La victoria de los candidatos conservadores De Santis sobre Gillum y Scott frente a Nelson, en las recientes elecciones parlamentarias de los Estados Unidos, fueron vividas por parte importante del Miami cubano como una especie de derrota del socialismo en la Florida. A propósito de esto, Emilio Ichikawa recordaba una frase de Hegel, que le escuchó a Alexis Jardines pero que también leímos directamente en la Fenomenología del Espíritu: “por lo poco que el espíritu necesita para contentarse puede medirse la extensión de lo que ha perdido”. Si antes el exilio iba a luchar contra el socialismo a Cuba o cualquier otro país del hemisferio, ahora luchaba contra este dentro de los propios Estados Unidos.
Antes de seguir, sin embargo, con la descripción del presente estado de cosas, es preciso retroceder a una fecha de la que no muchos cubanos hablan: 20 de mayo de 1924.
“Agua, caminos y escuelas”, prometía el general Gerardo Machado a un pueblo que, tras cuadruplicar su producción de azúcar en menos de treinta años de independencia, empezaba a ver cerrado su mercado en los Estados Unidos. Hacía solo dos años de la marcha sobre Roma y uno del golpe de Primo de Rivera, pero ya en la fecha arriba indicada llegaba a la presidencia de Cuba un hombre que señalaba un vasto programa de obras públicas que habría de absorber el desempleo estacionario provocado por la hegemonía del azúcar en la economía del país.
Invertir en infraestructuras y elevar el nivel educacional de un país que aún no salía de la rémora colonial del analfabetismo era el programa propuesto para que Cuba pudiera ser algo más que un productor de azúcar, tabaco, mieles y otros productos semielaborados. Por supuesto, las ambiciones y la corrupción del régimen del último de los generales de la Guerra de Independencia en ascender democráticamente al poder convertirían la reforma en algo muy limitado. Tendrían que venir una serie de leyes que pusieran freno al latifundio —el diferencial azucarero fue una de ellas— para que, en torno a 1948, la situación del campo cubano comenzara a cambiar, si bien muchos de los problemas ya existentes constituyeron la fuente del apoyo popular logrado por Fidel Castro a finales de 1958 para derrocar a Batista.
Ahora bien, en la cultura política cubana Machado era un liberal; este era el nombre de su partido que se identificaba como nacionalista —se oponía a la Enmienda Platt y decía no a la reelección (algo que el propio Machado incumpliría)—, mientras que los conservadores oponían la frase de Márquez Sterling: “frente a la injerencia extraña, la virtud doméstica”; es decir, basta de culpar al imperialismo de nuestros problemas. No deja este observador de sorprenderse que Raúl Roa llamara maestro a Varona, siendo uno comunista y el otro conservador, figura prominente del Partido de igual nombre, y que también Roa alabara el espíritu de ahorro de Estrada Palma¹. Varona es elogiado por pretender adaptar la Universidad a los tiempos —con su reforma positivista, pero de alguna manera laica, y su oposición a la prórroga de poderes— y Estrada Palma por su honradez administrativa (aunque es bien sabido que fue el principal responsable de la segunda intervención norteamericana, completamente evitable de no haber forzado su reelección en 1906).
Un liberal como Machado despilfarró el tesoro nacional en obras públicas que generaciones posteriores hemos disfrutado por su belleza arquitectónica —el Capitolio, quizás el más bello edificio del siglo XX cubano— pero que endeudaron a la joven república y que además sirvieron a gran parte de su camarilla corrupta (con honrosas excepciones). Quizás, con el espíritu de ahorro del presidente Estrada Palma, los efectos de la crisis de 1929 y del proteccionismo norteamericano que la agravó —la tarifa Haley Smoot— hubieran sido menores, y menos violento el ciclo de venganzas abierto tras su caída, y los oficiales del ejército masacrados por Batista con la anuencia de Grau y Guiteras hubieran estado limpios de sangre para hacer de las fuerzas armadas del país algo más que el puntal del caudillo de turno. No lo sabemos.
