Cómo el “puño de hierro” de Nayib Bukele ha transformado El Salvador

Antes de convertirse en el jefe de Estado más popular del mundo, Nayib Bukele era un publicista. El presidente de El Salvador se ha definido a sí mismo como el “dictador más cool del mundo” y un “rey filósofo”, pero es, quizás sobre todo, un antiguo publicista en sintonía con el poder de la imagen, la suya y la de su país. El día que nos reunimos a finales de junio, en las oficinas presidenciales de San Salvador, Bukele iba vestido de negro. Nueve pavos reales brillantes paseaban por el césped. “Un líder debe ser un filósofo antes que un rey”, me dijo Bukele, reclinado en una silla mientras el sol se ponía en la exuberante selva, “en lugar del típico político que es odiado por su pueblo”.

Era la primera entrevista de Bukele con un periodista extranjero en tres años. La ocasión fue una especie de vuelta triunfal. A sus 43 años, ha reconstruido una nación que fue la capital mundial del asesinato, convirtiéndola en un país más seguro que Canadá, según datos del gobierno salvadoreño. La política de mano dura de Bukele impulsó una agresiva represión de las bandas criminales que ha llevado a la cárcel a 81.000 personas y ha provocado un descenso vertiginoso de los homicidios. Tras décadas de violencia, miedo y extorsión, los ciudadanos pueden circular libremente por las antiguas “zonas rojas” controladas por las bandas, descansar en los parques y salir de noche. El Salvador se comercializa ahora como la “tierra del surf, los volcanes y el café”, acoge eventos internacionales como el certamen de Miss Universo y atrae a turistas y entusiastas de las criptomonedas a enclaves costeros como “Bitcoin Beach”. La transformación ayudó a Bukele a ser reelegido a principios de año; su índice de aprobación supera actualmente el 90%, según la última encuesta Gallup del CID. Su foto adorna llaveros, tazas y camisetas en los puestos de souvenirs; retratos destacados de él y su esposa reciben a los visitantes en el aeropuerto. Mientras hablábamos, las calles de la capital estaban engalanadas con pancartas azules y doradas, vestigios de su segunda toma de posesión tres semanas antes.

La popularidad de Bukele ha llegado a pesar de —o quizás debido a— su desafío a las restricciones constitucionales, políticas y legales. Desde 2022, gobierna con poderes de emergencia que suspenden las libertades civiles fundamentales, incluido el debido proceso. Su régimen de seguridad puede realizar detenciones sin orden judicial, incluso de menores de tan sólo 12 años, y lleva a cientos de sospechosos a juicios masivos. Uno de cada 57 salvadoreños está encarcelado, el triple que en Estados Unidos y la tasa más alta del mundo. Los aliados de Bukele han despedido a los principales jueces y han llenado los tribunales de leales, lo que le ha permitido eludir una prohibición constitucional para presentarse con éxito a un segundo mandato, todo ello con un amplio apoyo público.

La oposición política organizada ha sido, en palabras del presidente, “pulverizada”. Abogados defensores, periodistas y ONG afirman que el gobierno los ha intimidado, vigilado o atacado, lo que ha empujado a muchos a huir. “Las instituciones de El Salvador han sido totalmente cooptadas, sometidas y hechas obedientes al presidente”, afirma Celia Medrano, activista salvadoreña de derechos humanos.

Los grupos de derechos humanos han acusado al gobierno de Bukele de abusos como detenciones arbitrarias, desapariciones forzadas y torturas. Abogados salvadoreños afirman a TIME que han documentado miles de casos de personas inocentes atrapadas en la redada sin ningún recurso legal. Bukele parece considerarlos daños colaterales de una guerra mayor, el coste de garantizar la seguridad de los 6 millones de habitantes del país. “Ve a cualquier parte”, me desafía. “Pregunta a la gente. Será increíblemente raro encontrar una opinión negativa en la población”. Le molesta que los críticos extranjeros se centren en preservar las frágiles instituciones democráticas de El Salvador, un sistema corrupto que, según muchos, sólo permitió el florecimiento de las bandas. “Todo en la vida tiene un coste”, dice Bukele, “y el coste de que me llamen autoritario es demasiado pequeño para molestarme mucho”.

