Cómo me convertí en disidente


Andréi Sájarov; dibujo de David Levine.



Al ofrecer información autobiográfica, espero poner fin a los falsos rumores sobre hechos que con frecuencia han sido tergiversados en la prensa, ya sea por ignorancia o sensacionalismo.

Nací en 1921 en Moscú, en el seno de una familia culta y unida. Mi padre era profesor de física y autor de varios manuales ampliamente conocidos y libros de divulgación científica. Desde la infancia viví en un ambiente de decencia, ayuda mutua y tacto, gusto por el trabajo y respeto por el dominio de la propia profesión. En 1938, terminé la escuela secundaria e ingresé en la Universidad Estatal de Moscú, de la que me gradué en 1942. Entre 1942 y 1945, trabajé como ingeniero en una fábrica militar, donde desarrollé varias invenciones relacionadas con métodos de control de calidad.

Entre 1945 y 1947, realicé estudios de posgrado bajo la dirección de un destacado científico soviético, el físico teórico Ígor Yevguénevich Tamm. Pocos meses después de defender mi tesis en la primavera de 1948, fui incluido en un grupo de investigación que trabajaba en el desarrollo de un arma termonuclear. No tenía dudas sobre la importancia vital de crear una superarma soviética —para nuestro país y para el equilibrio de poder en el mundo entero—. Llevado por la inmensidad de la tarea, trabajé con gran intensidad y fui autor o coautor de varias ideas clave. En la prensa occidental a menudo se me ha llamado “el padre de la bomba de hidrógeno”. Esta descripción refleja de manera muy inexacta la verdadera (y compleja) situación de una invención colectiva, algo que no discutiré aquí en detalle.



En el verano de 1950, casi al mismo tiempo que comenzábamos a trabajar en el arma termonuclear, Tamm y yo iniciamos un estudio sobre la reacción termonuclear controlada; es decir, sobre el uso de la energía nuclear de los elementos ligeros para fines energéticos industriales. En 1950, formulamos la idea del aislamiento termo-magnético del plasma a alta temperatura y realizamos estimaciones sobre los parámetros de las instalaciones de síntesis termonuclear. Esta investigación, que se conoció en el extranjero gracias a la ponencia de I. V. Kurchátov en Harwell, en 1956, y a los materiales de la Primera Conferencia de Ginebra sobre el Uso Pacífico de la Energía Atómica, fue reconocida como pionera. En 1961, propuse, con los mismos fines, calentar deuterio mediante un haz de láser pulsado. Menciono estos hechos para subrayar que mis contribuciones no se limitaron a cuestiones militares.

En 1950, nuestro grupo de investigación pasó a formar parte de un instituto especial. Durante los dieciocho años siguientes me vi atrapado en el engranaje de un mundo particular de diseñadores e inventores militares, institutos especiales, comités y consejos científicos, plantas piloto y campos de pruebas. Cada día veía cómo se vertían enormes recursos materiales, intelectuales y nerviosos de miles de personas en la creación de medios de destrucción total, una fuerza potencialmente capaz de aniquilar toda la civilización humana. Observé que las palancas de control estaban en manos de personas que, aunque talentosas a su manera, eran cínicas. Hasta el verano de 1953, el jefe supremo del proyecto atómico fue Beria, quien gobernaba a millones de prisioneros esclavizados. Casi toda la construcción fue realizada por ellos. A partir de finales de los años cincuenta, fue cada vez más evidente el poder colectivo del complejo militar-industrial y de sus dirigentes enérgicos pero sin escrúpulos, ciegos ante todo lo que no fuera su “trabajo”.



Yo ocupaba una posición bastante especial. Como científico teórico e inventor, relativamente joven y (además) no afiliado al Partido, no tenía responsabilidades administrativas ni estaba sometido a la disciplina ideológica del mismo. Esta posición me permitía conocer y ver muchas cosas. Me obligaba a sentir mi propia responsabilidad; y, al mismo tiempo, me permitía observar todo este sistema pervertido como un cierto extraño. Todo esto me impulsó —aún más en la atmósfera ideológica que surgió tras la muerte de Stalin y el XX Congreso del PCUS— a reflexionar en términos generales sobre los problemas de la paz y la humanidad, y en particular sobre las consecuencias de una guerra termonuclear.

A partir de 1957 (no sin la influencia de las declaraciones que en todo el mundo hicieron al respecto personas como Albert Schweitzer, Linus Pauling y otros), comencé a sentirme responsable del problema de la contaminación radiactiva causada por las explosiones nucleares. Como se sabe, la absorción de los productos radiactivos de las explosiones nucleares por parte de los miles de millones de personas que habitan la Tierra provoca un aumento en la incidencia de diversas enfermedades y malformaciones congénitas, debido a los llamados efectos biológicos por debajo del umbral; por ejemplo, por daños a las moléculas de ADN, portadoras de la herencia. Cuando los productos radiactivos de una explosión llegan a la atmósfera, cada megatón de potencia de una explosión nuclear implica miles de víctimas desconocidas. Y cada serie de pruebas nucleares (sean realizadas por Estados Unidos, la URSS, el Reino Unido, China o Francia) supone decenas de megatones, es decir, decenas de miles de víctimas.



