El lunes a las dos de la tarde, cuando abrí los ojos, lo primero que pensé fue: qué hago yo aquí en la cama, qué hago levantándome a esta hora todos los días, qué hago viendo Netflix hasta la saciedad, por qué no estoy buscando trabajo. Entonces abrí la computadora (el móvil estaba sin batería), y me dispuse a navegar por el mercado laboral online de Miami.
Todavía con los ojos medio pegados y la sábana rodeándome el cuerpo, permanecía recostada al espaldar de la cama, la laptop entre las piernas y el pecho. Por primera vez en varios días, no me despertaba el leve pero ruidoso movimiento de una paja que suele terminar en mañanero. Miré al lado y mi novio ya se había levantado. Así que seguí en lo mío. Revisé cada uno de mis correos antes de empezar la búsqueda, di ENTER a la página web del Correo de América para que volviera a cargar y, como suponía, mi paquete ya estaba en Chicago, pero los de USCIS no lo habían recogido aún.
Una semana había cumplido mi paquete a la espera de ser abierto o, en otras palabras, yo podría tener que reenviarlo porque sus destinatarios no han ido por él. Las implicaciones inmediatas de este hecho en mi búsqueda de trabajo, y en general en mi vida, son las siguientes: retraso en la legalización de mi estatus migratorio, retraso en mi permiso de trabajo, y limitadas posibilidades de que me contraten.
Aun así estoy decidida a encontrar algo. Abro una nueva pestaña y coloco en el navegador las palabras “trabajo en Miami”. Aparecen, como siempre, millones de resultados. Pero con el primero es suficiente. Una plataforma que se encarga de buscar trabajos que —se supone— encajen en tu perfil.
Con Indeed puedes preparar un currículum en muy poco tiempo, y usarlo para completar el proceso de aplicación en cada caso. Solo debes llenar campos como habilidades, años de experiencia, idiomas que hablas. Son estas preguntas las que te ayudan a aterrizar y a calibrar con lucidez tus verdaderas capacidades o aptitudes. Me doy cuenta —aunque eso ya lo sabía— de que sé hacer muy poco en esta vida.
Mis habilidades —avaladas por un título en Periodismo sin revalidar en el exterior y sin validez dentro de mi país, donde me incluyen en una lista de “mercenarios-pagados-por-el-imperio”— se resumen en facilidades de comunicación, buen dominio del idioma español y cacharreo del inglés, manejo de Office, búsqueda y jerarquización de datos e información. No mucho más. El resto es globo: que si puedo hacer publicidad, que si soy creativa, que si me dejas darte muela te convenzo, que sé vender…
Bueno, en realidad lo único que he vendido ha sido pacotilla, espesa y de distinto tipo. Lo mismo ropa y perfumes que me pasaba mi tía, que pulsos de carey suministrados por un profesor del preuniversitario. Y un televisor, y una cámara, y un split. Y muchas misceláneas de las que cuesta trabajo entrar por la Aduana de la República de Cuba.
¿Qué otras cosas sé hacer?, me pregunto. ¿Labores domésticas? Cocinar no es mi fuerte, debo confesar. En lo demás, soy lenta. Pero al menos dejo las vasijas bien brillantes, eso sí. De todos modos, no es hasta que uno ve el primer anuncio de trabajo que calibra con precisión (o con deliberada imaginación) lo que puede hacer.
Dos manos tengo, dos piernas. “Y un buen lomo”, añadiría mi abuelo, quien no se andaba con chiquitas cuando me llevaba al monte y me ponía a cargar una vara de mangos por un extremo, mientras él la halaba desde el otro. ¿Y si resulta que puedo cargar? Pero qué va, algunos anuncios dicen que, para el puesto equis, esperan que el candidato pueda cargar un mínimo de 50 libras. Y piden además que el candidato sepa manejar, para que una misma persona pueda hacer el trabajo de entregar a domicilio. Por ahí ya estoy frita. No solo es manejar, también es tener licencia. Y sigue subiendo la cantidad de libras a cargar. Mi cervical no aguanta; solo pensarlo me da dolor en la columna.
Sigo surfeando entre la maleza. Alguna pepita tendré que encontrar. Obviamente, no creo estar apta para la construcción: no sé soldar, no hago trabajo de plomería, no sirvo para reciclar metales; pero, repito, tengo dos manos. Y deben ser usadas en algo más que teclear. Pues sí, creo que aquí hay algo para mí: empaque. ¿De qué? De helados.
“Se busca personal para la producción y elaboración de helados artesanales, utilizando materia prima de primera calidad. El propósito es ofrecer un producto exclusivo, exquisito y tradicional”.
Aplico, claro que aplico. ¿Quién no querría trabajar con helados?
Pero no es lo único: hay una oferta de Asesor de Vacaciones en la Empresa Travel Advisors. Pide como requisito el dominio del español. ¡Bingo! Creo que esta es la mía.
Pero no me puedo detener. Mientras más aplique, mejor. Y veo aquí otra oferta que me cuadra:
“Solicitamos personal para el área de atención al cliente y encuestadores con vehículo propio, idioma español con o sin experiencia. Ingresos desde $500 hasta $800 por semana para comenzar + Bonos +Incentivos. Horario Flexible. Interesados solicitar entrevista en Oficina. Tipo de Puesto: Tiempo Completo, Indefinido. Salario: $4,000 a $5,000 / mes. Tipo de puesto: Tiempo completo, Indefinido. Sueldo: $500 – $800 a la semana”.
¿En serio? Yo soy la persona que buscan, me digo. Creo que con esto corono. Lo único malo es que lo anuncian desde Fort Lauderdale, que no está muy cerca. Mejor dicho, está en casa de… Tú sabes, en el culo del mundo. Mínimo, una pérdida de dos horas en transporte. Pero peor es la pérdida de horas que tengo aquí sentada, o acostada, procrastinando, desvelándome y levantándome pasado el mediodía.
