Recrear una infancia. Visualizarme con seis, quizás cinco años.
Domingo, paz matutina, años ochenta. Apartamento de microbrigada nuevo. Luz natural, proyecto de sol.
Ambiente sonoro con fondo fijo de pájaros al que se le adicionan a intervalos irregulares tractores, cascos de caballo o algún que otro camión.
Yo, en la sala. Desgreñada y en blumers, jugando a los cocinaditos.
Todos duermen. Abro una lata de galletas Pinocho. Las galletas amontonadas parecen caritas en espera de ojos, en espera de bocas, en espera de narices y cejas.
Saco unas cuantas y con mucha calma les unto mantequilla. Luego, las emparejo poniendo una encima de la otra.
Me gusta presionarlas suavemente. Crujido de las galletas en primer plano, mientras el relleno se escurre por los costados en cámara lenta.
La mantequilla desobediente. La mantequilla expansiva. A veces, separo las tapas y las uno repitiendo esta acción que me resulta erótica, como casi todo en esta etapa.
Me acerco para examinar las montañitas que surgen cuando la mantequilla se divide y se junta y se divide y contacta con la otra que desde esa galleta la abraza y la abandona.
Picos instantáneos amarillos que poco a poco regresan a su forma llana. Mantequilla nostálgica, mantequilla aprensiva, mantequilla olvidadiza.
Pinocho me observa desde la lata. Me mira fijamente, preguntándose si voy a comerme todo eso. Yo le digo que no, que solo estoy jugando. Quizás otro día practique con el queso crema y, entonces sí, pero hoy es solo juego. En los ochenta, se podía jugar con la comida.
Recuerdo mi felicidad a esa hora. Siempre me gustaron las mañanas. Esa transición de colores la recibo con agradecimiento desde los primeros años.
El amanecer era una victoria arrebatada al miedo de aquella niña que no duerme bien. Esa niña que oye cosas, ve cosas.
La niña no dice que a cada rato uñas invisibles le pinchan la piel de los brazos y la cara, que ha visto seres estrafalarios en el patio de la abuela, en el cuarto, en las calles y sobre todo en ese apartamento de microbrigada recién estrenado.
Había un mundo en la oscuridad que parecía más intenso cuando cerraba los ojos. Por eso prefería recibir el primer canto de los gallos vigilando aquellos puntos donde la sombra era espesa y podía convertirse en siluetas para cobrar cierta vida, cierto movimiento.
Esperar, con los ojos abiertos, escuchando el traqueteo insomne de la vecina en su máquina de coser. Descubrir, imaginar el tamaño, el color, la raza de un perro que ladra a lo lejos y enseguida descubrir, imaginar el tamaño, color y raza de otro que le responde para repetir el ejercicio mental con alguno un poco más allá, al que le responde otro y otro más y todos crean una red de ladridos que se repite cada vez más lejos hasta sobrepasar los límites del pueblo y la mente.
El amanecer es un resultado que no siempre termina presenciándose, un recibimiento a la luz desde el inconsciente que se sabe devuelto al mundo de la risa y los juegos, a los pájaros, gallos, la gente y una vida que acompaña y protege.
Es el amanecer quien presencia el sueño de la niña que orina las sábanas como metáfora, como la postergada evacuación del miedo.
Mi madre despertaba un poco más tarde el fin de semana y preparaba el café con leche, hacía atoles y a veces probaba las galletas Pinocho con mantequilla.
Mi hermano abría el refrigerador y se empinaba de los litros para beber la leche que a mí nunca me gustó demasiado.
Yo comía lento y muy poco. Sólo me gustaban los dulces y la carne. El pescado era pollo acuático. La mayonesa, bayonesa. Y las latas de leche condensada, solo eso: latas de leche condensada amontonadas en los estantes, para que a veces las usen como juguetes junto a aquellas más pequeñas de carne rusa con vaquitas y cerdos pintados.
El lunes era un despertar urgente, una prisa para salir a la calle. La ropa de una niña en los ochenta tenía cierta textura que daba escozor.
Recuerdo las cintas de organza en combinación con la ropa. Una gaveta llena de cintas. Varios tipos de blanco, rojo, azul, verde, naranja y amarillo, que mi madre enlazaba de a dos en cada moño.
Mariposas inmóviles oprimen la cabeza de la niña. Niña que se va con sus mariposas hasta la casa de la abuela o a recitar La bailarina española en las actividades de los domingos.
Un huevo crudo con vino seco todas las mañanas me ofrecía mi abuela. Albúmina en los huesos, albúmina en la sangre para crecer sana.
La abuela en la cocina vierte el agua caliente sobre el puchero de tela y sale un líquido negro. Tres tipos de café en tres pomos de distintos tamaños. Pomo pequeño para la primera colada que tomaban mis tíos. El pote mediano para los otros adultos. Y uno grande, con un café que casi era un refresco tibio con sabor a café, para los niños.
La casa de madera, oscura y fresca con círculos de luz cayendo sobre el piso, conectados al techo de zinc como regalos del cielo. Un techo con tantos agujeros que, por el día, desde adentro era una noche estrellada, y cuando venían los aguaceros no alcanzaban los cubos y las palanganas para evitar los charcos en el piso cuarteado.