En mis intentos por explicar este problema, me encontré con grandes dificultades —y con una marcada resistencia a comprender—. Escribí memorandos (como resultado de uno de ellos, I. V. Kurchátov viajó a Yalta para reunirse con N. S. Jrushchov, en un intento fallido de detener las pruebas de 1958), y hablé en conferencias. Recuerdo que en el verano de 1961 tuvo lugar una reunión entre científicos atómicos y el presidente del Consejo de Ministros, Jrushchov. Resultó que debíamos prepararnos para una serie de pruebas que reforzarían la nueva política de la URSS sobre la cuestión alemana (el Muro de Berlín). Escribí una nota dirigida a Jrushchov, en la que decía: “Reanudar las pruebas tras una moratoria de tres años socavaría las conversaciones sobre la prohibición de ensayos y el desarme, y conduciría a una nueva ronda en la carrera armamentista, sobre todo en el ámbito de los misiles intercontinentales y de la defensa antimisiles”. La envié por los canales habituales. Jrushchov se guardó la nota en el bolsillo del pecho e invitó a todos los presentes a cenar.

En la mesa pronunció un discurso improvisado que recuerdo por su franqueza, y que no reflejaba solo su posición personal. Dijo algo más o menos así: “Sájarov es un buen científico. Pero dejadnos a nosotros, que somos especialistas en estos asuntos delicados, encargarnos de la política exterior. Solo la fuerza —solo la desorientación del enemigo—. No podemos decir abiertamente que llevamos a cabo nuestra política desde una posición de fuerza, pero así debe ser. Yo sería un imbécil, y no presidente del Consejo de Ministros, si escuchara a tipos como Sájarov. En 1960 ayudamos a que Kennedy saliera elegido con nuestra política. Pero nos importa un bledo Kennedy si está atado de pies y manos, si pueden derrocarlo en cualquier momento.

Otro episodio no menos dramático ocurrió en 1962. El ministerio, actuando básicamente por intereses burocráticos, dio instrucciones para proceder con una explosión de prueba rutinaria que, en realidad, no tenía ninguna utilidad desde el punto de vista técnico. La explosión iba a ser potente, por lo que el número de víctimas previstas era colosal. Al comprender el carácter injustificable y criminal de este plan, hice desesperados esfuerzos por detenerlo. Esto se prolongó durante varias semanas —semanas que, para mí, estuvieron cargadas de tensión—. La víspera del ensayo llamé por teléfono al ministro y amenacé con dimitir. El ministro respondió: “No te estamos sujetando por el cuello”. Conseguí comunicarme telefónicamente con Ashjabad, donde Jrushchov se encontraba ese día, y le rogué que interviniera. Al día siguiente, hablé con uno de los asesores más cercanos de Jrushchov. Pero para entonces la prueba ya se había adelantado y el avión portador ya había transportado su carga al punto designado para la explosión. El sentimiento de impotencia y miedo que se apoderó de mí ese día ha quedado grabado en mi memoria desde entonces, y fue determinante en el cambio que me condujo a mi actitud actual.



En 1962, visité al ministro de la industria atómica, que en aquel momento se encontraba en un sanatorio gubernamental de las afueras junto con el viceministro de Asuntos Exteriores, y les presenté una idea importante que me había sido transmitida por un amigo. Para entonces, las negociaciones sobre la prohibición de pruebas nucleares llevaban ya varios años, y el principal obstáculo era la dificultad de controlar las explosiones subterráneas. Pero la contaminación radiactiva solo es causada por las explosiones en la atmósfera, el espacio y el océano. Por tanto, limitar el acuerdo a la prohibición de pruebas en estos tres entornos resolvería ambos problemas (contaminación y verificación). Cabe señalar que una propuesta similar ya había sido formulada por el presidente Eisenhower, pero en su momento no fue aceptada por la parte soviética. En 1963, se firmó el llamado Tratado de Moscú, en el que esta idea se hizo realidad por iniciativa de Jrushchov y Kennedy. Es posible que mi iniciativa contribuyera a este acto histórico.