Para los admiradores de Bukele, El Salvador se ha convertido en un escaparate de cómo puede triunfar el autoritarismo populista. Su segundo mandato será una prueba de lo que le ocurre a un Estado cuando su joven y carismático líder tiene un mandato abrumador para desmantelar sus instituciones democráticas en pos de la seguridad. Los resultados tendrán implicaciones de gran alcance no sólo para El Salvador, sino también para la región, donde los líderes políticos están ansiosos por replicar lo que muchos llaman el milagro Bukele.



Que pueda mantenerse es otra cuestión. Aunque la mayoría de los salvadoreños dicen estar satisfechos con el Estado de la democracia en el país, el 61% afirma temer consecuencias negativas si expresan públicamente sus opiniones sobre sus problemas, según una encuesta de la empresa chilena Latinobarómetro. Sus partidarios consideran a Bukele un visionario, pero sus detractores lo tachan de caudillo milenario: un hombre fuerte experto en redes sociales adaptado a la era TikTok. Algunos de sus allegados dicen que le preocupa perder apoyo a medida que las preocupaciones de los salvadoreños se desplazan de la seguridad a la economía. El Salvador sigue siendo uno de los países más pobres del hemisferio occidental, y Bukele ha hecho una serie de apuestas que no han sido bien recibidas por muchos inversores y acreedores extranjeros, incluida la adopción de Bitcoin como moneda de curso legal y la inversión de parte de las reservas del país en la criptomoneda.

Aun así, otros siguen los pasos del líder salvadoreño. Su nombre se invoca en las campañas electorales desde Perú hasta Argentina. Algunos de sus críticos más duros, incluso en la Administración Biden, cortejan ahora su favor. Ecuador y Honduras están construyendo cárceles masivas inspiradas en las de Bukele. Su popularidad en El Salvador puede exportar un tipo de “populismo punitivo” que lleve a otros jefes de Estado a restringir los derechos constitucionales, especialmente en una región donde los votantes gravitan cada vez más hacia el autoritarismo. “La comunidad internacional ha estado paralizada por la popularidad de Bukele y su éxito en aplastar a las sanguinarias pandillas del país”, dice Benjamin Gedan, director del Programa para América Latina del Wilson Center. “Pero sabemos cómo acaba esta historia. Y cuando los salvadoreños se cansen de Bukele, puede que no tengan opciones para expresar sus preferencias políticas”.



Las semillas de la transformación de El Salvador se plantaron por primera vez en Nuevo Cuscatlán, un pueblo soñoliento de 8000 habitantes en las afueras de la capital. Fue allí, en 2012, donde el vástago de una acaudalada familia local, elegantemente vestido, llegó para presentarse como candidato a la alcaldía. “Venía con guardaespaldas a dar discursos”, recuerda Rosa Mélida, una vecina de 62 años, a la sombra de la tienda de la esquina. “Repartía cestas de comida a la gente mayor y pagaba por arreglar nuestras casas”. Mientras Mélida y sus vecinos hablan del joven alcalde que se convirtió en su presidente, levantan las manos hacia el cielo, señalando las verdes colinas. Bukele sigue viviendo allí, en una comunidad cerrada llamada Los Sueños.

Bukele creció en San Salvador, el quinto de los diez hijos de Armando Bukele Kattán, un acaudalado hombre de negocios e imán de ascendencia palestina. Asistió a un colegio privado bilingüe de élite, donde estuvo protegido de la brutal guerra civil que asoló El Salvador en la década de 1980. Hijo de un clérigo musulmán sin pelos en la lengua, aprendió a definirse a sí mismo como un intruso y a esgrimir el sarcasmo como arma. En 1999, en el anuario del instituto, Bukele se definió a sí mismo como el “terrorista de la clase”.

Aunque se matriculó en la universidad para ser abogado, pronto abandonó los estudios. Dirigió un club nocturno, un concesionario de Yamaha y una empresa de publicidad política antes de decidir que había llegado el momento de meterse en política. Decidió presentarse a la alcaldía de Nuevo Cuscatlán, un pequeño pueblo que buscaba un candidato. El primer vídeo de campaña de Bukele muestra a un sonriente treintañero con una camisa blanca almidonada y el pelo pulcramente engominado, prometiendo utilizar su experiencia empresarial para transformar la ciudad en un moderno “modelo de desarrollo”.

