Era agosto de 2011. Ronaldo Menéndez estaba de visita en Cuba y había sido invitado a un espacio llamado El Establisment. Su coordinador, el escritor Sergio Cevedo, compartía amistad y literatura con Ronaldo. Ambos fueron miembros de El Establo.
Aquella jornada tendría como particularidad no solo el conversatorio con Ronaldo Menéndez; Natalia, la mujer que lo acompañaba, andaba en busca de manuscritos para una posible publicación en España. Yo no era miembro de El Establisment, pero fui cordialmente invitado, al igual que otros escritores entonces más o menos jóvenes y más o menos inéditos.
Acepté. Por supuesto. Hasta Centro Habana fui.
Sí, quería saber de primera mano cómo se las ingenió en Perú y España “para vivir del cuento” alguien que estaba, digamos, a solo una generación literaria de distancia. ¿Qué había sucedido con la vida y las ficciones del autor de dos libros, premiados y publicados en Cuba, titulados Alguien se va lamiendo todo (Premio David, 1990) ―en coautoría con Ricardo Arrieta― y El derecho al pataleo de los ahorcados (Premio Casa de las Américas, 1996)? Claro, sabía de sus premios en España y de sus publicaciones en Lengua de Trapo, pero otra cosa es el testimonio en boca del protagonista. Con respecto a la misión de Natalia ―¿acaso una misión imposible?―, ¿quién de los allí presentes no deseaba ser fichado por un “club” de primera o incluso de tercera división?
Hablaron de literatura, editoriales y mercado, de las preferencias de los lectores españoles y de lo que se deseaba publicar, de las características de la literatura contemporánea cubana que Ronaldo Menéndez recordaba y sus posibilidades reales en un entorno regido por el mercado, de las variantes posibles para vivir de/para la literatura. Certezas y desengaños en una misma tarde de agosto. Mejor imposible.
No hubo ceremonia solemne antes de la charla, sino una cálida presentación. Mejor así.
Por cierto, las que siguen bien habrían sido algunas de las preguntas que pude haberle hecho a Ronaldo Menéndez. En aquella tarde de agosto quizá dije algo entre signos de interrogación. Es muy probable, pero de veras no recuerdo. Lo cierto fueron, ya lo dije, las certezas y no pocos desengaños.
Te propongo un tema y no una pregunta; en una entrevista dijiste que lo preferirías a hablar sobre la política y Cuba. Este, según se mire, también podría ser un tema político: la culinaria cubana. ¿Qué piensas sobre el devenir de la cocina cubana?
Hay algo que se me escapa y que he conocido muy parcialmente: esa especie de “comida cubana de autor” de los nuevos tiempos, en restaurantes privados (paladares) más o menos caros, que exploran nuevas maneras de presentar platos, de fundirlos, de internacionalizarlos, o de rescatar elaboraciones perdidas. Pero si nos desplazamos a la cocina popular, que es la que más me importa cada vez que viajo a algún sitio, el panorama es triste. Recuerdo tantos productos que de niño mis padres ya mencionaban con nostalgia, que a veces “resolvían”, y que ahora ya ni se nombran, que ese pasado se parece a un museo de cera del olvido. Cuando sistemáticamente un país se sume en la cocina de supervivencia, y esto se sostiene en el tiempo, se hace cada vez más complicado hablar de cultura culinaria. Porque la cultura también es sofisticación y materia.
Puestos ya en cuanto dices que deseas como parte de una entrevista en la cual inevitablemente te preguntarán sobre Cuba ―y lo que sigue quizá roce también la política―, háblame de la relación del cubano con la felicidad. ¿Qué piensas acerca de “la alegría del cubano”?
La “alegría del cubano” es una “bobería”, para usar un término de la isla. Quiero correr el riesgo de subestimarla. Porque no tiene ningún mérito enorgullecerse de algo que uno no ha elegido, y al parecer la idiosincrasia cubana cuenta, de manera atávica y endémica, con ese tipo de alegría que recuerda al gracioso movimiento de ciertas plantas al menor roce del viento. Ser “alegre por naturaleza” no es un mérito, pero si además esa supuesta alegría se desliga de la felicidad (concepto mucho más complejo y de índole moral, y hasta filosófica), repito, si esa alegría llega a manifestarse como enmascaramiento de la infelicidad y la frustración, es una alegría triste. Un triste consuelo.
En este afán de ir juntando fragmentos para (re)conocer al escritor Ronaldo Menéndez encontré esta frase. Es tuya: “Mis referentes, ante todo, son mis demonios”. Entre tus referentes literarios están Borges ―a quien puedes citar incluso de memoria―, Cortázar, Hemingway, creo que Onetti también. Para agruparlos, digamos rápido y mal que esos referentes son los clásicos de la literatura rusa, franceses, alemanes, algunos norteamericanos, entre otros. ¿Pero cuáles son tus demonios?
