Patrick Oppmann: “A bordo del buque de guerra ruso que visita Cuba”

En doce años de vivir en Cuba, he esperado en todo tipo de colas. Colas para comprar comida, colas para pagar facturas, colas simplemente porque la gente hacía cola para algo por lo que quizás valía la pena hacer cola.

Pero ahora estaba en una cola para algo inesperado: embarcar en un buque de guerra ruso atracado en el puerto de La Habana.

Cuando un diplomático ruso me dijo que a partir del jueves la fragata Almirante Gorshkov ofrecería visitas guiadas al público durante tres días, me mostré algo escéptico.

La Gorshkov es uno de los buques más modernos de la flota rusa, capaz de disparar misiles hipersónicos que viajan a más de 6000 millas por hora. Me costaba imaginar que el preciado barco del presidente Vladimir Putin se abriría para que cualquiera pudiera verlo.

Cuando el Gorshkov llegó a Cuba el miércoles, lanzó una ensordecedora salva de 21 disparos. Los cubanos respondieron con cañonazos desde una fortaleza del siglo XVIII que domina el puerto y que los españoles habían construido para proteger la ciudad de los piratas. Con la fragata llegaron un remolcador de rescate, un buque de combustible y el Kazán, un imponente submarino de propulsión nuclear.

El Ministerio de Defensa cubano declaró que ninguno de los buques portaba armas nucleares y que no representaban “una amenaza para la región”, refiriéndose claramente a Estados Unidos, vecino de Cuba a 90 millas al norte.

Pero para muchos cubanos, la visita del mayor convoy de buques en años procedente de su viejo aliado de la Guerra Fría parecía un regreso al pasado, sobre todo ahora que Moscú y Washington se enfrentan cada vez más por la guerra en Ucrania.

“Nunca pensé que vería un submarino ruso tan de cerca”, dijo un cubano a mi lado mientras esperábamos en fila a la vista de los cuatro buques. Estábamos frente a la terminal portuaria de La Habana que, solo unos años antes, se había llenado de cruceros de Estados Unidos, hasta que el entonces presidente Donald Trump prohibió sus visitas a la isla en 2019.

Aunque se había formado una cola, no estaba claro si alguno de los que esperábamos allí iba a subir a bordo. Pasó una hora bajo el abrasador sol cubano.

“Nos estamos asando aquí fuera”, me dijo una mujer que llevaba un bebé pequeño a mi lado. Los cubanos son campeones en hacer cola y me preocupaba no tener nada que mostrar por mi interludio fuera del puerto, aparte de una quemadura de sol cada vez mayor.

Finalmente, un oficial de la Marina cubana vestido con un reluciente uniforme blanco salió a hablar con nosotros y me puso la mano en el hombro.

“Pueden subir a bordo, pero deben dejar atrás cualquier objeto punzante, como cuchillos, tijeras o cortapelos”, dijo.

Dos agentes de seguridad del Estado vestidos de paisano empezaron a introducir los números de los carnés de identidad de todos en una base de datos de sus teléfonos.

Entregué mi carné, en el que figuraba mi lugar de nacimiento en Estados Unidos, a uno de los agentes, que parecía demasiado joven para afeitarse. Miró mi carné y se dirigió a su colega mayor para pedirle consejo.

“¿Dejamos subir a bordo a residentes extranjeros?”, preguntó.

El oficial de más edad, que llevaba una gorra de béisbol de los New York Yankees, asintió y luego pasó los datos de mi carné por la base de datos.

“Puede pasar”, dijo.

En el interior del puerto, junto al detector de metales, unos marineros rusos vestidos con uniformes azul oscuro esperaban para llevarnos a bordo del Gorshkov a un grupo de unas 20 personas.

Delante del buque, los marineros habían colocado un cartel en inglés que declaraba que el “objetivo principal” del Gorshkov eran las “operaciones de combate contra buques de superficie y submarinos enemigos”.

Los marineros rusos hablaban más inglés que español y yo traducía de vez en cuando para ayudar a los demás miembros de nuestro grupo, que eran todos cubanos. Nos dijeron que podíamos filmar y todo el mundo sacó inmediatamente sus smartphones para sacar vídeos y selfies.

Empezamos en el enorme helipuerto del barco y luego caminamos por la nave hasta la proa. Cada pocos metros había un marinero ruso vigilando.

En la parte delantera del buque, uno de los marineros me mostró un sistema antimisiles que se utilizaría en el improbable caso de que nos atacaran. Pregunté por el enorme cañón y el marinero me respondió que podía disparar proyectiles a una distancia de 23 kilómetros, o unas 15 millas.

Un nivel más arriba, donde parecía haber equipos de comunicaciones sensibles, nos miraba un soldado ruso con equipo táctico y un fusil de asalto a su lado.

Justo al lado de la proa podíamos ver sin obstáculos el Kazán, el submarino de 430 pies de eslora que se adentraba en el puerto.

Me fijé en uno de los marineros rusos que observaba el cielo azul y las tranquilas aguas que nos rodeaban.

“¿Está bien Cuba?” le pregunto.

“Cuba bien”, responde riendo y me hace un gesto con el pulgar hacia arriba.

La guerra de Ucrania ha degradado gravemente la flota rusa y ha vuelto a enfrentar a Estados Unidos y Rusia en bandos opuestos de un sangriento conflicto. Para un marino ruso, Cuba podría ser lo mejor que hay en estos días.

Desembarqué del buque de guerra ruso en La Habana con la sensación de que la Guerra Fría no parecía un recuerdo tan lejano, cuando vi una alerta parpadear en mi teléfono.

Era un anuncio de que el Pentágono acababa de enviar su propio submarino nuclear de ataque al otro lado de la isla: la base naval de Estados Unidos en la bahía de Guantánamo (Cuba), a poco más de 800 kilómetros de donde están atracados los barcos rusos.



* Artículo original: “On board the Russian warship visiting Cuba“. Traducción: ‘Hypermedia Magazine’.





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