En 1964 hablé en una conferencia de la Academia de Ciencias de la URSS (con motivo de la elección de uno de los compañeros de lucha de Lysenko) y abordé públicamente el tema “prohibido” de la situación de la biología soviética, en la que durante décadas la genética moderna había sido atacada como una “pseudociencia” y los científicos que trabajaban en ese campo habían sido objeto de severas persecuciones y represiones. Posteriormente desarrollé estas ideas con mayor detalle en una carta a Jrushchov. Tanto el discurso como la carta tuvieron una amplísima repercusión y ayudaron más tarde a corregir en parte la situación. Fue entonces cuando mi nombre apareció por primera vez en la prensa soviética —en un artículo del presidente de la Academia de Ciencias Agrícolas que contenía los ataques más imperdonables contra mí.



Para mí, personalmente, estos acontecimientos tuvieron una gran importancia psicológica. Además, ampliaron el círculo de personas con las que me relacionaba. En particular, en los años siguientes, conocí a los hermanos Medvédev, Zhores y Roy. Un manuscrito del biólogo Zhores Medvédev, que pasaba de mano en mano eludiendo a la censura, fue la primera obra de samizdat que leí. (Samizdat era una palabra que había comenzado a usarse pocos años antes para designar un nuevo fenómeno social). En 1967, también leí el manuscrito de un libro del historiador Roy Medvédev sobre los crímenes de Stalin. Ambos libros, especialmente el segundo, causaron una impresión muy fuerte en mí. Sea cual haya sido la evolución de nuestra relación y mis posteriores desacuerdos con los Medvédev en cuestiones de principios, no puedo minimizar el papel que desempeñaron en mi propio desarrollo.

En 1966, fui uno de los firmantes de una carta colectiva sobre el “culto” a Stalin enviada al XXIII Congreso del PCUS. Ese mismo año envié un telegrama al Sóviet Supremo de la URSS en relación con una nueva ley, entonces en preparación, que facilitaría persecuciones a gran escala por razones de convicción (los artículos 190-191 del Código Penal de la RSFSR). Así, por primera vez, mi destino se entrelazaba con el de ese grupo de personas —un grupo pequeño pero de gran peso moral (y, me atrevería a decir, histórico)— que más adelante pasó a ser llamado de los “disidentes” (inakomyslyashchie). (Personalmente, me gusta más la antigua palabra rusa para “librepensadores”: volnomyslyashchie). Muy poco después tuve ocasión de escribir una carta a Brézhnev protestando por la detención de cuatro de ellos: A. Ginzburg, Yu. Galanskov (que murió trágicamente en un campo, en 1972), V. Lashkova y Dobrovolski. En relación con esta carta y mis acciones previas, el ministro que encabezaba el departamento en el que trabajaba dijo de mí: “Sájarov es un científico sobresaliente y lo hemos recompensado bien, pero como político es un estúpido”.

En 1967, para una publicación que circulaba entre mis colegas, escribí un artículo “futurológico” sobre el papel futuro de la ciencia en la vida de la sociedad y sobre el futuro de la ciencia misma. Ese mismo año, junto al periodista E. Henry (Genri), redactamos un artículo para Literaturnaya gazeta sobre el papel de la intelectualidad y el peligro de una guerra termonuclear. El Comité Central del PCUS no autorizó su publicación. Pero, por medios que desconozco, el artículo llegó al Diario Político —una publicación supuestamente secreta, algo así como un samizdat para altos funcionarios—. Un año después, ambos artículos, aún poco conocidos, sirvieron de base para una obra que desempeñaría un papel central en mi actividad por las causas sociales.



A comienzos de 1968, empecé a trabajar en un libro que titulé Pensamientos sobre el progreso, la coexistencia pacífica y la libertad intelectual. Quería que ese libro reflejara mis reflexiones sobre los problemas más importantes que enfrenta la humanidad: reflexiones sobre la guerra y la paz, sobre la dictadura, sobre el tema prohibido del terror estalinista y la libertad de pensamiento, sobre los problemas demográficos y la contaminación del medio ambiente, sobre el papel que pueden desempeñar la ciencia y el progreso tecnológico. El tono general del libro estuvo influido por el momento en que fue escrito —el apogeo de la “Primavera de Praga”—. Las ideas fundamentales que traté de desarrollar en Pensamientos no eran especialmente nuevas ni originales. En esencia, era una recopilación de ideas liberales, humanistas y “cientocráticas” basadas en la información que tenía y en mi experiencia personal. Hoy considero que esa obra es ecléctica, pretenciosa en algunas partes e imperfecta (“inmadura”) en su forma. Sin embargo, sus ideas básicas siguen siendo queridas para mí. En ella formulé con claridad una tesis que me parece muy importante: el acercamiento entre los sistemas socialista y capitalista, acompañado de democratización, desmilitarización y progreso social y tecnológico, es la única alternativa a la ruina de la humanidad.

