El pasado miércoles 6 de enero fue un día muerto en Washington, D.C., la capital del antiguo imperio norteamericano, devenido hoy la Latinoamérica del Norte y la cuna de la justicia global. Porque ya los Estados Unidos no le tiran una escupida a nadie. Habría que repartir el Premio Nobel de la Paz de Barack Obama entre, digamos, unos ochenta millones de votantes virtuales.. El Correo, y no el Pentágono, es el nuevo garante de los demócratas y la democracia.
Estuve desde muy temprano con el App de Uber prendido en mi carro, pero no caía ninguna carrera. Ni en Maryland, ni en Virginia, ni en el Distrito de Columbia. Un aburrimiento total. Tedio terminal.
Casi a la altura del mediodía, bajé hasta la Casa Blanca y fue mucho peor. Vacía, por dentro y por fuera. Blanco sobre blanco sobre blanco. Un Kandinsky encandilante.
A media tarde, entonces, bajé hasta el Capitolio. Y bien que hubiera podido meter mi carro escaleras arriba, hasta el salón principal donde está la luz que mueve el motor de un materialismo ya sin mercados, porque no había nadie por los alrededores. Ni un CIA ni una CVP. No se sentía ni un alma en la magna casa. Rodeándola, no vi policías ni pordioseros. Que son la fauna que normalmente habita en este nicho washingtoniano.
Al anochecer, decidí regresar al apartamento que una ONG con fines de lucro me alquila en la capital, cada vez que recalo por allí en alguna de mis misiones secretas en contra de mi propio país. Desestabilizar es un placer. Una vez mercenario, siempre mercenario. Además de, por supuesto, esta tareíta infaltable e infatigable de ganarme algunos dólares de dios manejando mi taxi Uber por ahí.
Comí someramente con Uber Eats. Pedí comida china, del recién inaugurado Wuhanshington Fast Food. Y me asomé a mirar la gran ciudad que yo tanto ignoraba en Cuba, pues no tenía idea de cómo lucía. Desde 2013, es la única ciudad que he amado, en la que he amado. Mucho más que New York, que ya no es ni norteamericana.
Ah, inconcebible Washington D.C., donde mi corazón resucitó al tercer año sin Cuba. Por cierto, toda el área de gobierno es igualita a la zona de edificios de los años cincuenta que escoltan la Plaza de la Revolución. Mármol y transparencia. Leyes y piedras. Batistato del siglo XXI.
Dejé abierto el balcón de mi apartamento en el famoso edificio Prospect House, donde el superpresentador de TV Larry King, ya viejísimo, una vez trató de besarme. En su defensa, debo decir que yo lo provoqué sin querer con algo que le dije, sin siquiera conocer quién era.
Entraban sus buenos ceros grados centígrados, desde la noche septentrional de un país a punto de desaparición. Así como a los nativo-americanos ahora se les llama First Nation, así habrá que llamar pronto al resto: Last Nation.
―Ojalá se me enfriara de una vez esta biografía sin vida ―pensé.
Puse el televisor para quedarme dormido. En la esquina castrista, Miss CNN. En la esquina conspiranoica, Mr Fox. Nada nuevo, nada del otro mundo. Paz y amor. Sin noticias de impacto. Lo dicho desde el inicio: el pasado miércoles 6 de enero fue un día muerto. Y enterrado.
Uber Cuba 0127
“Beth Harmon”. Cuando vi su nombre en la Uber App de mi móvil, el corazón se me fue a salir por la boca. Tragar en seco o, mejor, en mojado. Eso es lo de menos. Lo de más eran sus labios tintos en rojo revolución en la miniserie de Netflix de la que todo el mundo me hablaba en el taxi: The Queen’s Gambit.