Eslabones perdidos

Somos una escalera vieja y coja, tú y yo parte de los peldaños huecos, esos eslabones perdidos a la putridez del abandono.

Lo dije mirándola y pensando en la interminable escalera que me llevó al mirador de la antorcha de la Estatua de la Libertad, en Nueva York en el verano de 1977. Peldaños y eslabones perdidos, lo repetí sin ira mirando a la chica, anestesiada como estoy por la costumbre de saber esa escalera metáfora de mi “liverdad”, a medias. Sin duda mala idea fue aquélla de subir la simbólica y estrecha espiral en medio del gentío y el calor, recordé al ver a la muchacha sudar gotitas indiscretas, porque al llegar a la cima el vértigo me venció y la bahía de la gran ciudad se meció bajo mis pies como el malestar que empezaba ahora a cosquillearme el estómago mientras escuchaba hablar a la joven.

La muchacha, cubana, me hablaba de su experiencia. Nada que ver con la mía, he ahí la llaga y la náusea. Llegada a la ciudad-estado a mediados de la década de 1990, se considera identificada con la vida miamense. Y la ISLA y su libertad. O la lucha por…. Saboreo la palabrilla de vocales escoltadas por consonantes que tanta tentación me provocan y luego las escupo, para que no ocupen espacio en mi boca abultada de a-de-enes ajenos. Ya, digo, en eso estamos todos —y nos miro— los presentes. Y creo que yo también sudo. Cuando me pregunta a mí cuándo, cómo y por qué, me le quedo mirando.

Me vuelvo a ver adolescente subiendo los 160 peldaños de metal de la antorcha, asomándome luego a unas ventanillas sucias por las que se veía una Nueva York “super cool” y hedionda, saltando en sus calles la basura al ritmo de Stayin’ Alive y Saturday Night Fever, mientras que por otro lado repiqueteaba la Charanga 76 y la Fania, sacudiendo los altoparlantes de los restaurantes chinocubanos del espanichjárlen, frecuentados por bróders y socios venidos de Jobóken con manillas y cadenas casi sogas y mulatos caribeños de afroxgerados pelos meciéndose al ritmo musical. Allí estaba mi libertad, en esa ciudad glotona que el verano anterior había celebrado el bicentenario del país con petardos y velas en su bahía saturada de naufragios, lujuria y cadáveres. Y la hedionda pecadora, pero libre, se lució sin importarle que el mundo entero la envidiara, ella al fin y al cabo la imperiosa capital del mundo. Yo entonces la admividié, y ya por fin allí, aspirándola encerrada entre mis peldaños sueltos y sus eslabones resbalosos, me sentí voyeur falso de débiles libertades.



La joven me miraba con una ceja arqueada, esperando mi respuesta. Explicarle que llevo más tiempo fuera que dentro de la isla maldita, mientras pienso en la isla inaudita, me cansaría. Decirle que mis raíces cubensis están casi extintas mientras que las de ella aún palpitan nutrientes combatientes que fabrican clorofila verde olivo sería hablar “nuestra” verdad, a medias e incompleta, pero además… la aburriría. Inventar un cuento animado, otro nombre, una biografía breve y sin escalas sería lo más inteligente. Sin embargo, no lo hago. Le digo lo que se puede comprobar, a medias.

Su mirada es ausente aunque curiosa por unos instantes. Entonces, porque el vértigo me debilita, le confieso que yo los admividio. Sí, a ella y a los demás presentes —los seminuevos, los últimos— con sus recuerdos recientes y hasta su poca memoria. Arruga la frente y me dice que eso es una paradoja. Me río. Claro, la paradoja. Sigo risueña y le digo que a veces, sólo a veces, quiero ser ellos —con su jergasere, su musitracatón, su aroma revosubtropical, su certitud de que algún día verán el “cambio”. Ahora me mira recelosa. Cuando menciono el comején subjetivo de las decocapas (los 60, los 70, los 80, los 90, lo que ya va del nuevo siglo) y las multirrealidades superpuestas de ambos lados del charquito de agua sucia, la muchacha menea la cabeza impaciente. Mira, mi cubivida se va a acabar sin bautismo ni extremaunción, y lo peor, sin “liverdad” en medio de la descomposición de los subsuelos varios que componen nuestro platanal cementerio en pleno siglo 21, digo entre carcajadas por el toque religioso que tomé. La muchacha mira a su alrededor en busca del escape. A mí tampoco me bautizaron, eso es normal “allá”, dice sin interés. Trato de explicar la metáfora, a medias, pero ella ya se aleja recelosa. Tú y yo limbos, las dos orillas, a medias, le digo como despedida.

Salgo al jardín con el vértigo aún asustándome el estómago. Mientras la noche me da vueltas y ellos bailan y yo pienso en Nueva York, en las libertades simbólicas, la luna llena se me vierte encima. Por el ventanal los contemplo en un delicioso coito visual porque son bellos, eso sí. Ligeramente soleados, efímeramente jóvenes, perennes mortales, aunque ni se lo imaginan. Se ríen, fuman, beben y sobre todo, hablan y se entienden. Se reconocen en su acento, en sus gustos, en sus vivencias mutuas. Son ellos y yo no quepo en su estrecho “nosotros”. Me los imagino en La Habana, haciendo esto mismo. El traslado no sería un esfuerzo para ellos como se me dificultaría a mí ahuecarme el escaño que me corresponde, sentarme en mi cojín, echar un pie en mi losita, gozar la húmeda noche maleconera que me hubo de pertenecer y nunca lo fue.