Desde mayo y junio de 1968, Pensamientos comenzó a circular ampliamente en la URSS. Fue la primera obra mía que pasó al circuito del samizdat. En julio y agosto llegaron los primeros informes extranjeros sobre el libro. Posteriormente, Pensamientos fue publicado repetidamente en el extranjero, en grandes tiradas, y provocó una abundante respuesta en la prensa de muchos países. Además del contenido de la obra, jugó sin duda un papel importante el hecho de que fuera uno de los primeros textos sociopolíticos en llegar a Occidente, y que, además, su autor fuese un representante altamente condecorado de la especialidad “secreta” y “temida” de la física atómica. (Desgraciadamente, ese sensacionalismo todavía me rodea, sobre todo en la prensa masiva occidental).

La publicación de Pensamientos en el extranjero provocó de inmediato que me apartaran de los proyectos secretos (en agosto de 1968), y reestructuró por completo mi modo de vida. Precisamente en ese momento, movido por impulsos que ahora considero poco sensatos, doné casi todos mis ahorros a un fondo estatal (para la construcción de un hospital oncológico) y a la Cruz Roja. En aquel entonces no tenía contacto directo con personas necesitadas. Hoy, al ver constantemente a mi alrededor a personas que necesitan no solo protección, sino también ayuda material, a menudo me arrepiento de aquel gesto demasiado apresurado.



En 1969, fui destinado a trabajar en el Instituto de Física de la Academia de Ciencias de la URSS, donde años atrás había hecho mis estudios de posgrado y colaborado con Ígor Evguénevich Tamm. Aunque eso significó una disminución considerable de salario y estatus laboral, pude continuar mi trabajo científico en el campo que más me interesaba: la teoría de las partículas elementales. Sin embargo, en los últimos años no he quedado satisfecho con mi productividad científica. Dos factores han desempeñado un papel decisivo en ello. Primero, el hecho de que, para los estándares de los físicos teóricos, ya tengo una edad avanzada. Segundo, la situación estresante —y últimamente muy preocupante— en la que nos hemos visto mi familia, mis seres queridos y yo mismo.

Entretanto, los acontecimientos sociales y una necesidad interior de oponerme a la injusticia seguían empujándome a nuevas acciones. A comienzos de 1970, se publicó una nueva carta abierta a los dirigentes del Estado, firmada por Valentín Turchin (físico y matemático), Roy Medvédev y yo. El tema de la carta era la interdependencia entre los problemas de democratización y el progreso tecnoeconómico. En junio participé activamente en la campaña para liberar al otro hermano Medvédev —el biólogo Zhores— del confinamiento ilegal en un hospital psiquiátrico. Por esa misma época, participé en una protesta colectiva supervisada[1] ante la Fiscalía de la URSS por el caso del general P. G. Grigorenko, quien, por decisión de un tribunal de Taskent, había sido enviado a tratamiento obligatorio en un hospital especial de tipo carcelario del MVD[2] de la URSS, en la ciudad de Chernyajovsk.

La razón de ello fue que Grigorenko había hecho repetidos llamamientos públicos en defensa de los presos políticos y de los derechos de los tártaros de Crimea, que en 1944 habían sido deportados de Crimea, con gran crueldad, bajo el régimen de Stalin, y que aún hoy no pueden regresar a su tierra natal. Nuestra protesta, que señalaba las numerosas y flagrantes violaciones legales en el caso Grigorenko, nunca recibió respuesta (lo cual constituye también una grave violación de la ley). Así pues, más intensamente aún que en 1968, entré en contacto con lo que quizá sea uno de los aspectos más vergonzosos de la realidad soviética contemporánea: la ilegalidad y la persecución cínica de las personas que defienden los derechos humanos fundamentales. Pero, al mismo tiempo, comencé a conocer a varias de esas personas, y más adelante a muchas otras. Uno de quienes se sumaron a la protesta colectiva por el caso Grigorenko fue Valeri Chalidze, con quien llegué a tener una relación muy estrecha.



Tuve un conocimiento aún más directo de los problemas relacionados con la defensa de los derechos humanos en octubre de 1970, cuando se me permitió asistir a un juicio político. El matemático Revolt Pimenov y el actor de teatro de marionetas Boris Vail habían sido acusados de distribuir samizdat, es decir, de prestar a sus amigos libros y manuscritos para leer. Entre los materiales mencionados en su caso figuraban un artículo de Djilas, el manifiesto checo “Dos mil palabras”, comentarios personales de Pimenov sobre el discurso de Jrushchov en el XX Congreso, etc. Me senté en una sala repleta de “colaboradores” de la KGB, mientras que los amigos de los acusados permanecían todo el juicio en el vestíbulo de la planta baja. Este es un rasgo característico de todos los juicios políticos, sin excepción. Formalmente son públicos. Pero la sala está ocupada de antemano por agentes de la KGB designados expresamente para ello, y otro grupo de agentes rodea el tribunal por todos los flancos. Siempre van de civil, se hacen llamar druzhinniki[3] y supuestamente se dedican a mantener el orden público. Así fue (con variaciones insignificantes) en todos los juicios a los que se me permitió entrar. En cuanto a los pases que me permitían asistir, aparentemente se me concedían en reconocimiento a mis antiguos servicios.