Pronto quedó claro que Bukele tenía ambiciones mayores. Como alcalde, donó su sueldo para financiar becas de secundaria, destinó fondos a proyectos de construcción y triplicó el número de agentes de seguridad que patrullaban las calles, documentando todas sus hazañas en YouTube. Cuando la gente se preguntaba de dónde salía el dinero, estrenó lo que se convertiría en un eslogan característico: “Hay dinero suficiente para todos si nadie roba”. (De hecho, el pueblo se endeudaría mucho durante su mandato, según el medio de investigación salvadoreño El Faro). En aquel momento, Bukele pertenecía al partido de izquierdas Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN), como su padre. Sin embargo, rechazó sus tradicionales colores rojos y sus anticuadas consignas revolucionarias. Más de una década después, la clínica, la biblioteca y el parque del pueblo siguen luciendo la descascarillada N naranja que adoptó como logotipo, una marca que entrelazaba la inicial del nombre de Bukele con la del pueblo. “Es alérgico a todo lo que parezca viejo o huela como el armario de tu abuela”, dice un diplomático extranjero que trabajó con él.



En 2015, Bukele se presentó a la alcaldía de San Salvador y ganó en una reñida carrera. Siguió promoviendo proyectos públicos que llamaban la atención, como la construcción de un atractivo mercado de lujo y el esfuerzo por poner luces en cada esquina de la capital para combatir la delincuencia. Bukele publicaba sus iniciativas en las redes sociales, donde acumuló un número de seguidores que pronto eclipsó al del entonces presidente del país. “Es como un director de fotografía”, dice un antiguo colaborador. “Antes incluso de tomar una decisión, está pensando en cómo será el resultado final en forma de carrete de película”. Cultivó una imagen de irreverencia moderna, a menudo con una gorra de béisbol retrógrada, vaqueros y una chaqueta de cuero. Una imagen popular, visible en carteles e imanes por todo El Salvador, le muestra con los pies sobre su escritorio en el despacho del alcalde, luciendo gafas de sol de aviador.

Los dirigentes del FMLN no tardaron en recelar de las ambiciones presidenciales del joven político. Bukele criticó abiertamente a los dirigentes del partido y creó una marca política paralela con sus característicos símbolos naranjas. Su círculo íntimo estaba formado por sus hermanos y varios amigos de su época de estudiante privado, todos los cuales le han seguido hasta la presidencia. Tras una serie de enfrentamientos, Bukele pareció decidir que era lo suficientemente popular como para haber superado al partido. Tras un incidente en 2017, en el que supuestamente lanzó una manzana a un compañero del FMLN, el grupo lo expulsó.

En un mes, Bukele había lanzado su propio partido, Nuevas Ideas, y se presentó a las elecciones presidenciales de 2019 como populista antiestablishment. Utilizó su maquinaria de redes sociales con eficacia, presumiendo de que, mientras sus oponentes viajaban por el país, él podía hacer campaña desde su teléfono, ya que su equipo de medios creaba retos virales en Twitter y anuncios emotivos. “Era una forma de llegar directamente a la población sin pasar por el filtro de la prensa”, me cuenta. Haciendo campaña con su esposa Gabriela, psicóloga prenatal y antigua bailarina de ballet, Bukele ofreció la oportunidad de un nuevo comienzo tras décadas de gobiernos corruptos e impopulares. A los 37 años, ganó la presidencia con el 53% de los votos.



Pronto desaparecieron las mohosas cortinas rojas y los oscuros paneles de madera del palacio presidencial, sustituidos por relucientes paredes crema con molduras doradas. Las cuentas del Gobierno en las redes sociales se renovaron y empezaron a emitir mensajes coordinados. Bukele anunció ambiciosos planes para renovar el centro histórico de la capital y atraer a empresas extranjeras e inversores tecnológicos. En su primer discurso ante la ONU, creó un momento viral al darse la vuelta y hacerse una foto: “Créanme, mucha más gente verá ese selfie que la que escuchará este discurso”. El publicista quería proyectar una nación nueva y moderna que rompía con su pasado.

