El taxista me miró por el espejo retrovisor. Tenía cara de pocos amigos. Tenía cara de haber detectado en el asiento de atrás de su Toyota a un pequeño Donald J. Trump.
Malditos norteamericanos de mierda. Con su mierda de democracia maldita.
Ya me quería ir de los Estados Unidos. Ya quería nunca haber venido a este país. Desde hacía dos o tres años todo me sabía a maldad, a maldición. Pero en los taxis la situación se tornaba intensamente intolerable. Abajo Uber.
—So if you are a Cuban from Miami, you must hate Cubans in Cuba, huh? —dijo el hijo de puta de cuello rosado.
En el retrovisor, sus ojos brillaban demoniacamente rosados también. El muy cabrón era un albino absoluto.
¿Qué decir, cómo responder a un par de preguntas así?
Pensé primero en degollarlo. ¡Zas!
Bien podría utilizar para tales efectos mi carnet de identidad cubano, perfectamente plastificado por un cubano de Cuba. Que la muerte le supiera a gloria. Pensé en escupir en su carro sin que el Uber-albino lo notara. Y pensé en tirarme yo de su taxi, en pleno movimiento por la Interestatal 64, matarme para incriminarlo. Y de paso librarme yo de la maldición transportista norteamericana.
Al final decidí dejarle un recuerdo amable. Darle la razón, en sus funciones de delator a sueldo de Uber para el bien de la humanidad.
—Sure! Cubans from Miami we all hate Cubans in Cuba.
El taxista dejó de mirarme por el espejo retrovisor. Sus ojillos parecieron incluso apagarse, pero ahora lo que resplandecía era su albina cara de satisfacción. El tipo ya contaba con su plusvalía política del día. Había desenmascarado a otro pequeño Donald J. Trump, el muy cabroncito.
Benditos norteamericanos de mierda. Con su bendita mierda de democracia. Viva la Revolución.