Los demonios están ahí para exorcizarlos, no para exhibirlos. Pero no quiero escaparme totalmente de la pregunta. Le tengo miedo a la precariedad de las buenas intenciones de quien las pregona, y pienso mucho en el sexo que no se confiesa, y también en lo bestia y elemental que somos, aunque gastemos tanta energía en hacerle creer a los demás que somos limpios y escrupulosos.
“Un lugar es indisociable del tiempo, y todo viaje es una experiencia temporal, o sea, emocional y concreta”. Sí, te he vuelto a citar. ¿Cómo describirías la Cuba que dejaste antes de irte a Perú? ¿Cómo describirías la Cuba de tu más reciente viaje?
La Cuba de antes de irme y la de mis regresos puntuales a lo largo de casi veinte años de exilio, es esencialmente la misma. Y no para bien. Pero algo más íntimo debo matizar: antes de irme a Perú la isla era mi infierno personal, y no por cuestiones necesariamente políticas, sino sobre todo existenciales. No era un lugar donde mi alma estaba cómoda existiendo. Y hubiese sido así siempre, de no ser porque tantos años de desarraigo te ablandan la mirada, te permiten ver las cosas dentro de ciertas consideraciones atenuantes. No porque las circunstancias cambien, o porque uno se vuelva oportunista o indolente, sino porque esa Cuba que antes era mía, pasó a ser cada vez más distante y ajena. Lo cual le otorga cierta gracia a la experiencia del regreso. Cuando visito la isla es como si viajara “al extranjero del mundo”. Nunca he sido un nostálgico del terruño, en este sentido soy un buen emigrante, por eso no conozco un sitio que sea un concepto al que pueda amar, y tampoco odiar. Ningún lugar, como concepto, me ata. Digamos que antes de irme, Cuba era un espacio cultural y político, y con el paso de los años se ha ido convirtiendo en gente. Solo gente: padres (ya tengo un padre muerto bajo la tierra de la isla), amigos, alguna mujer, la forma en que la gente habla, compra, vende, miente o se entrega, sobrevive, y estas manifestaciones me han permitido verlo todo desde otra perspectiva. No obstante, quiero que Cuba cambie, y a estas alturas no me parece ni siquiera necesario ponerme a analizar en qué sentido debe ocurrir ese cambio. Como en la canción de Fito: “hablo de cambiar esta nuestra casa, de cambiarla por cambiar no más”.
¿Cómo describirías la literatura cubana que dejaste antes de irte a Perú? ¿Cómo describirías la literatura cubana de tu más reciente viaje?
No estoy muy puesto en la literatura cubana actual, y temo pecar de superficial emitiendo juicios. Ahí están esas ganas y ese talento del que tanto se habla, y que existe. No sé si queda la efervescencia romántica y el autoengaño de que ahí estaban los mejores del continente, cosa que tantos pensaban en aquel entonces. O que Cuba era una especie de faro y referente, de potencia intelectual literaria. Me da la impresión de que, dentro de las naturales limitaciones de interpretación con respecto al campo literario que tienen los escritores cubanos de la isla, han ganado una visión algo más realista. De que se escribe magníficamente, qué duda cabe. Otra cosa es que se entienda de verdad el movimiento de la literatura en un sentido universal y de cara a lectores ajenos al campo. No entender del todo ese intríngulis determina las cualidades de las búsquedas, los estilos, los experimentos, los enfoques y la elección de temas.
Parece ser cierto: a Cuba no le gusta el mercado editorial. O mejor, seamos exactos: quienes llevan las riendas de la “institución literatura” ―desde los talleres literarios a las editoriales― parecen no creer en el mercado. Más de una vez, funcionarios de mayor o menor rango lo han demonizado; tales opiniones han sido divulgadas por la prensa como para que no quepan dudas. ¿Qué bien podría traerle a la literatura cubana insertarse en el mercado editorial entendido como ―y cito aquí palabras tuyas― “la oferta a destajo por parte de los empresarios del libro”?