Sin embargo, El Salvador estaba paralizado por una violencia enquistada. Sus dos mayores bandas, Barrio 18 y Mara Salvatrucha (MS-13), eran importadas de Estados Unidos: ambas se formaron en Los Ángeles en la década de 1980 por refugiados de la guerra civil que acabaron siendo deportados a El Salvador. En un país que salía tímidamente de aquel brutal conflicto, las bandas aumentaron sus filas reclutando por la fuerza a jóvenes. Controlaban vastos territorios y obligaban a todo el mundo —desde los vendedores ambulantes de la clase trabajadora hasta las grandes empresas— a pagar “alquileres” o cuotas de extorsión. Mataban con impunidad. Mataban a tiros a salvadoreños por no cruzar la calle, por mirar una fracción de segundo de más a la hermana de alguien, simplemente por estar en el lugar equivocado en el momento equivocado. 

Gobiernos anteriores habían utilizado poderes de emergencia para instaurar brevemente la mano dura de forma limitada, incluso a principios de la década de 2000 para frenar la violencia de las bandas. Aunque populares, las medidas enérgicas acabaron siendo contraproducentes y llevaron a las bandas a reagruparse y cambiar de táctica. Al igual que sus predecesores, Bukele intentó supuestamente negociar una tregua con las bandas. Al principio de su presidencia, según funcionarios estadounidenses y grabaciones de audio publicadas por medios de comunicación salvadoreños, hizo tratos que proporcionaban incentivos económicos a la MS-13 y Barrio 18 “para garantizar que los incidentes de violencia entre bandas y el número de homicidios confirmados se mantuvieran bajos”, según el Departamento del Tesoro de Estados Unidos, que sancionó a dos socios de Bukele por su implicación en 2021. (Bukele lo niega).



Al mismo tiempo, siguió consolidando su poder. En febrero de 2020, Bukele entró en el Parlamento nacional, flanqueado por soldados y policías armados en una evidente demostración de fuerza, para exigir a los legisladores que votaran sobre nuevos fondos para la seguridad. Los opositores políticos lo calificaron de acto de intimidación sin precedentes. Sin embargo, Bukele consiguió reforzar su control sobre el poder legislativo, introduciendo reformas electorales que redujeron de 84 a 60 el número de escaños. En mayo de 2021, los legisladores afines a Bukele votaron a favor de destituir al fiscal general de El Salvador, que al parecer había estado investigando los tratos de Bukele con las bandas, así como a los principales magistrados de la Corte Suprema del país.

La medida suscitó la condena internacional, incluida la de la Administración Biden. “Estamos profundamente preocupados por la democracia de El Salvador”, tuiteó la vicepresidenta Kamala Harris. Aunque en privado se enfureció por la reprimenda, según sus asesores, Bukele aceptó públicamente la indignación. Cambió su biografía en las redes sociales por la de “el dictador más cool del mundo” y publicó fotos de soldados ayudando a civiles con el hashtag #quebonitadictadura. Cuando los organismos internacionales dieron la voz de alarma, se burló de sus preocupaciones. “¿Dónde está la dictadura?”, tuiteó cuando los manifestantes que protestaban contra lo que consideraban una toma de poder inconstitucional por parte de Bukele bloquearon la ciudad en 2021 sin la interferencia del gobierno. “Pocos países pueden decir esto: Nunca hemos reprimido una manifestación”, me dice Bukele, claramente enfadado por lo que considera un doble rasero extranjero. “Nunca hemos utilizado un bote de gas lacrimógeno ni una porra”.

Bukele utilizó la polémica en su propio beneficio. Empezó a tuitear sobre todo en inglés, notando “una audiencia interesante para la agenda de nuestro país”, dice. “Fue una oportunidad. Descubrimos que mi presencia en las redes sociales servía de escaparate para inversores, fondos de inversión, bancos, personalidades y políticos”.

Para comercializar su visión de un nuevo El Salvador, Bukele aún necesitaba un discurso moderno. En septiembre de 2021, convirtió al país en el primero en utilizar el bitcoin como moneda de curso legal, lo que le valió titulares mundiales y la atención de la creciente comunidad de criptomonedas. Bukele instaló cajeros automáticos de bitcoin, anunció planes para construir una “ciudad bitcoin” con energía geotérmica y se jactó de que la medida atraería inversión extranjera y beneficiaría a los salvadoreños, muchos de los cuales carecían de cuentas bancarias o acceso a Internet, por no hablar de billeteras digitales. Los asesores admiten que fue una maniobra de relaciones públicas. “Lo llamamos el ‘gran rebranding’. Fue una genialidad”, dice Damián Merlo, lobista afincado en Miami. “Podríamos haber pagado millones a una empresa de relaciones públicas para cambiar la marca de El Salvador. En lugar de eso, adoptamos el bitcoin”.