Pimenov y Vail fueron condenados a cinco años de exilio cada uno, a pesar de que el abogado de Vail, en la vista de apelación, argumentó con convicción que este no había participado en absoluto en los hechos que se le imputaban. En sus palabras finales, Boris Vail dijo que una sentencia injusta no solo afecta a quien la sufre, sino también al corazón de los jueces.



A partir del otoño de 1971, me vi fuera de la línea formada por los druzhinniki. Pero nada más había cambiado. En el juicio del conocido astrofísico Kronid Liubarski (acusado de lo mismo: distribuir samizdat), se escenificó un espectáculo especialmente significativo y trágico. No se nos permitió entrar en la sala. Y cuando comenzó la sesión, los “desconocidos vestidos de civil” usaron la fuerza para echarnos del vestíbulo del tribunal a la calle. Luego colgaron un gran candado en la puerta del tribunal popular. Uno tiene que ver en persona este tipo de dramatización absurda y cruel para comprenderla del todo. Pero, ¿por qué todo esto? La única respuesta que puedo dar es que la farsa que se representa dentro del juzgado está aún menos destinada a ser conocida por el público que la farsa de fuera. La lógica burocrática de los procedimientos judiciales resulta grotesca a la luz del conocimiento público, incluso cuando se respeta formalmente la ley; lo que, por lo demás, no siempre ocurre.

La condena de Pimenov y Vail, tan dura e injusta desde un punto de vista humano elemental, resulta relativamente leve en comparación con las decisiones de los tribunales soviéticos en otros casos similares, especialmente en los últimos años. Vladímir Bukovski, conocido en todo el mundo por sus protestas en defensa de personas recluidas en hospitales psiquiátricos por motivos políticos, fue condenado a doce años: dos de prisión, cinco de campo y cinco de exilio. K. Liubarski fue condenado a cinco años de prisión. Las sentencias dictadas fuera de Moscú son aún más severas. El joven psiquiatra Semión (Samuel) Gluzman fue condenado a siete años de prisión. En una ocasión vi a Semión unos minutos en una estación de tren y me impresionó profundamente la pureza de su rostro: una especie de bondad eficaz y franqueza. ¡En aquel momento no podía imaginar que le esperaba tal destino! En general, se supone que el motivo de la represalia contra Gluzman fue la sospecha de que era el autor del “Informe pericial en ausencia en el caso Grigorenko”. Pero en el juicio no se le imputó este cargo. V. Morózov y Yu. Shukhévich, ambos autores de memorias sobre sus años en campos de trabajo, fueron condenados por un tribunal ucraniano a catorce y quince años, respectivamente, de prisión y exilio. Y el número de represalias similares ha crecido rápidamente.



Antes de continuar, me gustaría decir unas palabras sobre por qué concedo tanta importancia al asunto de la defensa de los presos políticos —la defensa de la libertad de convicciones—. A lo largo de cincuenta y seis años, nuestro país ha experimentado grandes conmociones, sufrimientos y humillaciones, la aniquilación física de millones de las mejores personas (las mejores tanto en lo moral como en lo intelectual), décadas de hipocresía oficial y demagogia, de oportunismo interno y externo. La era del terror, cuando las torturas y las “conferencias especiales”[4] amenazaban a todos, cuando se arrestaba a los servidores más leales del régimen simplemente para engrosar las cifras y crear una atmósfera de miedo y sumisión, esa era ha quedado atrás.

Pero todavía vivimos en la atmósfera espiritual creada por esa era. Contra aquellos pocos que no se prestan a la práctica dominante del compromiso, el gobierno sigue empleando la represión como antes. Junto con las represiones judiciales, el papel más importante y decisivo en el mantenimiento de esta atmósfera de sumisión interna y externa lo ejerce el poder del Estado, que manipula todos los resortes del control económico y social. Esto, más que ninguna otra cosa, mantiene cuerpo y alma de la mayoría de las personas en estado de dependencia.

Otro factor de gran peso en la situación psicológica del país es el hastío de la gente ante las eternas promesas de un florecimiento económico “a la vuelta de la esquina”, y la pérdida total de fe en las palabras grandilocuentes. El nivel de vida (alimentos, ropa, vivienda, posibilidades de ocio), las condiciones sociales (infraestructura infantil, instituciones médicas y educativas, pensiones, protección laboral, etc.) —todo ello está muy por detrás del nivel de los países avanzados—. Entre las capas amplias de la población se está desarrollando una indiferencia hacia los problemas sociales —una actitud de consumismo y egoísmo—. Y entre la mayoría, la protesta contra la ideología oficial embrutecedora adopta un carácter inconsciente, latente. Los movimientos religiosos y nacionales son los más amplios y conscientes. Entre quienes llenan los campos o son objeto de otras persecuciones hay muchos creyentes y representantes de minorías nacionales.

