Yesenia Selier: notas sobre el vacío

Ha muerto Yesenia Selier, bailarina, coreógrafa, performer, investigadora, educadora, promotora cultural, activista por la igualdad racial y orgullosa madre soltera de trillizos. La lista de títulos podría ser mucho más extensa, pero dejar de mencionar tan solo uno de los anteriores sería disminuir demasiado a alguien a quien la ahora corta vida que vivió desde siempre le quedó pequeña, estrecha a sus ambiciones múltiples y abrumadoras.

Yesenia, nacida en La Habana, pero con hondas raíces en San Diego de Núñez, Pinar del Río, (la patria chica del novelista Cirilo Villaverde, como no cesaba de recordarme) se graduó de Psicología en la Universidad de la Habana, para luego hacer un máster de Estudios Latinoamericanos en la New York University. La misma institución con la que pensaba graduarse de doctorado, una vez que le pusiera punto final a la tesis sobre danza que pensaba defender el próximo año. Porque todo lo que había hecho hasta ahora —desde promotora de hip hop hasta profesora de danzas afrocubanas, desde realizadora de audiovisuales hasta colaboradora de artistas visuales estrellas musicales y cinematográficas como Wynton Marsalis, Chucho Valdés, Pedrito Martínez, Teresita Fernández, Coco Fusco, April Yvette Thompson o Matt Dillon— no era nada en comparación con lo que planificaba hacer en los próximos días, meses, años. Con todo y su abultado currículum cabía sospechar que lo mejor siempre estaba por venir.

“Pitia”, “maga”, “sacerdotisa” preferiría llamarse antes que cualquier clasificación ortopédica con la que los resumés reducen a quien desborda sus cuadrículas. Yesenia, ser tan actuante como inteligente, era capaz de explicar la naturaleza y el sentido de una danza con la misma precisión con que la ejecutaba. Verla inundar el escenario del Rose Hall con su interpretación de Yemayá, que era a la vez orisha y oleaje marino, suponía un privilegio y a la vez el redescubrimiento que el mundo se nos resiste a ser descuartizado en magia y razón. Maga era también Yesenia, cuando convertía a un puñado de gringos pálidos, tan bienintencionados como cortos de talento rítmico, en solvente conjunto rumbero. 

Cuando dije en su presencia que los cubanos en el exterior solíamos sobreactuar nuestra cubanía, Yesenia se lo tomó como algo personal. La entiendo: lo que en otros sería sobreactuación en ella era naturaleza manifestándose. Nada tenía de complaciente o turístico su interpretación de lo afrocubano. Su performance sobre José Antonio Aponte, pionero de la rebeldía afrocubana fue justo lo contrario al exotismo complaciente. Había que ver las caras de terror mal contenido de los académicos espectadores, cuando Yesenia, ataviada de Yemayá, destrozó una muñeca plástica lanzando griticos agudos, escalofriantes: más que de Aponte, el público parecía sentirse cerca de los hacendados que celebraron su ejecución. Con un gesto similar, Yesenia no acudía a los subterfugios de la meticulosa clasificación racial cubana para identificarse: negra se llamaba a sí misma, para dejar claro que, aunque fuera mulata y bailara rumba, para nada quería congraciarse con el exotismo cómodo de la mulata rumbera.  

No puedo calcular hasta qué punto Yesenia sufrió el racismo o la misoginia en su tierra o en ésta, pero sospecho que, aparte del desprecio grosero y asustado ante el fenómeno que era ella, su fina sensibilidad debió resentir el sofisticado racismo de salón de la academia norteamericana. Me permiten calcularlo los obstáculos que encontró como directora de Religiones Afro-Globales en el Smithsonian National Museum of African Art. O que, en medio de su actuación en el Rose Hall, al explicarle a alguien que además de bailar cursaba un doctorado comentara: “Ah, una mulata intelectual”. Como si ante el tremendo reto mental que representaba Yesenia para mi interlocutor, su cerebro solo pudiera proporcionarle clasificaciones salidas del teatro bufo.

Sin embargo, de los sucesivos avatares de Yesenia creo que ninguno la define mejor que el de amiga. Esa continua exigencia entre iguales que es toda amistad verdadera, Yesenia se la ofrecía y demandaba lo mismo a una estrella de cine que a su familia. Nos conocimos por más de tres lustros, fue maestra de mis hijos de todas las maneras posibles, vivíamos a quinientos metros de distancia, compartimos montones de alegrías y unas cuantas angustias, sus hijos crecieron junto a los míos, pero aun así, nuestra complicidad con el mundo de Yesenia no tenía nada de especial: todos sus amigos, (que constituíamos legiones, porque era imposible sustraerse al encanto de su entrega) éramos especiales. Especiales al punto que, pasadas las presentaciones en la sala de su casa, parecíamos un cónclave de los mayores genios que ha dado la humanidad, inflados por la inagotable generosidad de nuestra anfitriona.

Imposible no llegar a las lágrimas al pensar que esa sonrisa franca de trompeta de carnaval no estará esperándonos tras la puerta de su apartamento oloroso a puerco y pollo al horno. Junto al dominó de su madre y el cariño tímido de sus hijos, ya hombres. Tan imposible como asomarnos al balcón desde donde contemplábamos el majestuoso paisaje de Manhattan, entretenidos en despellejar el universo y no pensar que fue el último sitio que pisó, el último paisaje que retuvo antes de saltar al vacío. Desde donde escapó de sus bien disimuladas angustias quien tanto nos dio, hasta decidir que ya era suficiente.

Empecé escribiendo “ha muerto Yesenia Selier”. “Fallecer” me parece un eufemismo cuando la muerte se te estrella contra la cara con su violencia congénita. En el caso de Yesenia “fallecer” solo tiene sentido si se recuerda su sentido original de “faltar”. Al margen de la imposible digestión de su muerte, lo más definitivo que nos deja Yesenia Selier es el vastísimo vacío que intentamos ir rellenando con el recuerdo de su deslumbrante paso por nuestras vidas, ahora mucho más pobres; con la reunión de su obra ahora dispersa; con la tremenda mentira de que así no se irá del todo, cuando lo único cierto es que, alguna vez, una sola persona (mujer y negra, recalcaría ella) fue capaz de rellenar todo eso. Y no le pareció suficiente.





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