Algo que odias

—Did the Russians send you?

Lo veía a medias a través de los mechones de pelo que el viento me echaba en la cara, y no se me ocurría una sola respuesta, paralizada por el presentimiento de que de un momento a otro, bufando de coraje, me agarraría del brazo y me arrastraría al pasillo, donde el gigante que hacía guardia cerca de su habitación continuaría impasible, anotando en su cabeza todo lo que veía, o lo que sospechaba.

—Do you understand what I’m asking?

Claro que lo entendía, estaba a punto de decírselo cuando me lo repitió en español, de corrido y ahuecando la voz, como un villano de cine.

—Creo que no entiendes inglés. ¿Te mandaron los rusos?

Yo no negaba ni asentía, ni me atrevía a moverme, no solo por miedo a que me echara, sino por el efecto que me había causado aquella aparición suya, medio desnudo, las tetillas y el ombligo al aire, presintiendo que algo más iba a quedar expuesto si el pantalón del pijama se le seguía escurriendo. Dio unos pasos en mi dirección, los suficientes para que la luz de la ventana le diera de lleno y me permitiera ver cuán peculiar era su rostro, un contorno alargado, que de no haber sido por esa nariz, larguísima también, y el mentón pronunciado, no habría tenido sentido, ni más encanto que el de una rápida caricatura. Desde las cuencas de los ojos, un tanto hundidas, lanzaba una mirada de águila, hipnótica, amenazante.

La brisa que minutos antes me hinchaba los pulmones, parecía haberse atascado en ellos, incapaz de encontrar el camino a la boca, a la garganta que se me cerraba. En ese instante, el tablero se me cayó al suelo y él reaccionó como si hubiese caído una granada. Dio un paso atrás, le tomó unos segundos asimilar que estaba viendo algo que le tenía que ser muy familiar, pero ni siquiera eso lo tranquilizó. Mientras más tiempo pasaba, más difícil se me hacía recuperar una de aquellas frases que había practicado día y noche, y que sabía pronunciar con fluidez. Mi cerebro no generaba sino una niebla en la que buscaba a tientas las palabras.

Whatever. —Bostezó dirigiéndose a la mesita donde aún chirriaba la rasuradora.

La desconectó de un tirón y no se dio vuelta, no se movió, no dio ninguna pista de lo próximo que haría. Dirigí mi mirada al tablero, que pedía a gritos que lo recogieran del suelo, y pensé en lo que iba a sufrir el pobre Mario si a Fischer se le ocurría pisotearlo.

—¿Cómo te llamas? —preguntó sin darse vuelta, y yo sentí que era más fácil contestarle si no tenía que verlo frente a frente—. You have a name, haven’t you?

Lo tenía. No digo yo si lo tenía, y lo había detestado toda la vida. Mi madre se había negado a bautizarme con el nombre de una de mis abuelas, bien fuera el de la canaria Francisca o el de la gallega Amalia, algo que las hubiera ilusionado, aunque ninguna de las dos era de ilusionarse mucho, la una por triste y la otra por seca. Tampoco cedió al deseo de mi padre de ponerme Eloísa. Cuando tuve edad para preguntarle por qué no me había puesto ese nombre, alegó que así se llamaba una de sus guaricandillas, y que ni muerta lo hubiera complacido. Por una vez, frente a ese ajedrecista, tenía la oportunidad de llamarme como yo quisiera. Pensé en las Oritías: el de Práxedes quedaba descartado porque no podía ser más espantoso; Laidi porque era Adelaida, una palabra acuática, gelatinosa; Tania era muy llano. Pero… ¡cuánto me hubiera gustado llamarme Regina!

—Regina —solté, contenta de haber dado en el clavo, y a continuación lo repetí de modo que él pudiera oírlo—: My name is Regina.

Se dio vuelta y me miró triunfante.

Regina, right? Tell me no more…, it was the Russians.

De momento me desentumecí, volví a la vida, el nombre falso me había dado fuerzas. Abrí el bolso y busqué el lápiz de carpintero, lo agité en la mano, un gesto que tuvo que haberle parecido patético, tan ridículo que probablemente lo ablandó. A continuación recogí el tablero del suelo.

I don’t know any Russian. No Russian sent me… It was Mario, the watchmaker. He wants to have your autograph in this chessboard.

No eran exactamente las palabras que había ensayado, solo una retahíla que empezaba a fluir con dificultad, pero que al fin fluía.

So, Regina —dijo cruzándose de brazos—. How convenient!

The watchmaker, he was, I swear.