Una de las formas masivas de protesta es el deseo de abandonar el país. Desgraciadamente, hay que señalar que, en ocasiones, la aspiración al renacimiento nacional adopta rasgos chovinistas y se aproxima a la tradicional hostilidad “cotidiana” hacia los “extranjeros”. El antisemitismo ruso es un ejemplo de ello. Así, una parte de la intelectualidad opositora rusa empieza a mostrar una cercanía paradójica con la doctrina secreta nacionalista del Partido-Estado, que de hecho está sustituyendo cada vez más al mito bolchevique antinacional y antirreligioso. En algunas personas, ese mismo sentimiento de insatisfacción y protesta interior adopta otras formas antisociales (alcoholismo, criminalidad).

Es muy importante que la fachada de prosperidad y entusiasmo no oculte al mundo esta imagen real de las cosas. Nuestra experiencia no debe caer en el vacío. Y es igualmente importante que nuestra sociedad salga poco a poco del callejón sin salida de la falta de espiritualidad, que impide no solo el desarrollo de la cultura espiritual, sino también el progreso en la esfera material.



Estoy convencido de que, dadas las condiciones existentes en nuestro país, la posición basada en la moral y el derecho es la más correcta, por ser la que mejor responde a las exigencias y posibilidades de la sociedad. Lo que necesitamos es una defensa sistemática de los derechos humanos y de los ideales, y no una lucha política, que inevitablemente incitaría a la violencia, el sectarismo y el fanatismo. Estoy convencido de que solo de esta manera, siempre que se logre la máxima divulgación pública, el mundo occidental podrá reconocer la verdadera naturaleza de nuestra sociedad; y que entonces esta lucha se convertirá en parte de un movimiento mundial por la salvación de toda la humanidad. Esta es una respuesta parcial a la pregunta de por qué he pasado (de forma natural) de los problemas globales a la defensa de personas concretas.

La posición de quienes, comenzando con los juicios de Siniavski y Daniel, Ginzburg y Galanskov, han luchado por la justicia según su conciencia, puede compararse con la de la organización apolítica de fama mundial Amnistía Internacional. En cualquier país democrático, la cuestión de la legalidad de este tipo de actividad ni siquiera se plantearía. En nuestro país, desgraciadamente, no es así. Decenas de los juicios políticos más conocidos, y decenas de presos en hospitales psiquiátricos de tipo penitenciario, lo demuestran con claridad.

En los últimos años he aprendido mucho sobre la práctica jurídica soviética asistiendo a juicios y recibiendo mucha información sobre el desarrollo de juicios similares en otras ciudades [además de Moscú]. También he aprendido mucho sobre las condiciones de reclusión: sobre la desnutrición, el formalismo despiadado y las represalias contra los presos. En varias declaraciones he llamado la atención de la opinión pública mundial sobre este problema, que es de vital importancia para los 1,7 millones de presos soviéticos y que, de manera indirecta, influye profundamente en muchos aspectos importantes de la vida moral y social del país entero. He hecho un llamamiento, y vuelvo a hacerlo, a todas las organizaciones internacionales preocupadas por este problema —y especialmente a la Cruz Roja Internacional— para que abandonen su política de no intervención en los asuntos internos de los países socialistas en lo que respecta a la defensa de los derechos humanos, y actúen con la máxima firmeza.

También me he pronunciado sobre la institución de la “libertad condicional con asignación obligatoria a trabajos forzados”, que desde el punto de vista político representa un vestigio del sistema estalinista de trabajo forzado masivo, y que resulta socialmente aterrador. Es difícil incluso imaginar el infierno que son los barracones para los “liberados condicionales”, con su alcoholismo generalizado, peleas a puñetazos y degollamientos. Este sistema ha destruido la vida de muchas personas. El mantenimiento del sistema de campos y trabajos forzados es una de las razones por las que amplias regiones del país están cerradas a los extranjeros. Parece evidente que la realización de cualquier cooperación internacional fructífera para el desarrollo de nuestros ricos recursos naturales será imposible sin la abolición de este sistema.

Otro problema que ha reclamado mi atención en los últimos años es el de las represalias psiquiátricas utilizadas por los órganos de la KGB como importante medio auxiliar para sofocar y atemorizar a los disidentes. No cabe duda del enorme peligro social de este fenómeno.

Siento que tengo una deuda demasiado grande para poder saldarla con las personas valientes y bondadosas que están encarceladas en prisiones, campos y hospitales psiquiátricos por haber luchado en defensa de los derechos humanos.



