Pocas veces uno tiene la suerte de encontrarse en un Uber con una celebridad. Mucho menos, manejando. Pero a mí me pasó. Como me pasan todas las cosas: vivir para contarla.
Fue el año pasado, en el otoño de 2017. Yo estaba durante esa temporada en Nueva York.
La izquierda infantilizada se la pasaba llorando en las calles, como de costumbre. En Union Square, en Washington Square, en todas las plazas y Torres Trump. Para colmo, ahora acusaban al pobre Donald de asesinar bebés en la frontera mexicana. Una idea que, por cierto, me parece literariamente genial: un presidente caníbal chupándose hasta los huesitos en la Casa Blanca.
Era el día 22 (lo recuerdo bien por otros motivos), y yo me topé en Manhattan con una mujer despampanante al timón. Pelo suelto y tetas sin sostén, paradas como Hollywood manda. Era, y Dios me perdone si me equivoco, Scarlett Johansson en persona. Oronda, fresca, sonriente. Una fresa a punto de hacer explosión. Orgullosa de su empleo part-time en Uber y acaso ya lista para el próximo plano de la filmación. Una hembra de película, de películas.
Me le senté al ladito sin hacer demasiado aspaviento. Tranquilo, Landy. No me atreví a preguntarle el nombre de primera y pata. No quería aparentar lo que en realidad soy, un amante amateur. Discretamente busqué en mi aplicación del teléfono, y vi que Uber la identificaba solamente como “Ingrid”. Pero Ingrid es también un nombre sueco, supongo, como su apellido: Scarlett, la hija de Johann. Ah, vikingas viles que jamás debieron de pasar impunes por el Servicio de Ciudadanía e Immigración: a wall against walkirias.
Manejaba, por cierto, un Tesla negro que parecía ser el modelo no de ese año, sino de todos los años que le quedaban a la humanidad. Con o sin cambio climático. Por los Ubers de los Ubers hasta el fin del capitalismo rizomático.
En su pecho exhaustivamente escotado, Ingrid mostraba sin ningún pudor esa caverna tan típica entre las colinas colgantes de Scarlett. Sus dientes eran descomunales, blanquísimos. Como imagino los de la actriz. Y olía a bebida cara, muy cara, cada vez que hacía ese gesto tan suyo de chasquear esos labios reminiscentes de una labiada chasqueante mejor. Honda, húmeda. Oculta, de culto.
Casi me tenía que quedar ya. Era una carrera muy corta. De la West 4 Street hasta no muy lejos de la Penn Station, donde yo tomaría un bus Megabus hacia Filadelfia. Y aún no me decidía a hacer la pregunta tonta:
―Ingrid, por casualidad tú eres Scarlett?
Pero al final fue ella quien me lo aclaró, sin necesidad de yo preguntarle nada.
―I love road trips, I love driving ―me dijo―. I just find beauty in unsual things, like hanging out my head out of the window…
Y, en efecto, así lo hacía ella. El Tesla no tenía puesto el aire acondicionado (tampoco era necesario a finales del dulce noviembre), sino que ella manejaba con medio brazo izquierdo por fuera de la carrocería, y con pelo y medio saliéndosele a borbotones por la ventanilla del Uber eléctrico.
No manejaba muy bien que digamos. En el último semáforo antes de dejarme, Ingrid Scarlett casi se lleva por delante a un flaquito woodyalienígena que se nos cruzó como un etcétera sobre la cebra.