Traté de explicarle, en una mezcla de inglés y español, que mis amigas me habían escogido para pedirle que firmara el tablero, y que por esa firma nos darían a cambio un disco de los Beatles, el Rubber Soul, que nadie tenía en Cuba. Me dio la impresión de que no me escuchaba, es más, estaba segura de que le importaban poco mis razones, absorto en cualquier otro pensamiento.

—Ok, dime tu verdadero nombre.

Me pregunté cómo podía saber que le había mentido. ¿Acaso era tan increíble que me llamara igual que una muchacha de mi edad, que estudiaba en la misma secundaria básica, oía Nocturno todas las noches, y se aprendía las mismas canciones que cantábamos en nuestros paseos por el Malecón? Lo único diferente era que ella tenía una madre cuerda que la besaba al despedirla por las “por las mañanas, preparaba meriendas para sus amigas, y nunca le exigía que no le hablara a su padre.

—Me llamo Regina —reafirmé dolida—. Somos cinco. Las otras son Laidi, Práxedes, Tania… y Miriam.

Decir mi nombre como si fuera el de otra, y soltarle el peso de mi vida a Regina, me hizo sentir más segura, con cierto control sobre las Oritías, liberada totalmente de ellas. Que no estuvieran allí para verlo era un inconveniente menor, lo adivinarían cuando volviéramos a encontrarnos.

—Aquí hace frío —se quejó Fischer, frotándose los brazos—. Let’s go inside.

No era exactamente frío, era el ímpetu del viento que ululaba y lo humedecía todo, hasta la tela de mi mejor vestido, que ya no se sentía igual al tacto, ajada como si tuviera siglos, un desastre por el que tarde o temprano tendría que responder.”

A Fischer, medio desnudo como estaba, los ventarrones tenían que estar calándole los huesos.

Lo seguí a la habitación contigua, que era un caos, fiel reproducción del llamado cuarto-hecatombe, que era como la mamá de Laidi había bautizado el dormitorio de su hija. El suelo estaba alfombrado de una mezcla de revistas, recortes de periódicos y fotografías. Por doquier había corbatas, calcetines vueltos al revés, y hasta lo que me pareció el gurruño de un calzoncillo blanco. Era imposible dar un paso sin llevarse algo enredado.

—¿Qué tan bien juegas?

De momento no entendí la pregunta, ni siquiera recuerdo si la hizo en inglés o en español. En mi cabeza, que no acababa de asimilar el panorama, empezó a cuajar una especie de presagio, una de esas verdades que luchan por salir a flote, pero por más que griten les cerramos el paso.

—Puedes sentarte —lo oí decir—. Te pregunté qué tan bien juegas.

—No tanto —reaccioné por fin—. Mi amiga Miriam juega mejor que yo.

—Y entonces, ¿por qué no vino ella?

Me encogí de hombros.

—Será porque no sabe inglés. Ni una palabra.

—Ya ves que hablo español —presumió—, y ruso. Tú hablarás ruso, ¿no? Vives rodeada de ellos.

Negué con la cabeza.

—Casi nada. Nos dan clases en la secundaria, sí… Algo entiendo, no mucho.

Se dejó caer en la cama, que tenía una mitad revuelta y la otra en orden. Cayó sentado en la mitad que estaba en orden, subió las piernas y se abrazó a ellas, acercando el mentón a las rodillas, a la manera en que lo hace un chiquillo enfurruñado. En realidad se preparaba para darme un ultimátum.

—Si no vienes a jugar, no me dices quién te mandó, y ni siquiera me das tu verdadero nombre, mejor te vas.

Me debatí entre la idea de tomarle la palabra y salir, o intentar convencerlo de que la historia del relojero era cierta y no nos entregaría el Rubber Soul a menos que él firmara el tablero. En ese breve lapso en que sabía que esperaba una respuesta mía, quiso el azar que me fijara en sus pies, enormes y aun así delicados, en cierta forma infantiles. No podía creer que me hubieran entrado ganas de tocarlos, comprobar si eran tan suaves como parecían, jugar con la pelusilla rubia que tenía en los dedos… Espanté aquel pensamiento lo más rápido que pude y fue peor, porque entonces lo miré a los ojos. Haciendo un esfuerzo sobrehumano le extendí el tablero.

For Mario —dictó mi cerebro y desembuchó mi boca—, great chess player, de su amigo Bobby Fischer.

Por primera vez soltó esa brusca risita que luego escucharía varias veces.

I’m not going to write that, ¿qué clase de broma es esta?

Alzó el brazo y señaló la puerta.

—Por favor —supliqué—, aunque solo sea la firma, te lo pido por favor, por favor, pozhaluysta

Lo vi sonreír, algo más relajado, entonces repitió aquella palabra rusa, pronunciándola despacio para que yo aprendiera. Me esforcé en repetirla lo mejor que pude. Ambos la dijimos al unísono

—¿Qué edad tienes tú? —se interesó de pronto.