En el otoño de 1970, V. N. Chalidze, A. N. Tverdokhlebov y yo fundamos el “Comité para los Derechos Humanos”. Este acto por nuestra parte atrajo gran atención en la URSS y en el extranjero. Desde el mismo día de su fundación, A. S. Volpin participó activamente en el trabajo del comité. Era la primera vez que una asociación de este tipo surgía en nuestro país, y sus miembros no tenían una idea muy clara de qué debían hacer ni de cómo hacerlo. Sin embargo, el comité llevó a cabo un gran trabajo en varios ámbitos, en particular en el estudio del problema del internamiento obligatorio en hospitales psiquiátricos por motivos políticos. Actualmente, el trabajo del comité continúa bajo la responsabilidad de I. R. Shafarevich, G. S. Podiapolsky y yo mismo. Al igual que ocurrió con el “Grupo de Iniciativa” creado poco antes, la mera existencia del comité como grupo libre de colaboradores independiente de las autoridades tiene un valor moral único y muy importante para nuestro país.

El segundo artículo de mi próxima recopilación[5] es un Memorando redactado en los primeros meses de 1971 y enviado a L. I. Brézhnev en marzo de ese mismo año. En cuanto a su forma, el memorando es una especie de sinopsis de un diálogo imaginario con la dirección del país. No estoy convencido de que esta forma sea literariamente lograda, pero sí es concisa. En cuanto al contenido, procuré exponer mis demandas positivas en los ámbitos político, social y económico. Quince meses después, al no haber recibido respuesta alguna, publiqué el Memorando, al que añadí un Posfacio que constituye un texto autónomo.

Al publicar el Memorando no introduje cambios en el texto. En particular, no modifiqué el tratamiento del problema de las relaciones soviético-chinas, algo de lo que ahora me arrepiento. Sigo sin idealizar la variante china del socialismo. Pero no considero acertada la evaluación del peligro de una agresión china contra la URSS que aparece en el Memorando. En cualquier caso, la amenaza china no puede servir como justificación para la militarización de nuestro país ni para la ausencia de reformas democráticas en él.



Ya he hablado sobre algunos de los documentos de la recopilación que están vinculados a la defensa de los derechos de personas concretas. A lo largo de esos años conocí un número cada vez mayor de destinos trágicos y heroicos, algunos de los cuales se reflejan en las páginas de la recopilación. En su mayoría, los documentos de este ciclo no requieren comentarios.

En abril de 1972, redacté el texto de un llamamiento al Sóviet Supremo de la URSS para que se concediera una amnistía a los presos políticos y se aboliera la pena de muerte. Los documentos estaban pensados para coincidir con el quincuagésimo aniversario de la URSS. Ya he explicado por qué atribuyo tanta importancia a la primera de estas cuestiones. En cuanto a la segunda, la abolición de la pena de muerte es un acto de suma importancia moral y social para cualquier país. Y en el nuestro, con su bajísimo nivel de conciencia jurídica y la animosidad generalizada, este acto resultaría especialmente importante. Logré reunir unas cincuenta firmas para los llamamientos. Cada una de ellas representaba un acto moral y social profundamente reflexionado por parte del firmante. Sentí esto con particular intensidad mientras recogía las firmas. Muchas más personas se negaron [a firmar] que las que aceptaron, y las explicaciones que ofrecieron algunas de ellas me revelaron bastante sobre las razones internas de los pensamientos y acciones de nuestra intelectualidad.

En septiembre de 1971, envié una carta a los miembros del Presídium del Sóviet Supremo de la URSS sobre la libertad de emigración y de regreso sin obstáculos. Mi carta al Congreso de los Estados Unidos en septiembre de 1973 fue otra démarche sobre este mismo asunto. En estos documentos llamo la atención sobre varios aspectos del problema, incluida la importante función que tendría su solución en la democratización de nuestro país y en la elevación de su nivel de vida al de los países avanzados. La corrección de esta idea puede demostrarse con el ejemplo de Polonia y Hungría, donde hoy en día la libertad de salir del país y regresar a él no está tan gravemente limitada como en el nuestro.



En el verano de 1973, fui entrevistado por Ulle Stenholm, corresponsal de una emisora de radio sueca, quien me planteó preguntas de carácter general. Esta entrevista tuvo un gran eco tanto en la URSS como en el extranjero. Recibí varias decenas de cartas expresando indignación por la línea “calumniosa” que, supuestamente, había adoptado. (Debe tenerse en cuenta que las cartas de signo contrario normalmente no me llegan). El periódico soviético Literatúrnaya gazeta publicó un artículo sobre mí titulado “Un proveedor de calumnias”. Ulle Stenholm, que me había entrevistado y publicó su texto sin distorsiones, fue privado recientemente de su visado de entrada y de la posibilidad de continuar su labor en la URSS. Fue una violación escandalosa de los derechos de un periodista honesto e inteligente, que se había convertido en amigo de mi familia. No puede descartarse que esta última circunstancia haya influido en la ilegalidad cometida contra él. La entrevista fue oral, y ni las preguntas ni las respuestas se discutieron previamente. Esto debe tenerse en cuenta al evaluar el documento, que representa una conversación espontánea, en un ambiente doméstico, sobre cuestiones muy serias y fundamentales.

