Se llamaba Miranda. O al menos eso decía ella en su perfil en Tinder: “Miranda S. Dzhugashvili”.
Tenía 20 años, según la aplicación, y se había mudado hacía muy poco a Saint Louis, Missouri, desde Atlanta, Georgia, donde a su vez vivía con una famosa familia también de inmigrantes, pero del otro lado del Atlántico. De la otra Georgia, el país perdido entre los Montes Cárpatos o los Apeninos o los Urales o los Cáucasos o los Balcanes o cualquiera de esas sierras maestras más o menos comunistas y menos o más criminales.
En cualquier caso, después de verle su cuerpecito desnudo en el taxi, después de oler la lluvia tibia que se corría desde su entrepierna tatuada, miel de vísceras todavía sin flora ni fauna bacteriana o viral, y después de sentir la silueta ínfima de sus ovarios desde su mismo interior, yo creo que Miranda S. Dzhugashvili o como se llamase mi preciosa princesita georgiana no llegaba ni a los 16 años.
Es decir, en realidad era una menor de edad. Es decir, esta es la historia de una ilegalidad federal, cometida por mí en un taxi Uber en los Estados Unidos de América, en una fecha indeterminada. Un acto punible con silla eléctrica y deportación a Cuba, lo que, a los efectos de nosotros, los desaparecidos cubanos, viene a significar exactamente lo mismo.
Después de chatear un rato en Tinder, me dijo que quería templarme. En inglés. Tecleó la palabra F*%&, sin moralismos ni miedos: FUCK, en mayúsculas totalitarias. Dicho así como así, fuck, sin otra ternura que la fucking belleza de la fucking verdad.
Miranda tenía una amiga que de noche manejaba taxis Uber en la ciudad, me dijo. Y esa amiga, que era bi- o tri- o tetra- o penta- o poli-amorosa, pero siempre con muchachas y con nada más que con muchachas (no la culpo de su fundamentalismo femenino, porque yo también soy así), tenía la fantasía de ver a Miranda poseída por un pene de macho adulto en su propio taxi (hoy por hoy ya no es fácil encontrar machos en USA, y mucho menos encontrar un adulto de una punta a la otra punta de la gran unión americana: para no mencionar que es virtualmente imposible toparse con un adulto que se considere a su vez un macho: así que, dado mis orígenes de pueblo barbárico, yo era un candidato de excepción para ambas).
Acaso su amiga quería asquearse o excitarse en contra de su propia voluntad, que es la misma reacción neuronal. Y acaso quería babearse de rabia al ver a su Miranda venirse aullando como una desquiciada, mientras ella como chofer de Uber seguía pisando el acelerador a tope de velocidad, entre las pistas de carrera de la Inter State 66. O acaso sólo pretendía matarse y matarla y matarnos: un final digno de ser vivido por los tres. De singar como dioses locos en un cohete silente (el carro era un Tesla de último modelo, por cierto) iríamos a caer directico en los titulares de primera plana del periódico Saint Louis Post-Dispatch.
Malditas georgianas maravillosas. Las amo.
Y así mismo lo hicimos, una madrugada fría como carajo. Miranda S. Dzhugashvili con su teticas prepúberes lactando dentro de mi boca, y mi pene lactante clavándola vaginita afeitada arriba hasta su mismísima glotis, gimoteante, goteante. Mientras su anónima amiga nos fisgoneaba con odio y libidia por el espejo retrovisor, donde los objetos parecen estar mucho más cerca de lo que en realidad están. Yo, un fantasma fálico. Yo, una fantasía ajena entre una menor de edad y su chula chofer de Uber, que sería apenas un par de años mayor.
No daré más detalles. Estoy consciente de que todo lo que diga podrá ser usado en mi contra por los jueces antinorteamericanos del movimiento #MeToo, por los sabuesos paralegales de la oficina de Title IX (que debía de llamarse Title MCMLIX), y hasta por abogados pro-inmigración promiscua del 9no Circuito Judicial.
Cuando me dejaron de vuelta en casa, yo estaba flotando. Llevaba tanto tiempo viviendo sin amor en este exilio de mentiritas que, casi sin darme cuenta, de pronto ya me había enamorado.
Eso. Enamorado de la escena vivida. Enamorado de la vida como tal. Enamorado de mí mismo, como siempre ocurre cuando nos enamoramos de verdad.
Y, por supuesto, también enamorado de la tal Miranda S. Dzhugashvili, la niña que me viró las gónadas al revés en un taxi Uber a cien millas por hora, la bebé de bollo tatuado que me cocinó mi cerebrito cadáver de cubano con patria pero sin amor, y la virgen eyaculadora que me despertó mi alma dormida que ahora de nuevo ya no encuentra dónde despertar. Ah, la georgianita a la postre tan estalinista que, cuando fui a buscarla enseguida en mi aplicación de Tinder para decirle al menos “gracias” o “მადლობა” en georgiano original, la menor de edad muy maduramente ya me había borrado o tal vez incluso bloqueado (o, peor, reportado) con un solo teclazo de su teléfono.
De manera que te lo digo ahora en este Día de Acción de Gracias:
―Gracias, georgiana genital y genial.
Adiós, amor de mi desamor.
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