—Dieciséis. Los cumplí el mes pasado.

Esperé en ascuas que lo cuestionara. Si había sido capaz de sospechar que no me llamaba Regina, muy probablemente adivinaría que me estaba echando un par de años encima. El único punto a mi favor eran mis piernas largas, tenía la suerte de ser bastante alta para mi edad.

—Siéntate —me dijo, dando unas palmaditas en la cama—, ¿no tienes hambre?

Lo obedecí y me senté en la orilla opuesta, tiesa como un palo, asegurándole que comería más tarde en mi casa. Pero eso no contestaba su pregunta.

—¿Pedimos sándwiches de jamón y queso y unas Coca-Colas?

Era tentador. ¿Desde cuándo no veía un sándwich de jamón y queso, y menos que menos una Coca-Cola?

—Aquí deben tener helados de Coppelia. —Se me prendió la bombilla, temeraria, pues no podía saber lo que tenían o dejaban de tener en ese hotel.

So, we’ll order ice cream.

Acercó la mano a mi rostro y con el dedo índice me limpió una manchita imaginaria en la comisura. Digo imaginaria porque estoy segura de que no había mancha alguna. Sin decir una palabra, cogió el tablero de mis manos, el bochornoso lápiz de carpintero con el que debía firmar, y los dejó a un lado de la cama. También sacó del medio su propio tablero, mucho más pequeño, y fue juntando las piezas hasta que levantó un alfil. Lo movió entre los dedos, observándolo, y de repente lo puso frente a mis ojos, como una llave perdida y acabada de encontrar.

—¿Sabes lo que es vivir con algo que odias?

—Seguro —le dije—. Vivo con mi mamá.

Soltó el alfil, levantó el teléfono y pidió los sándwiches. Preguntó si tenían helados de Coppelia, la heladería que era objeto de las fantasías de las Oritías, siendo que, desde que la habían inaugurado, pocos meses antes, dedicábamos largos minutos de nuestros conciliábulos a imaginar las combinaciones más extravagantes. Con el teléfono al oído, Fischer me preguntó de qué lo quería, y en el acto solté que de “piña glacé”, consciente de que no me gustaba la piña, y ni siquiera sabía lo que era “glacé”. Se me ocurrió simplemente porque por los días en que habían abierto aquella catedral de helados, estando con mi padre en la estación de radio, oí que una guaricandilla juraba por la Caridad del Cobre que todos los sábados iría a Coppelia solo para tomar “piña glacé”. Aquel nombre me había sonado deslumbrante y esa fue la razón por la que no pedí el rizado de chocolate, como hubiera querido.

—Que sean dos de “piña glacé” —declaró Fischer antes de colgar.

Fue el momento más importante de aquella tarde y hasta de la noche, y en lo que a mí respecta, el más significativo de mi vida. Nos reímos como niños que han salido indemnes de una travesura, a saber cuál, ¿qué malicia puede haber en el hecho de pedir un par de helados? Él había dicho “que sean dos”, incluyéndome, o, mejor dicho, incluyéndose, y esa simple frase candorosa liquidó una barrera.

—¿De verdad viniste a que te firmara el tablero?

—A eso vine, por favor.

Se estiró para cogerlo y lo apoyó en sus rodillas. También le echó mano al lápiz y me interrogó con la mirada.

For Mario —me costó una barbaridad decirlo—, great chess player, de su amigo

Lo escribió como se lo pedí, y debajo de la firma dibujó un peón. Un peón inconcluso porque al lápiz se le partió la punta, con lo cual, haciéndome una mueca divertida, lo arrojó al suelo. Luego me devolvió el tablero, así que me figuré que lo próximo sería pedirme que lo dejara solo.

Are you happy now?

No tuve dudas, en breve tendría que salir por esa puerta, soportar la mirada taimada del gigante, caminar hacia el ascensor como quien camina al patíbulo y, una vez abajo, salir como una autómata a la calle. Había transcurrido demasiado tiempo y las Oritías estarían impacientes, receloso el relojero, irrespirable el aire que formalmente me devolvería a la realidad. No quería marcharme, pero en todo caso concluí que era menos humillante que yo tomara la iniciativa.

I’m grateful, and my friends will be more. So, I’m leaving.

What? ¿No vas a esperar por el helado?

Lo dijo con una media sonrisa de asombro, y el efecto que me provocó aquel rostro pálido, de afiladas facciones melancólicas, tan diferente a lo que conocía, impidió que le sonriera también. Volvieron a escucharse en mi cabeza las palabras de Greta: “Lo que pasa es que tú nunca has visto a un americano”. Acepté mentalmente esa razón, aunque después de todo, teniéndolo tan cerca, subyugada por aquel lunar que tenía junto a la comisura, un señor lunar que no había modo de pasar por alto y al que se me iban una y otra vez los ojos, ¿qué podía importar lo que había visto antes o lo que viera luego, o incluso lo que a lo mejor no habría de ver nunca en mi vida?

