Una madrugada, bastante tarde, o acaso ya muy temprano, manejando mi taxi Uber entre Cambridge y Boston, en la república soviética de Massachusetts, se subió al taxi el cardenal católico cubano en persona: Jaime Lucas Ortega y Alamino, arzobispo de la Arquidiócesis de La Habana.
La llamada en el App no venía de su sacrosanto nombre de varón, sino a nombre de un tal Jorge Domínguez, al parecer cubano también. El cardenal, por su parte, no vestía sus hábitos de cardenal, sino una especie de tuxedo púrpura y una pantaloneta lila. Llevaba los ojos (es decir, las ojeras) pintados con una sombrita violentamente violeta.
Lo reconocí al vuelo. Su risa beatífica es inconfundible. A pesar de que el prelado se hacía acompañar de un efebo con ínfulas mitad de reguetonero y mitad de monaguillo. Un norteamericanito rapero, al parecer. Pero igual podría ser europeo. O una mujer. Hoy por hoy los géneros son pura ilusión, como los pronombres personales.
Desde que la pareja se montó en mi carro no paraban de besarse en la boca, como a escondidas del mundo y justo a espaldas de mí. Como si yo no tuviera un espejo retrovisor en mi taxi. Es sabido que objects in the mirror look closer than they appear.
Recordé entonces lo que el cardenal había venido a hacer a los Estados Unidos. Por órdenes de La Habana, un profesor castrista lo había invitado a impartir una conferencia magistral en la Universidad de Harvard. El tema era, por supuesto, “La iglesia y la comunidad: el rol de la iglesia católica en Cuba”. Porque, ¿de qué otra cosa podría hablar un cardenal cubano en una universidad de corte comunistón?
Los dos seguían besándose y besándose a sus anchas, por encima del derecho de los homosexuales cubanos a besarse y besarse a sus anchas en su impropio país. Finalmente los dejé en su destino, un discretico Motel 6 de las afueras, a donde entraron muy modositos y sin tocarse. Como si acabar de tomar sus respectivos votos de castidad.
Recordé que el cardenal cubano en Harvard había dicho que los disidentes cubanos son una partida de delincuentes. Y que la sociedad civil y opositora de la Isla es pagada desde Miami y, para colmo, recibe sus órdenes desde el exilio gracias a su abundancia de teléfonos celulares. Joyitas así. Más sabe el Cardenal por viejo que por Cardenal.
Los miré por última vez. Señor y señorito, de espaldas a la calle. Acaso a la esfera pública como tal. En el lobby. Pagó el purpurado, supongo que con el dinero que recibe la iglesia católica cubana por parte de sus compatriotas sin Cuba. Sentí entonces una suerte de perversa satisfacción. Teníamos lo que teníamos que tener.