Manejaba y tomaba pastillas. Tomaba pastillas y manejaba.
Me dijo que sufría de depresión. Me dijo que padecía del síndrome de falta de atención y del síndrome de obsesión compulsiva. Me dijo que era neurótica. Me dijo que tenía también stress postraumático. Me dijo que era bipolar.
Todo esto en inglés. Una pelirroja. Al volante. En la frontera del deber: es decir, entre los treinta y treinta tantos años. Lindísima. Riquísima. Estaba como un tren. Su locura y su incontinencia verbal sólo conseguían hacerla más sexy, más objeto vaginal no identificable, más anónima y a la mano, más vulnerable.
Me dijo que se llamaba Emmanuelle y que había nacido en 1974. En la aplicación de Uber su nombre aparecía como Crystal Sylvia. En ambos casos, me parecieron seudónimos. Y no parecía tener 45 años, para nada. Por eso mismo su edad era probablemente lo único real en esta historia.
Emmanuelle Crystal Sylvia se asombró de que yo fuera cubano y estuviera deportado en Saint Louis. Pero no me habló bien de la Revolución, por suerte. De hecho, ignoraba que en Cuba hubiera ocurrido una Revolución. Y el nombre de Fidel Castro no le decía nada.
¿No es maravilloso? Para escapar de la locura histórica cubana hay que ser depresiva con falta de atención y exceso de obsesión compulsiva, además de bipolar neurótica postraumática, y encima manejar un Rolls Royce coincidentemente de 1974, con el App de Uber instalado entre Clayton y el Central West End de Saint Louis.
Al dejarme en mi destino, me preguntó si podía acostarse conmigo esa noche. This is America, recordé, como diría el Childish Gambino en una canción criminal. Esto es América y olé. De pinga, queridas amiguitas, mamacitas y hasta abuelitas (que de todas y todos los colores las hay en el Tinder del Señor).
Era tarde como carajo. Las tres o tres y tanto de la madrugada. Yo venía de emborracharme un poquito tras una lectura de poesía en Venice Café, y fornicar a medias a otra norteamericana, no menos clínica que la chofer psico-farmacológica de mi Uber. A esa hora, hacía un frío de tres pares de cojones en todo Missouri y en los estados aledaños de la gran unión americana. La sensación térmica era de -15 grados Celsius a esa hora, según Google. Le dije que sí.
―Sube.
No sería la primera vez que me acostara con dos mujeres en el mismo día. En este caso, en la misma noche. A veces, en la misma hora. En la misma cama, con suerte, en ocasiones de las que no viene al caso ahora alardear (una vez en Cuba, otra vez en el exilio).
Y subimos.
Vivo en un tercer piso. Tan pronto como abrí la puerta de mi estudio alquilado a The Byron Company, Emmanuelle Crystal Sylvia corrió hasta la cama y se metió bajo mis colchas (una de ellas, eléctrica: de las baraticas, comprada en Walmart).
Me dijo, en francés:
―Merci.
Y yo fui hasta el baño a enjuagarme con agua fría la pinga. Eso me la pone aún más dura y bien refractaria a eyacular hasta la escena final, anticlimática casi, cuando ya ellas están a punto de aburrirse de tanto venirse y venirse solas. They come alone, para parodiar aquel temita ochentoso de Sting.
Cerré la pila del lavamanos. Me miré en el espejo del botiquín, esa palabra inexistente en América. Ah, las boticas y los botiquines cubanos: pura herencia hispana de nuestra Cuba desaparecida por un acto de magia marxista, más mucha mala propaganda primermundista.
Me vi. Era yo. Orlando Luis Pardo Lazo, el último de los grandes escritores cubanos. A estas alturas de la historia, todavía sin una gran obra de la cual alardear. Me dije:
―A singar. Si no puedes escribir ni una sola palabra, por lo menos puedes singar mejor que los Pedro Juan Gutiérrez y los Leonardo Padura. Acaso ese sea tu destino literario terrenal. Devenir una Wendy Guerra, una Ena Lucía Portela, una Zoé Valdés (sólo las mujeres escritoras cubanas saben singar, los hombres son una debacle en la cama: incluso Carlos Manuel Álvarez).
Apagué la luz y salí del baño. Se hizo de noche otra vez, dentro de la noche incivil de los cubanos con patria, pero sin amor. Como tú y como yo. Al parecer, ella había apagado la luz mientras me esperaba. Al parecer, yo me había demorado más de la cuenta momificando mi cimitarra fálica en el baño (curvatura a la izquierda, ángulo agudo de menos quince grados).
Sin necesidad de dar ni tres tristes trancos, estuve enseguida junto a la cama. Mi estudio es chirriquitico. La iluminaba de espalda el neón parpadeante de los negros del edificio de al lado. Pelo rojo a contraluz. De noche todas las pelirrojas son grises. Tuve ganas de echársela ahí mismo en plena cara. De embadurnarle los ojos de porno-pastillera al volante por la Interstate 64.
Entonces algo me llamó la atención. Su inmovilidad, no sé. Su respiración honda, agónica, como de cadáver antes del alba. Entonces me arrodillé a su lado. Sin hacer ruido, como cuidándola de no sé qué.
Emmanuelle Crystal Sylvia tenía los ojos cerrados. En otro mundo, en otro país, en otro estudio cualquiera de alquiler. Dormía. Soñaba tal vez con una realidad irreal donde, de la aplicación de Uber, por ejemplo, Emmanuelle o Crystal Sylvia o ambas o ninguna pudieran de una vez, todas juntas o una por una, despertar.
Nunca he amado tanto a una mujer. Nunca he amado tanto a otro ser humano.
Le dije, en silencio:
―De rien.