—Ya que estás aquí, espera por ese helado.

Se levantó y fue a ponerse la camisa del pijama. Al abotonarse se saltó un botón, razón por la que más abajo le sobró un ojal, y ese simple desliz, que a punto estuvo de sacarme una carcajada, lo cambió todo. No se percató del descuido, ni creo que de haberlo hecho le importara. Al volver a la cama ya era un hombre.

—Veintitrés —susurró cuando le pregunté la edad—. Te llevo siete, soy demasiado viejo.

A punto estuve de meter la pata y rectificar el número, me llevaba nueve para ser exactos, pero me contuve a tiempo, y ya que había abierto la boca, solté una incongruencia que sonó peor.

—Mi papá le lleva seis a Greta.

No me preguntó quién era Greta, no le interesaba, o daría por hecho que era mi madre, pero lo que sí hizo fue tomarme por los hombros y acercar su rostro al mío. Presentí que venía un beso y recordé los consejos de las Oritías. Sostenían ellas que era preciso dejar entrar la lengua del enamorado y, al mismo tiempo, acariciarla con la propia lengua, algo que habíamos ensayado en el antebrazo, como idiotas chupeteándonos a nosotras mismas. Todas menos Práxedes, y por supuesto yo, habían recibido sus buenos besos de lengua y aseguraban que el primero no se olvida nunca. En eso pensaba, en que estaba a punto de ocurrir algo que no podría olvidar, cuando sentí sus labios en mi frente, luego en el entrecejo y enseguida en mis ojos. El airecito tibio de su respiración saltaba de un párpado al otro, innumerables veces, hasta que al fin, sin más rodeo, me alcanzó la boca. La mordisqueó primero, entró después la lengua arrolladora, tan impaciente que no pude poner en práctica lo que había aprendido, no pude acariciarla con la mía. Empezaba a rendirme, a darme cuenta de que las lecciones de amor no sirven para nada, cuando llamaron a la puerta.

Our food arrived —exclamó, cogiendo aire como si regresara a la superficie.

Fue a la otra habitación, oí una voz de mujer y el ruido de bandejas, más tarde el golpe de la puerta al cerrarse. Cuando volvió, traía en las manos las dos copas de helado.

—Primero el postre —dijo.

Me sentí halagada, eufórica, incrédula de mi buena suerte. Puso los helados sobre la cama, cogió del suyo con la cucharita y me lo dio a probar. Esperó sonriendo a que lo saboreara.

It’s piña glacé, isn’t it?

Era eso, solo un sabor. Y era de pronto la posibilidad de un salto, una locura que no había previsto y a la que me arrastraban los espíritus, o los demonios que bufaban en el mural del bar.

—Está riquísimo —dictaminé, correspondiéndole con una cucharadita del mío.

La aceptó mirándome a los ojos, entreabriendo los labios como un chiquillo al que le dicen que por ahí viene el avioncito. Fue la señal que esperaba, o eso me dio a entender cuando puso las copas en el suelo y me abrazó, susurrando en mi oído decenas de palabras roncas, incomprensibles no por el idioma, sino por el escándalo de mi cabeza. Volvió a besarme en la boca, y esa segunda vez fue generoso, me dejó espacio para corresponderle, entrechocar los dientes, intercambiar esa saliva inconfesable que arrastraba las chispitas últimas de un delirio llamado “piña glacé”.



* Fuente: Capítulo perteneciente al libro ‘La tarde que Bobby no bajó a jugar’, de Mayra Montero (Tusquets, 2024).
Imagen de portada: Bobby Fischer durante una partida en la Olimpiada de Ajedrez en La Habana, Cuba, 15 de noviembre de 1966. © Sven Simon.





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Las diez sorpresas de la guerra 

Por Emmanuel Todd

Emmanuel Todd predijo 15 años antes la caída de la URSS. En su último libro vaticina, como un hecho inevitable y en curso, la derrota de Occidente.



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1 Comentario
  1. ¿Será demasiado vulgar de mi parte decir que este pasaje de la novela me pareció literariamente mediocre y hasta anodino? ¿Que un acontecimiento común es tratado de la manera más obvia y falta de imaginación o profundidad? No es un poco pornográfica la manera de delatar un episodio privado que debió guardarse en el cajón de los recuerdos y que no merecía ser estirado en 300 páginas de una novela innecesaria? Soy yo, o es que Tusquets publica cualquier cosa?

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