¿Qué bien podría traerle a Cuba insertarse en el mercado editorial? El bien de la verdad: la literatura se hace para funcionar dentro de un campo, y desconocer, negar, dar la espalda o pertenecer a una zona reducida y parcial de ese campo, es escribir dentro de un sistema artificial, falso. Escribimos en castellano, y para empezar nuestro campo literario es el campo del idioma, no de un país o circunstancia socioeconómica y política. Es como pensar que si vivimos en la luna, no sufriremos las influencias del resto del sistema solar, y luego de todo el universo. Se corre el riesgo de quedarse “en la luna de Valencia”. Otra cosa son las limitaciones, vicios y perjuicios que trae consigo el mercado editorial, habrá que lidiar con ellas, y si un escritor se excluye y decide vivir al margen del mercado, que sea por firme determinación de la voluntad individual, con pleno conocimiento. Aunque creamos que es plana y que el centro del universo somos nosotros, la tierra es redonda, y, como dijo Galileo, eppur si muove.
La carne, la violencia, el canibalismo, la tensión entre el Gobierno y el pueblo, el hambre, la devaluación de las profesiones y los profesionales, la lucha por la sobrevivencia, la miseria, incluso el racismo, estallan, en cadena, en tu narrativa. Has vuelto a ellas más de una vez. Si un individuo está lleno de memorias, si como bien dices “uno es las memorias que lleva dentro”, y “eso sale cuando escribes”, mirando desde la distancia del presente, ¿qué no has narrado todavía de cuanto aconteció en la Cuba de los noventa y de lo que albergas en tu memoria ―que sea, por supuesto, de interés para ti?
No he narrado a los viejos. A esos cuya pensión y circunstancias, cuya ideología y sueños truncos, cuya perseverancia y desencanto, los hace vivir siempre en algún tipo de margen. Los marginales de la Revolución, contrario a lo que mucha gente pregona, no son las jineteras u otros entes sociales, son los viejos. En ellos se da un resumen de todas las contradicciones. Un día mi padre me dijo que si Fidel moría antes que él, iba a dolerle más que cuando murió su propio padre. Sin embargo, él nunca quiso ser del Partido, ni le gustaban “los comunistas comecandelas”. Siempre fue pobre, trabajó durante cuarenta años diez horas diarias para la Revolución, y cuando se jubiló pudo subsistir económicamente porque su único hijo (yo), hizo lo que él nunca hubiese querido: irse de Cuba. Es solo un caso más de las contradicciones que se cifran en el alma de un viejo cubano.
Tanto en los predios de la ficción como en el entorno de Lo Real, pongamos que es cierto lo siguiente: “en la sala de estar de tu alma” tienes instalado un dispositivo denominado Máquina del Tiempo CDRC, cuyas siglas, según tú, significan: Cuando Desaparezca la Revolución Cubana. Sé que es pura especulación, pero deseo conocer la descripción o caracterización que de ese posible escenario harías.
Es un complicado ejercicio futurista. Si nos atenemos al sentido estricto y al contexto Revolución, creo que ya ha desaparecido en cierto sentido, de la Revolución a la evolución “natural” de un proyecto socialista en medio del Caribe. Lo que ya está pasando, y el sentido común, anuncian un posible contexto, que estará marcado por la impronta (que no irrupción) de los Estados Unidos, y del reflujo del exilio cubano en toda su gama, desde la más recalcitrante, la moderada tradicional, hasta los descendientes. Luego ese cambalache capitalista paulatino, problemático y febril. El asombro del cubano de la isla frente a las transformaciones. La lenta y complicada recuperación de cierta conciencia cívica y de inserción “en el mundo”. Y una Habana muy loca. Un escenario que solo puede imaginarse sobre viejos héroes y nuevas tumbas.
Claudio Cañizares es un hombre culto devenido bestia. No has narrado a los viejos, pero sí a esta suerte de animal ilustrado. Más que obsesión literaria lo percibo como una preocupación, es decir, una suerte de interrogante interesada en sondear la actitud y aptitud de un individuo en un contexto social siempre afectado por cuestiones de índole económica y política. ¿Por qué?
La combinación entre la bestialización y la cultura puede arrojar engendros peligrosos. La maldad, ejercida desde el intelecto, me resulta terrorífica. Y me gusta creer, como los Griegos, que la sabiduría y la bondad deberían ser una ecuación, pero sabemos que no siempre es así. Luego están las posibilidades “literarias” de estas contradicciones del alma humana, evidente materia prima para el ámbito de conocimiento de la novela. Porque la novela es una exploración del yo, con todas sus implicaciones. Si me pregunto: ¿Mediante qué componentes puedo aprehender el yo en un contexto como el cubano? Me resulta inevitable mirar hacia ese animal ilustrado.
¿Podría decirse que te obsesiona el cuerpo? ¿Por qué?
