiasmo de los rallies y en el culto a la personalidad de Trump. Da lo mismo, al fin y al cabo, que el presidente no haya cumplido la mayoría de sus promesas electorales (construir el muro, traer de vuelta los manufacturing jobs, encarcelar a Hillary Clinton, mejorar la infraestructura); el trumpismo prolifera en lo simbólico. Lo que ofrece es, sobre todo, una fantasía revanchista.
“We are here and they are not”, dijo Trump en el discurso final de la convención republicana, volteándose a señalar la Casa Blanca. La promesa prístina, lo que sella el pacto de sangre entre el caudillo y sus seguidores no es el muro, ni siquiera bajar los impuestos, sino, sencillamente, desalojar a aquellos que son vistos como culpables de todos los males, ocupar el poder. “We are here and they are not”, dicho por un presidente norteamericano en la Casa Blanca, expresa, una vez más, la fusión entre el gobierno y la campaña que distingue a la presidencia de Trump, así como esa absoluta polarización del mundo —pueblo y élites, Bien y Mal— que caracteriza al trumpismo como movimiento político, e incluso cosmovisión.
Así como no hay palabra sin valor, porque cada término descriptivo (Hussein, mainstream, liberal, left…) es ya un juicio, incluso las cosas más “blancas”, esas que en cualquier otra situación política habrían permanecido neutras, ahora se han coloreado, se han como electrizado, cargado de sentido. Durante una conferencia de prensa en mayo, cuando un periodista se negó a quitarse la mascarilla para hacer una pregunta, Trump le replicó: “Because you want to be politically correct”. Momento muy revelador de esa cruzada contra lo políticamente correcto que constituye al trumpismo. La corrección política es rechazada como síntoma de una decadencia civilizatoria, una cierta fase rococó a la que habría llegado la sociedad norteamericana (no de manera digamos orgánica o espontánea, sino como efecto de la perversa influencia de los medios y las universidades); pero lo que se le contrapone no es un Renacimiento sino una suerte de medievalismo, de barbarie.
Frente a la plaga, el trumpismo adopta visos de providencialismo. “Dios me protege. Si me muero, me muero”[5] (un anónimo partidario de Trump en un rally). “La semana pasada Joe Biden dijo que no va a ocurrir ningún milagro. Parece que Joe no entiende que Estados Unidos es un país de milagros”[6] (Mike Pence, en la convención republicana). Por mucho que se proclame defensor de la ley y el orden, el trumpismo es, en cierto sentido, más afín a los fanáticos del Consejero que a los valores de la República.
Así como la mascarilla es, para Trump, corrección política, la democracia misma es, en última instancia, corrección política. Desde la campaña de 2016, Trump ha flirteado con la violencia; recordemos, por ejemplo, cuando celebró en 2017 a un político republicano que le dio un estrallón a un periodista de The Guardian. La alternativa última a la corrección política es (como se ve cada vez con más claridad, en las últimas semanas) acoger, dar carta de ciudadanía a los que están fuera de la polis, armados hasta los dientes.
Que Trump se haya negado a condenar a los nacionalistas blancos y a QAnon —una estrafalaria teoría de la conspiración que le rinde culto como salvador— no es un error innecesario, como afirman algunos de los defensores republicanos del presidente, sino una consecuencia lógica del movimiento, de su tendencia a los márgenes del espectro político. Por un lado, Trump no está dispuesto a perder esos votos ahora que sus posibilidades de ganar el colegio electoral parecen escasas. Por el otro, esos grupos radicales podrían serle útiles si el margen a favor de Biden no es demasiado amplio como para que Trump intente lo impensable: dar una brava electoral en Estados Unidos.
La idea de que la posición actual de Trump en el asunto de las elecciones no es sino una justa reacción a una izquierda que durante cuatro años ha negado legitimidad a su presidencia, es espuria. En primer lugar, el impeachment no era —como aseguraron muchos senadores republicanos para justificarse— una forma de revertir el voto de la gente: de haber sido depuesto por el senado, el presidente habría sido Pence, no Hillary Clinton. Según la constitución, el impeachment es responsabilidad del congreso: Estados Unidos es una democracia representativa, no una democracia directa. Es cierto que desde noviembre de 2016 muchos auguraron que Trump sería impeached, pero no porque su elección fuera ilegítima, sino porque durante la campaña y los debates mostró sobradas evidencias de desconocer la división de poderes, lo cual hacía lógico prever que en algún momento cometería una falta tan grave que —como en efecto ocurrió— merecería el impeachment.
Por otro lado, la falacia de que las elecciones están amañadas es muy anterior a la propia campaña por la presidencia y a aquel debate con Hillary Clinton donde Trump se negó a comprometerse a aceptar el resultado, cualquiera que este fuese. Cuando perdió el caucus de Iowa en las primarias del partido republicano, Trump alegó que el resultado había sido un fraude (“Ted Cruz didn’t win Iowa, he stole it”, tuiteó). Ahora dice que el voto por correo —que se ha hecho durante mucho tiempo y que, por cierto, han usado en el pasado tanto los republicanos como los demócratas— conllevará un fraude “nunca visto en este país”, mientras todas las agencias gubernamentales, e investigaciones imparciales, advierten que no hay la menor evidencia de que el fraude electoral sea un problema en Estados Unidos.
Los militantes de Antifa, los activistas de izquierda, tumban estatuas. Los radicales de derecha están dispuestos a matar.
Notas:
[1] “We will rekindle faith in our values, new pride in our history and a new spirit of unity that can only be realized through love for our great country”.
[2] “the boundless capacity of the American people to meet any challenge, defeat any foe, and defend the freedoms we hold dear”.
[3] “They are coming after me because I am fighting for you”.
[4] “The Russian government interfered in our election in sweeping and systematic fashion”.
[5] “The good Lord takes care of me; if I die, I die!”.
[6] “Now, last week, Joe Biden said that no miracle is coming. Well, what Joe does not seem to understand is that America is a nation of miracles”.
Crítica de la razón populista
Trump, como Pablo Iglesias, es fan de Juego de tronos.