Ya son las cinco de la tarde. Estoy en la cama todavía, desde que abrí los ojos. Y aunque no he realizado ninguna actividad física, estoy exhausta. He llenado unas cuantas aplicaciones. Una sonrisita se me pinta en la cara, pero es pronto para cantar victoria. Necesito un café y listo. Voy a ir por él y después le entro a mi clase de Periodismo, que es casi lo único que me mantiene viva en estos tiempos.
Enciendo el móvil, que ya está al 100 % de carga, abro el link de Zoom y ahí están todos: los profesores y los alumnos, desde distintos países latinoamericanos; algunos con la cámara encendida; otros, entre los que me incluyo, con una foto. En cualquier momento puedo quedarme dormida y nadie se entera. Uno de los profes, chileno-argentino, dice que echemos a andar a nuestros personajes, que los hagamos caminar, que caminemos con ellos. No sabe que yo estoy, de alguna manera, anclada a la cama.
Entre la pandemia, mi estatus migratorio y mi reincidente vagancia, todo conspira para que la cama sea mi hogar, mi estudio, mi oficina. El profe dice que me centre en la historia actual del personaje; me manda al carajo por esa cantidad de párrafos contando el pasado: “Te gana la narradora”, me dice.
Si yo fumara, ahora mismo encendería el cigarrillo. O un tabaco. Algo que se corresponda con este subidón de adrenalina. Este hombre está claro. Siempre me pasa: empiezo contando una historia, voy por la línea y luego me disperso. Pero, ¿cómo no hacerlo, con lo que me va gustando lo que escucho decir al profe? Este tipo inyecta utopía, aliento para quien ejerce el periodismo. Y ahora me doy cuenta de que, como dice él, “nunca salí de esta esquina”: no logré hallar un plano de la ciudad-territorio-barrio.
No hago caminar a mis personajes porque no me hago caminar a mí misma. Me pega el insomnio porque habito un no-lugar, porque aún no soy un cuerpo habitante de la ciudad.
Y sí, busco trabajo, pero lo hago también desde la translocalidad, desde la trashumancia. El mundo me cabe en el ordenador.
En lo que reflexiono vía Zoom, me llega un correo electrónico “no deseado”. Una empresa ha visto mi aplicación. Y me han respondido.
“Buenas tardes, te escribe Jose Bolívar CEO de la Empresa Travel Advisors, es un placer que dediques tu tiempo en postularte, nos gustaría tener una cita presencial en nuestras oficinas el día miércoles en horario de 10:00 a.m. a 3:00 p.m., 888 Biscayne Blvd, suite 707, Miami 33132, frente al American Airlines Arena, hay valet parking (5$ / 6 horas)”.
Emocionada, me hago caminar, y ya no es una metáfora. Lo importante no es que me den este trabajo, pienso, sino descubrir que aquí hay un camino. Necesito dejar de apoltronarme, de estancarme; el hieratismo, maniqueísmo, ¿para qué sirve? No hay nada que me impida dar unos pasos.
Mi teléfono suena. Casi nunca respondo a números desconocidos, porque las veces que lo he hecho han querido venderme algo o han intentado estafarme. O, simplemente, no he entendido lo que me han dicho. Sin embargo, esta vez deslizo mi índice, o el pulgar, no sé bien, y digo: “Hola”. Me responde una mujer, acento chileno que ya de entrada me resulta familiar:
—Hola, has postulado para una vacante de empacador.
—Sí, sí, gracias por llamar.
La muchacha —a juzgar por su voz, es bastante joven— me pregunta dónde vivo para cerciorarse de que estoy cerca del lugar de “laburo”, y me explica en qué consiste este. Básicamente, se trata de empacar. De lunes a viernes: 7:00 a.m. a 3:00 p.m., o 3:00 p.m. a 11:30 p.m. Por $11 la hora en la zona del Doral.
Los deberes son: trabajar con el empacador de helados con la ayuda de dos máquinas empacadoras, y elaboración de helados en cámara de frío.
—No requiere experiencia previa, solo una demostración de voluntad de trabajar con eficiencia, rapidez y compromiso. En la fábrica encontrará un entorno propicio para desarrollar sus habilidades.
La muchacha me cuenta que ofrecen formación remunerada de todos sus procesos de trabajo, manuales y de mecanizado. Pero insiste en que “se necesitan personas que puedan trabajar en lugar frío”.
—¿Y tú, soportas el frío?
Hasta yo misma me sorprendo de mi respuesta cuando le digo que sí. A estas alturas, siento que corro. La muchacha va un escalón más arriba y me pregunta:
—¿Tienes tu documentación en regla?
En esto no puedo mentirle: no, estoy indocumentada, aún no existo en este país. Estoy congelada.
Dispuesta a una prueba de fuego para derretirme, no insisto en esta oportunidad de trabajo. También paso por alto la cita del empleador para consejería de viajes. Sé que voy a caminar, pero no me desespero. Que sí, que ya entregué mis formularios y estoy esperando las antorchas. Pero mientras tanto, ando. Corro. Me despierto con las pajas humectantes de mi novio. Y aunque soy un cuerpo tropical, soporto el frío de la espera.
El manotazo (poema en un solo acto)
¿Quién ha visto a un Ministro de Cultura dando manotazos a un joven al que se debe? —Nosotros, los cubanos. —¿Cuándo? —El 27 de enero de 2021 —¿Y quién ha visto a ese ministro, después de todo, ser reivindicado por un sistema de prensa estatal que presume de pública? —Nosotros, los cubanos, que nos merecemos un mejor ministro que ese que pega un manotazo y queda impune.