Como política, el truco ha fracasado. Invertir parte de las reservas nacionales de El Salvador en criptomonedas no fue bien recibido por muchos inversores extranjeros ni por el Fondo Monetario Internacional. Hoy Bukele reconoce que el bitcoin “no ha tenido la adopción generalizada que esperábamos” entre los salvadoreños de a pie. Menos del 12% ha realizado una sola transacción. Pero el movimiento tuvo el efecto deseado, poner a El Salvador en el mapa por algo más que su violencia. “Nos dio marca, nos trajo inversiones, nos trajo turismo”, dice Bukele.



Sin embargo, en medio del auge del bitcoin, la supuesta tregua secreta con las pandillas se vino abajo. En marzo de 2022, más de 87 personas fueron asesinadas en un solo fin de semana, la matanza más mortífera desde el final de la guerra civil. Una de las víctimas, identificada posteriormente como un instructor de surf local sin vínculos conocidos con las bandas, fue abandonada en la carretera de Bitcoin Beach, atada de pies y manos y con una herida de bala en la cabeza. Fue un claro mensaje de las bandas a Bukele, y un punto de inflexión para el joven presidente.



La respuesta de Bukele fue aplicar una nueva y agresiva mano dura. Declaró el “Estado de excepción” durante 30 días, restringiendo la libertad de reunión y permitiendo las detenciones sin orden judicial. El ejército irrumpió en las zonas controladas por las bandas. La policía irrumpió en las casas y desnudó a los residentes. Se detuvo a presuntos miembros o colaboradores de las bandas en la escuela, en el trabajo, en la calle. “Detuvimos a más de 1000 personas al día”, afirma René Merino, ministro de Defensa, que resta importancia al papel del ejército en la operación. “Teníamos que hacerlo de forma que la medicina no fuera peor que la enfermedad”.

La policía anunció una línea directa para “llevar a más terroristas ante la justicia”. Marcando el 123, los salvadoreños podían denunciar anónimamente a cualquier persona de la que sospecharan que tenía vínculos con las bandas. Sin embargo, en el arremolinado ambiente de miedo, a menudo resultaba difícil separar a los delincuentes violentos de los adolescentes inocentes con tatuajes de bandas de rock, o ropa o colores asociados a las bandas, según los abogados defensores locales. Algunas personas denunciaban a sus rivales o llamaban a sus vecinos para ajustar cuentas. Las fuerzas de seguridad salvadoreñas, presionadas por sus superiores para que cumplieran las elevadas cuotas de detenciones, estaban encantadas de llevar a cabo las redadas, a menudo indiscriminadas. “Si no encontraban a la persona que buscaban, detenían a cualquiera que estuviera en casa”, afirma Alejandro Díaz Gómez, abogado de la organización local de derechos humanos Tutela, citando vídeos grabados por familiares. (Las autoridades de Bukele afirman que 7000 personas han sido liberadas por falta de pruebas).

El enfoque logró frenar la violencia desenfrenada. Los homicidios en El Salvador se redujeron a la mitad en 2022 y más del 70% en 2023, según datos del gobierno. “Fue una victoria abrumadora”, dice Bukele. “Luchábamos contra un ejército irregular de 70.000 hombres y no sufrimos ninguna baja civil”. Las cárceles se llenaron de pandilleros y presuntos asociados; la población de la mayor prisión del país, diseñada para albergar a 10.000 personas, se multiplicó por más de tres.

A continuación, Bukele construyó el Centro de Contenimiento del Terrorismo (CECOT), un enorme centro de detención con capacidad para 40.000 reclusos más. El gobierno de Bukele promocionaba las espartanas condiciones de la prisión en ingeniosos vídeos ambientados con música alegre. Las comidas se reducían a dos al día, los reclusos dormían sobre tablillas de metal desnudas y se les despojaba de su ropa interior y se les llevaba a paso de rana por los pasillos. Con los gobiernos anteriores, “solía haber vídeos en YouTube colgados por las bandas en los que se les veía en la cárcel con prostitutas, strippers, fiestas, drogas”, dice Bukele. Las imágenes de la brutal represión se convirtieron en una sensación insólita, haciendo del presidente de El Salvador el líder mundial más seguido en TikTok. Lanzó una advertencia pública de que si las bandas tomaban represalias, “juro por Dios que no comerán ni un grano de arroz, y veremos cuánto duran”.