Yo jugaba con muñecas que abrían y cerraban sus ojos de cristal. Tomaba café con leche y pan. Compraba dulces en el Copelita con un peso, cincuenta centavos, o quizás cuarenta quilos con el perfil de Camilo Cienfuegos impreso en una monedota, ahora tan perdida como el cuerpo del héroe.
También veía dibujos animados rusos, checos, polacos, alemanes o Toqui, El Viejo Jotavich, El Mago del Cachumbambé y otros programas cubanos con una factura espléndida.
Eran todos tan intensos, melancólicos y raros que siempre transmitían cierta fascinación inquietante. Los muñequitos rusos, sobre todo.
En casa de la abuela vivían mis tías. Me resulta difícil recordarlas sin un palo de trapear, cantando canciones de Maricela mientras baldean. Esas tías jóvenes que peleaban todo el tiempo y defendían la limpieza mandándonos a jugar al patio.
El patio con sus matas de plátano, su árbol de mango y el corral de los puercos que el Tío Pepe criaba. Aquel viejo delgado que se subía a las matas para tumbar cocos, que terminaban derramándose en su jarrito de aluminio, el cual nos brindaba por turnos para derrumbar con esa agua el calor, de un solo trago.
Nos daba un peso para comprar pasteles de hoja y helados. Nos traía cartones con merengue de la dulcería y contaba historias de siete ladrones que murieron fulminados por un rayo o una caída suya desde un avión de la que sobrevivió sin paracaídas, saltando en el aire repetidas veces hasta vencer la gravedad.
El tío Pepe fue el único abuelo que tuve. Los otros, los previstos por la genética, murieron demasiado pronto o abandonaron a mujer e hijos demasiado pronto. Lo recuerdo como una especie de mago amable y fabulador, que tenía un cuartucho al fondo de la casa y en las noches siempre hablaba dormido.
Los fines de semana íbamos al Rancho a comer. El Rancho era el único restaurante del pueblo, o al menos el mejor. Almorzábamos chilindrón, sentados en los taburetes de piel de chivo.
Masticar chilindrón, sentir la carne triturando el sabor algo dulce y picante que se divide en un jugo con ecos de cerveza, tomate, ajos y demás especias, junto a esa fuerza natural emplazada en el cuerpo animal, que se percibe en su justa medida gracias a una discreta maniobra calculada por el cocinero.
Recuerdo los casquitos de guayaba con queso para el postre y el olor de aquel lugar. El olor del Rancho es un olor perdido.
Un calor y unos mosquitos y una decoración donde se adivina una idea desdibujada del buen gusto, como una caricatura grotesca pero eficaz.
En el Rancho había unas lámparas que ya no recuerdo, cocineros y personal de servicio que ya murieron. En el Rancho se tomaba vino, refrescos, jugos y cervezas con etiquetas de empresas desaparecidas.
Un restaurante perdido con vista al mar, donde pasaba una lancha que tampoco existe. Una lancha que nos regalaba viajes matizados por la música de los Van Van o los Pasteles Verdes.
Mi padre, también desvanecido en el presente, abrazando a mi madre joven y hermosa, mientras alza una botella de cerveza Hatuey y yo con cuatro años y una bata roja que casi no me sirve miro la Bahía de Tánamo.
Los fuegos artificiales explotando sobre la Plaza en pleno carnaval. Los muñecones con sus caras expresivas de papel maché se alzan desde los palos, en medio de una conga que peina de arriba a abajo la calle principal del pueblo.
Los catres en las aceras ofreciendo sus tesoros de plástico: hebillas de mariposas, bolitas de colores con su burbuja de aire encapsulada para las coletas, peines, juegos de yaquis, cornetas, silbatos, matracas.
Yo, recibiendo caramelos y tomando malta en unos vasos de cartón encerado, mientras alrededor todo es fiesta y las pipas de cerveza no dan tiempo a que se formen colas.
Pienso que Matojo debe andar de fiesta allá en La Habana. Pienso que todos ahora mismo están de fiesta. Entre ese mundo visual hay otro, donde se mueven los olores y el puerco asado se mezcla con el Moscú Rojo de alguien que pasa, el Gato Negro de mi madre, los desodorantes de tubos, la colonia Bebito que no me abandona, los bocaditos de jamón y queso, o queso crema o membrillo de guayaba con queso, el olor de la cerveza en pergas, el ron en el aliento de mi padre y cuanto amigo nos saluda, junto a los cigarros y tabacos, fluye como una manta invisible por la calle principal que tiene de nombre Libertad.
Despierto otra vez y ya sé que mi madre volverá a lavar mis sábanas.
Me levanto despacio y voy a la cocina. La lata de galletas me espera con su Pinocho sonriente. Hoy probaré con queso crema o leche condensada. No tengo hambre, solo es un juego.
En los ochenta, se podía jugar con la comida.
Azúcar prieta y aceite de coco
En el 93 tenía 11 años. En ese tiempo mi mamá era el sostén de la casa. No le he agradecido lo suficiente a esa mujer divorciada, profesora de matemáticas con un salario de trescientos pesos que fue mi madre en los 90.