Uber Cuba 0072

· Uber Cuba 0071


Flaca, seria, altísima. Como una germana. Como una vara de tumbar teutones. 

Se montó en mi Uber Pool poco antes de que saliera el sol. Yo y ella y el chofer, nadie más. En ese orden.

Estábamos solos. Estábamos cubanos. Éramos en Berlín. Éramos en una ciudad que en los años ochenta, desde la prehistoria de La Habana, los hijos idiotas del despotismo ideológico caribe considerábamos como el non plus ultra de la modernidad.

Pobre pueblo. Pobres personas. Pobres protagonistas de un paisaje perdido e imperdible.

La pasajera era bella. Es decir, la pasajera todavía era bella. Bellísima. Una bestia investida por dioses poco menos que escandinavos. Y sentada a mi lado, toda espigada ella, en el asiento de atrás del taxi. Las piernas abiertas, como un hombre. Tota a la Toyota.

Mujer calva. Mujer de combates clínicos. Mujer hasta la muerte. 

Tenía un tatuaje de lado a lado de la cabeza. Que acaso había sido antes una cicatriz. Un tajazo antiguo y reciente, como son todas las cicatrices. Sobre todo, si esa cicatriz corre de lado a lado por la cabeza de una mujer. Psicatriz.

Me miró. Me dijo su nombre, sin yo preguntárselo. Y su nombre era Mónika, con k. Dejó de mirarme. Tras un largo giro de cuello y clavícula, siguió atisbando por la ventanilla como si yo no existiera. Con su mirada hembra de amaneceres, extraviada en el corazón sin comunismo de Europa. 

Algo nostálgica. Algo sabia. Algo sabía ella. Después del totalitarismo, la tristeza.

El chofer nos miraba un tin nervioso por el espejo retrovisor. Parecía turko o kurdo o algo así. También con k. Berlín ya no es la ciudad imperial que fue en aquellos tiempos remotos de bunkers con swástikas y sirenas antiaéreas cada media hora. 

Nada es épico en este siglo XXI de fantasía. La derrota del fascismo trajo consecuencias estéticas no calculadas. Todos los soldados se desvanecen en el aire. Ha sido mucho más que una debacle. Las tropas aliadas sumieron a Occidente en esta realismosocialistada que ya no pare más, pero tampoco tiene para cuando acabar. 

Como era de suponer, Mónika se estaba muriendo. No hay literatura que no trate de mujeres muriendo, que no moribundas.

No tuvo que decirme nada para yo adivinarlo. Cáncer, como quien dice “Castro”. Un tumor, como quien dice “tiranía”. Mónika la guerrillera. Mónica, madre. Mónika, mi amor.

Entonces la reconocí. En los tiempos remotos de la Revolución, ella había salido mucho en la pantalla en blanco y negro de mi TV Caribe, ese tubo catódico de títeres y subtitulajes piratas. Cómo no me había dado cuenta desde el inicio. Ella era la sexóloga, la especialista en mostrar en cámara dibujitos de cuerpos encueros. La “reina del condón”, como los cubanos comemierdas, que entonces éramos todos, la llamábamos.

En efecto, alemana de nacimiento. En afectos, cubana de corazón.

Las cosas que tiene la vida. Tal vez con Mónica Krause tuve mi primera erección pre-púber. Escondido de mis padres, bajo las cuatro patas del televisor o debajo de la cama, a donde me refugiaba con sus libros forrados a cal y canto, para que no nos subieran los colores a la cara. Mónika, descarada. Mónika, pedagoga makarenka. Mónika querida, gracias. 

Berlín parecía una ciudad inventada. Ahora pienso que lo más probable es que no fuera Berlín, sino la idea que nos hacíamos de Berlín desde los ostentosos ochenta de La Habana. 

Pobres capitales. Pobres adolescentes urbanos a uno y otro lado del Atlántico soviético. Pobre capitalismo, que iba a llegar tan pronto y sin anunciarse. Como dólar por su casa. Como sin anunciarse desapareció un día el fascismo. Como sin anunciarse desaparecerá otro día Fidel.

Estábamos en la primavera del 2019. Y era obvio que para Mónika y para mí todavía era demasiado temprano para aceptar la pérdida irreparable de la Revolución, así como así. Defenderemos esa memoria al precio que sea necesario. Ambos necesitábamos de un periodo de duelo, de un luto que lustrara los laberintos solitarios de nuestro lenguaje.

Necesité abrazarla, pedirle que no se bajara del Uber Pool donde walkiriamente se bajó. Fabulosa, un tin fáustica. De la mano de Marx y de Mefistófeles. Supe que no la vería más, viva.

Pobre Mónika. Preciosa Mónika.

Todavía estaba oscuro en el mundo occidental. Le dije al chofer del taxi que se pusiera a dar vueltas hasta ver si ese día de entresemanas por fin salía o no salía el sol.

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