Grupos de derechos humanos salvadoreños e internacionales han acusado al gobierno de una serie de abusos, como desapariciones forzadas, torturas, muertes bajo custodia y ataques contra comunidades pobres y marginadas. Bukele se burla de las acusaciones. Los aproximadamente 140 presos que han muerto en las cárceles salvadoreñas al año durante el Estado de excepción suponen “una tasa de mortalidad increíblemente baja para los estándares latinoamericanos”, afirma, “de hecho más baja que la de Estados Unidos”. Cuestiona que se haga hincapié en las condiciones de las cárceles salvadoreñas en comparación con las de las tristemente célebres cárceles de los países vecinos. “¿Cómo pedir al pueblo salvadoreño, que a menudo cena comidas modestas como frijoles y tortillas, que pague impuestos para proporcionar carne y pollo a presos que han matado a sus familiares?”, se pregunta.

Los funcionarios salvadoreños dicen que el enfoque punitivo es parte del atractivo del gobierno de Bukele. “Hay 660 millones de latinoamericanos que están viendo lo que es posible con procedimientos penales claros y de sentido común”, dice el ministro de Seguridad, Gustavo Villatoro, en cuyo despacho hay una gran pantalla que muestra la ubicación de todos los coches de policía del país, con distintos tableros para hacer un seguimiento de los delitos denunciados. Villatoro dice que el Gobierno “estudió al enemigo, como en cualquier guerra”. Me enseña un manual de 90 páginas en el que se catalogan los tatuajes de las bandas, los grafitis y la jerga para identificar las afiliaciones de los sospechosos. Si Bukele “no hubiera tenido el valor de mandar al infierno a los hipócritas grupos internacionales, habríamos caído en el mismo error que cometieron los seis anteriores presidentes”, afirma. Esos predecesores habían vacilado a la hora de aplicar las medidas draconianas necesarias para acabar con las bandas, argumenta Villatoro, mientras que Bukele había perseverado. “Hay muchos curas”, añade Villatoro, “pero pocos son exorcistas”. 



Después de que sus aliados destituyeran a los jueces del Tribunal Supremo y los sustituyeran por partidarios que reinterpretaban la Constitución a su favor, Bukele decidió presentarse a un segundo mandato a pesar de la prohibición preexistente. En febrero obtuvo una victoria aplastante, con el 84% de los votos. Nuevas Ideas, un partido que no existía hace seis años, obtuvo 54 de los 60 escaños del Congreso. El Salvador se había convertido en un Estado de partido único, controlado por un solo hombre.

Bukele insiste en que su consolidación del poder ha sido “100% democrática”. Si otros líderes mundiales no son capaces de obtener esos resultados, argumenta, es cosa suya: “No vamos a conceder artificialmente la mitad del Congreso a la oposición sólo para decir que somos una democracia”. Otros jefes de Estado, sugiere, utilizarían cualquier medio necesario para conseguir la transformación que ha logrado El Salvador. “Su fracaso”, dice Bukele, “no puede ser nuestra hoja de ruta”. 



La segunda toma de posesión de Bukele, a principios de junio, distó mucho de la primera. Un desfile de figuras políticas de alto nivel hizo el viaje a San Salvador, incluido el rey Felipe VI de España, líderes regionales, más de una docena de funcionarios y legisladores de Estados Unidos, Donald Trump Jr. y Tucker Carlson. “Fue el acontecimiento más importante de las Américas”, afirma Merlo, lobista de Bukele en Estados Unidos. Bukele organizó un espectáculo dramático, diseñando nuevas capas para la guardia militar y luciendo un llamativo traje con cuello y puños rígidos y bordados en oro que evocaba un cruce entre los héroes de la guerra revolucionaria latinoamericana y la Guerra de las Galaxias. Los visitantes fueron recibidos en los mejores restaurantes, se les mostraron las nuevas y relucientes oficinas regionales de Google y se les llevó al renovado centro histórico por la noche para mostrar la seguridad del país.