Ser liberal ya era desde entonces, en Cuba, comulgar con lo que el machadato trajo a nuestra tradición política: grandes obras públicas, endeudamiento más que atracción de capitales, y autoritarismo. Antes de Machado, el general Menocal había hecho un fraude de grandes proporciones, en 1916, pero nunca pretendió cambiar la Constitución de 1901 para perpetuarse en el poder como hizo el ganador de las elecciones de 1924. Mucho menos planeó las obras faraónicas del machadato. El liberalismo como programa político, salvo por la deriva dictatorial de Machado, acercaba a Cuba más a la tradición política norteamericana que a la europea continental, donde ese término implicaba una defensa de la total libertad de empresa.
Autoritarismo, endeudamiento, obras públicas. Si fuéramos a entender la historia en términos de ciclos de larga duración, al estilo de Braudel, veríamos cómo estos tres rasgos persisten. Y es interesante que autores como Carlos Alberto Montaner señalen a 1933 como el inicio del proceso que llevaría a 1959. Desde el debate político actual del exilio cubano, donde no estar con Trump te convierte casi de inmediato en socialista, el general Machado también engrosaría las filas de los comunistas cubanos, junto con el joven Raúl Roa al que encarceló.
De poco serviría, según esta tesis, que el más reciente defensor del machadato, David Canela, se esfuerce por repetir el tópico que tantas veces escuché en La Habana de mi juventud sobre la ingratitud del pueblo cubano hacia el presidente que “le había construido el Capitolio, la Carretera Central y remodelado el Prado”, pues este sería el mismo pueblo que habría de gritar “paredón” en la antigua Plaza Cívica, a pesar de tratarse de dos generaciones diferentes. A tal punto habría de llegar la pulsión psicológica de la ingratitud que una vez escuché, de una practicante en Cuba de las religiones africanas —esa supervivencia de lo que Levy Bruhl llamara la mentalidad pre-lógicai; lógica, amigo lector, en el sentido aristotélico—, el mito de que Machado, cuando ya su huida se hacía inevitable, mandó a enterrar bajo la ceiba del Parque de la Fraternidad una maldición contra el pueblo cubano.
Y aquí pudiéramos cuestionar esta visión maniquea del mundo donde toda ideología y programa político que no comulgue con el Estado mínimo pasa a engrosar las filas del socialismo, tesis que corresponde a la experiencia política norteamericana pero no a la cubana. De aceptarla, habría que incluir a Gerardo Machado en la genealogía del castrismo. Y ya podemos vislumbrar algún recién surgido conservador que se empeñe en buscar analogías entre ambos personajes. Aunque ambos fueron revolucionarios —uno abrazó la revolución de la independencia, el otro la propiamente antirrepublicana— el hecho de que en Miami se llame a la de 1959 “la revolución de Castro” es la prueba de la apropiación de este último de un proceso del que no fue el único líder. Si bien bajo Machado se dijo: “perdóname, Martí, pero Machado te ha superado”, esto no fue coreado por la prensa; en la Bohemia del 1 de enero de 1959 ya podía leerse: “Gloria al Héroe Nacional”.
De alguna manera, hoy hemos retrocedido al panorama político de la república de los Generales y Doctores: de un lado, conservadores que creen en el Estado mínimo —la mayor parte alojados en Miami— y de otra, los liberales y comunistas que creen en la necesidad del Estado como sujeto económico en compensación del libre mercado. Ya el gallo y el arado, símbolos del Partido Liberal, eran demasiado campesinos y no se diferenciaban mucho de la hoz y el martillo obreros.
El lastre más evidente parecería ser el peso de la tradición: el castrismo como ideología —la nueva Constitución cubana le llama fidelismo— se ha cobijado bajo la amplia sombrilla del marxismo, a pesar de tener no mucho que ver con este; mientras que el liberalismo de Machado ha quedado en la memoria como el último gobierno conservador después del cual vino una ola de revoluciones que solo tuvieron una pausa de ocho años: de 1944 a 1952.
¿No presenta la Rusia de Putin la paradoja de una ideología nacionalista que vive del usufructo de dos personajes tan disímiles como Nicolás Romanov y Stalin? Un hipotético regreso político del exilio a Cuba, de perseverar el mapa ideológico actual que ha deslindado el fenómeno del trumpismo, podría provocar una de esas raras fusiones posmodernas.
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Notas:
¹ “Escaramuza en las vísperas” (1947), en La revolución del treinta se fue a bolina, Ed. Ciencias Sociales, 1973, p. 265.
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