El cuerpo, subestimado por los ideales de la ilustración, es la respuesta a más problemas de los que uno podría suponer. Desde una perspectiva estrictamente científica, somos química orgánica. De modo que la psiquis ―aun a riesgo de parecerme a un marxista de pacotilla― encuentra su correlato más “legible” en el cuerpo. Desde una perspectiva más sencilla y personal: cada vez que le pregunto algo a mi psiquis, el cuerpo iba dos pasos por delante. Quizá sea una cuestión muy personal, pero a fin de cuentas solo me tengo a mí mismo para acertar o equivocarme.
La apropiación, las versiones libres, covers, remakes, a diferencia de la música, las artes visuales y el cine, en la literatura son vistos como plagio. Tomar el cuento “El Aleph” de Borges ―tal como se toma una cabeza de playa o un parque de diversiones―, buscando crear un texto diferente, puede conducirte a los tribunales. ¿A qué crees que se deba tanta gravedad (entendido como solemnidad) o desconfianza?
El plagio es una cosa y la apropiación es otra, en cualquier ámbito artístico. Aunque la frontera, en Literatura, puede llevarnos a un debate parecido al del huevo y la gallina. La Literatura (como toda manifestación) es una maquinaria que trasciende la incidencia de cada creador, digamos que es como un cauce que se ha ido conformando por acumulación, de modo que hay muchas maneras de navegar y aprovechar ese cauce. Ya que lo has mencionado, Borges decía: Si mi cuerpo es capaz de nutrirse de la carne bruta de oveja, por qué mi alma no puede nutrirse de cualquier otra alma. Y lo decía en el sentido de la apropiación e incluso del plagio. Ser espejo, duplicación de otra alma, literariamente hablando. El caso concreto que mencionas, desconozco el relato del argentino que fue a los tribunales por culpa de “El Aleph”, quizá toda la denuncia y escándalo en torno a él es un asunto muy “argentino”. ¿Oportunismo, oportunidad, poética? La desconfianza se debe, creo yo, a lo fácil que es hacer trampa en Literatura, y a lo muy individuales (egocéntricos) que somos los escritores, y los propietarios de sus derechos de autor.
Viajaste durante un año y un mes. Trece, no doce meses, una cifra singular. Desde la brevedad, nárrame por favor, esa experiencia vivida. ¿Qué colocarías en el número uno de tu top ten?
Tengo muchos top ten, y podría ahora hablarte de uno que no es un hecho concreto, sino un desplazamiento y sus implicaciones. En Sapa, montañas de Vietnam cercanas a la frontera con Laos, subí a un furgón para pasar de un país a otro. Dentro de la furgoneta había alrededor de veinte mochileros: Suiza, Canadá, Argentina, España, Francia, Irlanda… Yo llevaba como nueve meses de viaje, tres en el Sudeste Asiático, de modo que había hecho muchos amigos variopintos en distintos tramos del viaje. Pero a partir de esta especie de furgón de sastre se dio la feliz circunstancia de una simpatía que se fue horneando a lo largo de dos meses. El viaje empezó a ser “comunal”, y muchos constituimos una especie de club de los optimistas incorregibles, decepcionados de sus respectivos países, que navegamos el Mekong, cruzamos todo Laos, recalamos en selvas y aldeas, entramos en Camboya, e incluso nos volvíamos a reencontrar en islas de Tailandia o Malasia. Mi top ten es quizá esta magia de la convergencia en ese tramo del viaje, que solo puede darse cuando somos libres y “queremos querer” al prójimo, escucharlo y contarle nuestra vida.
¿Por qué trece meses y no doce? Por cierto, ¿la muerte está incluida en la peor experiencia vivida en ese periplo? ¿Cómo sería, para ti, morir de forma épica?
Trece meses parece infinito: doce es una cifra cerrada, pero doce más uno se parece a Las mil y una noches, que es una cifra incesante. Con respecto a la muerte épica: la muerte del aventurero que se despeña en un tramo del Himalaya, o del submarinista al que se le acaba el oxígeno a treinta metros de profundidad, circunstancias cercanas a mi experiencia, me pudieron parecer falazmente “muerte épica”. Si me es dado escoger una muerte épica, ni siquiera sería la de Dalhmann, el personaje de Borges, que quiere morir a cielo abierto y acometiendo, con ese cuchillo que acaso no sabrá usar. Todas estas muertes son románticas, casi irreales, y en el fondo no me interesan. Una buena muerte épica sería la de morir ayudando a alguien, como esos rescatistas que hoy en la isla de Lesbos, en Grecia, salvan centenares de vida cada mes, de entre los que huyen en embarcaciones precarias de la guerra en Siria, a través de Turquía. ¿Te acuerdas de los “hermanos al rescate”? Esos cubanos que sobrevolaban el mar para recoger balseros. Eso es una muerte épica.