Bukele se presenta a sí mismo como un operador independiente, pero ha cultivado llamativos vínculos con la derecha estadounidense. Aunque creció en un partido de izquierdas, “la izquierda ha perdido el rumbo en todo el mundo”, afirma Bukele. “Tiene una grave crisis de identidad, y la derecha al menos está marcando un rumbo”. Bukele, que habla inglés con fluidez, ha concedido dos entrevistas poco frecuentes a Carlson y ha hablado en la Fundación Heritage y en la Conferencia de Acción Política Conservadora. Sus tuits utilizan tropos comunes en los círculos online de la derecha. Bukele ha acusado sin fundamento al filántropo multimillonario George Soros de financiar a periodistas que escriben críticamente sobre él, una de las razones por las que dice haber dejado de hablar con la prensa. “Al menos la propaganda del Estado reconoce abiertamente que es propaganda”, afirma. “Cuando sacamos un anuncio en vídeo, nadie oculta que es propaganda”. 

En los últimos meses, ha invitado a Carlson y al representante de Florida Matt Gaetz a pasar el fin de semana en su retiro junto al lago, quedándose hasta altas horas de la madrugada discutiendo de todo, desde política hasta IA, según sus asesores. Gaetz, un acólito de Trump que recientemente ha visitado El Salvador varias veces y ha posado para fotos en la prisión CECOT, dice que considera a Bukele un “espíritu afín” y una inspiración para el mundo occidental. “Se ve a sí mismo como un libertador, no como un autoritario”, dice Gaetz a TIME. “A veces, para resolver los problemas del tercer mundo, necesitas algunas soluciones del tercer mundo”.

En julio, Gaetz lideró el lanzamiento de un caucus bipartidista sobre El Salvador en el Congreso que incluye a varios demócratas, entre ellos el representante Lou Correa, de California. “Estés o no de acuerdo con sus métodos, ha traído la paz a su pueblo”, me dice Correa. “Su popularidad entre los salvadoreños de mi distrito es increíble”, afirma. “Lo adoran. Mi trabajo es trabajar con él”. 



Incluso la Administración Biden ha suavizado sus críticas anteriores. En 2021, el Departamento del Tesoro de Estados Unidos había sancionado a algunos altos cargos de Bukele por negociaciones encubiertas con las bandas y “corrupción multimillonaria en varios ministerios”, y funcionarios estadounidenses criticaron sus medidas por antidemocráticas. Para su segunda toma de posesión, la Administración envió al secretario de Seguridad Nacional, Alejandro Mayorkas, para que asistiera, una señal de su creciente influencia. Está claro que Bukele se siente reivindicado. Cuando se trata de sus controvertidas políticas, “de repente es mejor aceptarlas […] y tratar de no luchar contra algo que es demasiado popular, no sólo en El Salvador sino en toda América Latina”, me dice. 

En privado, los diplomáticos de Estados Unidos están de acuerdo. No se gana mucho enemistándose con un líder con un apoyo popular abrumador, dicen. Es más valioso mantener una línea abierta, sobre todo porque necesitan la ayuda de El Salvador para frenar la migración hacia la frontera sur de Estados Unidos y están buscando formas de contrarrestar la influencia china en la región. Bajo el mandato de Xi Jinping, China ha invertido 500 millones de dólares en proyectos de infraestructura en El Salvador, incluida una enorme biblioteca futurista que ahora ondea la bandera china frente al Palacio Nacional y la catedral principal del país.

Al mismo tiempo, funcionarios de Estados Unidos y grupos internacionales prodemocráticos temen que el bukelismo se esté extendiendo por la región. Partidos políticos de Honduras, Ecuador, Perú, Uruguay y Argentina han incorporado el nombre del presidente salvadoreño a sus plataformas y se han hecho eco de su lenguaje de mano dura contra la delincuencia. La ministra de Seguridad argentina, Patricia Bullrich, pasó recientemente cuatro días en el país conociendo el “modelo Bukele” y firmando un acuerdo de cooperación. Citando el ejemplo de Bukele, Honduras ha anunciado planes para construir una megaprisión de emergencia para 20.000 personas, y el presidente ecuatoriano Daniel Noboa ha declarado un Estado de “conflicto armado interno” sin precedentes para acabar con las bandas criminales.