Y aunque lo intentáramos, ni la muchacha ni yo comprenderíamos del todo el otro lado. Ambas ignoraríamos el peso que condujo a los pasos en falso de cada decocapa por no ser nuestros pies los que tanto las trastabillaron en el pantano opuesto. Al pisar cada peldaño —perdido a la putridez del abandono causada por el comején subjetivo— de esa escalera vieja que heredamos y somos ambas, sólo notaríamos el temblor de la otra pata coja en el mutuo desnivel. Las dos sabemos que la escalera nunca llegará a ningún paraíso y que el puente que cuelga entre las dos orillas no es de dos vías. Sin embargo, ella negaría que su lado más transitado cruje bajo el peso de los últimos que lo invaden con su interpretación de la peligrosa travesía. 

Y aunque la historia nos absorberá a todos, es cierto, yo no acepto que los primeros cruzapuentes seremos diminutos numeritos al pie de la página succionadora entre fechas revueltas en libracos de páginas amarillentas. Y ellos —los últimos— serán apuntes y enlaces de internet. Resaltados en colores aparecerán sus diatribas de tribu nómada en el ciberespacio que nadie sabe ubicar en las cartografías de los nuevos mundos donde no existen ni brújulas ni fronteras. Ellos la voz, música y arte de la diáspora de los que no resistieron el período especial, minuciosamente etiquetado, grabado, salvado, archivado en novísimas tecnologías. Como si no hubiera sido especial desde siempre, este “nuestro” período clave e interminable, tan particular y obsoleto desde su fatídico engendro, pienso y mastico el hielito que me anestesia la lengua que se enreda en una hoja de albahaca. Ellos o nosotros, a medias siempre, cada lado recordando el “cómo fue” a su manera, a su conveniencia. Aun peor, deformándolo y ajustándolo para que no nos decepcione tanto el “error común”, dicen unos; el delirio de las “ilusiones” —cualquiera de las dos— y quién se las creyó y quién no, dicen otros.

A través del cristal veo a la muchacha apoyar la cabeza en el hombro de su novio, poeta-músico-artista-pensador. Sonrío y bebo del mojito perfectamente mentolado que entre todos ellos han preparado, buenos alumnos de la nostalgia, auténtica a medias. Y sé que muchos de los que están allí no conocen a tantos otros, ecos de nuestras tinieblas, esos otros muertos que se quedaron a medias en su travesía en el puente y a veces habitan mi memoria, como ahora que me piden que me siente y descanse. Y respire profundamente. Porque tanto caminar en el limbo cansa. Y escalar arquitectónicas propuestas de libertad agota, más aún cuando se hace a medias y siempre entre las inalcanzables orillas del mismo puente.



Y me siento —en una desubicada butaca Adirondack en un patio miamense— y miro la penúltima luna llena del verano del 2010, pero sé que sigo atrapada en la escalinata hacia la antorcha. Como si aún fuera 1977, por primera vez yo en la capital del mundo, libre, sin escolta. Subo los peldaños agarrada a una voz que me miente con la facilidad de una brisa ligera —que no me voy a marear, que la vista es deslumbrante, que nos querremos siempre. Cuando el mareo me vence lo último que veo son las torres gemelas, que confieso nunca me deslumbraron hasta septiembre del 2001. Y la voz y yo nunca nos quisimos tanto como ese día. El desmayo que sigue es apenas un parpadeo, como la elusiva idea de la libertad, vocanebuloso y mentiroso. Mientras desciendo escupo uno a uno los incómodos suspiros, en cada escaño dejando el recordatorio de lo que me costó subir para bajar y tocar el suelo, y de verdad aunque a medias sentirme libre… del vértigo.

Y en La Habana estoy segura de que ellos, los que allá dentro bailan y se ríen, también gozaban su infancia pioneril de 1977 y se sentían libres, protegidos bajo la ignorancia de vivir bajo un destino privilegiado y sunny, ese que ya se les empezaría a nublar por las borrascas que se aproximaban. Esa correspondencia sería lo más cercano a un punto común —me digo buscando otra vez el optimismo— entre ellos y yo. Tal vez, pienso, si admitiéramos —todos, en ambas orillas— que hemos vivido siempre a base de la mentira de la “liverdad”, ¿nos pondríamos por fin de acuerdo para acelerar el elusivo futuro en común que obligatoriamente ha de suceder algún día, en las dos capitales-estados y a ambos lados del puente que nunca va a desaparecer?

Chicago, 2/9/2010.





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La mujer de Salman Rushdie también está condenada a muerte

Por Jorge Enrique Lage

Uno de los títulos de este año es sin duda ‘Cuchillo. Meditaciones tras un intento de asesinato’ (Random House, 2024), de Salman Rushdie