Pero el éxito a largo plazo del “modelo Bukele” está lejos de ser seguro. Los avances en materia de seguridad no garantizarán la estabilidad a largo plazo sin un plan que evite que la próxima generación recaiga en un ciclo de violencia, afirman las autoridades y los analistas salvadoreños. Las detenciones masivas han dejado a más de 40.000 niños sin uno o ambos progenitores. Mientras que los presupuestos militares y policiales se han disparado, la financiación de los programas de atención a las víctimas representa menos del 1% del presupuesto de seguridad, afirma David Morales, director jurídico de Cristosal, una organización salvadoreña de defensa de los derechos humanos. El Estado de excepción, que se ha renovado 29 veces, “se ha convertido en permanente, y las víctimas han sido totalmente abandonadas”, afirma. “Se ha instalado una autocracia en El Salvador con un gran coste humano”. Los responsables de Bukele afirman que pretenden hacer “irreversibles” las políticas actuales mediante una serie de reformas legales. Después, Bukele dice a TIME, que espera levantar el Estado de excepción y “volver a los procesos constitucionales normales y mantener la paz que hemos logrado.”

La seguridad también ha tenido un alto coste financiero para El Salvador. Bajo el mandato de Bukele, su deuda pública se ha disparado a más de 30.000 millones de dólares, o el 84% del producto interior bruto del país. La economía sigue siendo anémica. “Bukele ha construido un castillo de naipes, porque es una política de seguridad increíblemente cara”, afirma Christine Wade, experta en El Salvador del Washington College de Maryland. “No es financieramente sostenible, y su futuro dependerá de su capacidad para afrontarlo”. Más de una cuarta parte del país sigue viviendo en la pobreza, y las remesas de los salvadoreños en el extranjero equivalen al 20% de su PIB. Bukele necesita un acuerdo con el FMI para recuperar el acceso a los mercados internacionales y financiar su deuda, afirma Will Freeman, miembro de estudios latinoamericanos del Council on Foreign Relations. Un escollo ha sido la apuesta por el bitcoin; otro, la falta de transparencia presupuestaria de su gobierno, que ha ocultado a la opinión pública sus gastos y contrataciones. “Bukele se ha resistido mucho a ello”, sugiere Freeman, porque podría revelar la corrupción. Pero si se deja que El Salvador afronte por sí solo un brutal ajuste fiscal, añade, “ése será el gran momento en el que pondremos a prueba hasta dónde llega su popularidad.”

Por ahora, el apoyo a Bukele sigue siendo inquebrantable entre los salvadoreños de a pie, incluidos muchos que tienen familiares en la cárcel. Cualquiera que no haya vivido el terror de la vida bajo las bandas nunca entenderá cuánto han cambiado las cosas, dice Álvaro Rodríguez, un taxista de 39 años. “Gracias a Bukele, lo más peligroso aquí son estas palomas”, dice, señalando una plaza del centro de San Salvador a la que los ciudadanos solían tener que pagar a los pandilleros para entrar. 



Por eso Merino, el ministro de Defensa, cree que el Gobierno tiene el mandato de continuar con la mano dura. “Por mucho que estos grupos de derechos humanos lloren y se quejen del Estado de excepción, aquí la gente es mucho más libre que en los países donde no hay Estado de excepción”, afirma. “Una vez que tienes el apoyo de la población, no hay nada que nos detenga”.

Nadie, ni siquiera Bukele, sabe cómo acabará el experimento de El Salvador. Aunque descarta presentarse a un tercer mandato, sabe lo que les ocurre a los hombres fuertes latinoamericanos cuando dejan el poder. Tres de sus predecesores han sido detenidos o procesados. Pero para el ex publicista, todo forma parte de un relato: Bukele el Mesías. “Antes era la persona más segura del país, tenía guardaespaldas y coches blindados”, dice, gesticulando con los brazos en nuestra entrevista en su despacho. “Ahora el país tiene seguridad, pero yo no. Cambié mi seguridad por la de los salvadoreños”. Hace una pausa. “Como he dicho”, añade, “todo en la vida tiene un coste”.



* Artículo originalHow Nayib Bukele’s ‘Iron Fist’ Has Transformed El Salvador. Traducción: ‘Hypermedia Magazine’.