En esta entrevista, al igual que en el Memorando y el Posfacio, traspasé los límites del tema de los derechos humanos y las libertades democráticas, y abordé problemas económicos y sociales, que en general requieren una preparación especial —y, quizás, incluso, profesional—. Pero estos problemas son de tanta importancia vital para toda persona, que no me arrepiento de que hayan sido planteados. Lo que más irritó a mis oponentes fue mi descripción del sistema de nuestro país como un capitalismo de Estado con un monopolio del Partido-Estado, y las consecuencias, en todas las esferas de la vida social, que se derivan de un sistema así.

Los importantes problemas de fondo del proceso de distensión internacional y su vínculo con una apertura y democratización de la sociedad soviética quedaron reflejados en la entrevista de agosto-septiembre de 1973.



En los últimos años, he desarrollado mi actividad en condiciones de una presión cada vez mayor sobre mí, y, especialmente, sobre mi familia. En septiembre de 1972 fue arrestado nuestro amigo cercano Yuri Shijanóvich. En octubre de 1972, Tatiana, la hija de mi esposa, que se desempeñaba brillantemente en sus estudios, fue expulsada de la universidad en su último año, con un pretexto formal y forzado. Durante todo el año fuimos acosados por llamadas telefónicas anónimas, con amenazas y acusaciones absurdas. En febrero de 1973, Literatúrnaya gazeta publicó un artículo de su redactor jefe, Chakovski, sobre un libro de Harrison Salisbury. En dicho artículo se me caracterizaba como una persona extremadamente ingenua que citaba el Nuevo Testamento, “ondeaba coquetamente una rama de olivo”, “hacía el papel de loco santo” y “aceptaba de buen grado los elogios del Pentágono”. Todo esto se decía en relación con mis Pensamientos, que así, después de cinco años, eran mencionados por primera vez en la prensa soviética.

En marzo, también por primera vez, fui convocado por el KGB para mantener una conversación (supuestamente porque mi esposa y yo nos habíamos ofrecido conjuntamente como fiadores de nuestro amigo Yuri Shijanóvich). En junio, el esposo de Tatiana fue apartado de su trabajo por haber solicitado estudiar en Estados Unidos tras recibir una invitación. En julio apareció el ya mencionado artículo “Un proveedor de calumnias”. También en julio se le denegó a Alexéi, el hijo de mi esposa, el acceso a la universidad, aparentemente por órdenes especiales desde arriba. En agosto fui convocado por el fiscal adjunto de la URSS, Maliárov. El contenido esencial de la conversación fueron amenazas. Luego, inmediatamente después de la entrevista del 21 de agosto sobre los problemas de la distensión, los periódicos soviéticos reprodujeron artículos de la prensa comunista extranjera y una carta firmada por cuarenta académicos en la que se afirmaba que yo era un opositor al relajamiento de las tensiones internacionales. A esto le siguió una campaña nacional en la prensa en la que fui condenado por representantes de todos los estratos de nuestra sociedad.

A finales de septiembre, nuestro apartamento, que estaba siendo minuciosamente vigilado por el KGB, fue visitado por personas que se identificaron como miembros de la organización “Septiembre Negro”. Amenazaron con represalias no solo contra mí, sino también contra los miembros de mi familia. En noviembre, un investigador que ostentaba el grado de coronel del KGB citó a mi esposa para varios interrogatorios que se prolongaron durante muchas horas. Mi esposa se negó a participar en la investigación, pero esto no puso fin de inmediato a las citaciones. Anteriormente, ella había declarado públicamente que había enviado a Occidente el diario de Eduard Kuznetsov, que había llegado a sus manos. Pero consideraba que tenía derecho a no revelar qué se había hecho ni cómo se había hecho en cuanto a su difusión. El investigador la advirtió de que sus acciones podían ser tipificadas bajo el artículo 70 del Código Penal de la RSFSR, con una pena de hasta siete años. Me parece que esto es ya más que suficiente para una sola familia.



Poco después del golpe de Estado en Chile, los escritores A. Galich y V. Maksímov se unieron a mí en un llamamiento dirigido al nuevo gobierno, en el que expresábamos nuestra preocupación por la vida del destacado poeta chileno Pablo Neruda. Nuestra carta no era de carácter político y no tenía otro objetivo que el puramente humano. Sin embargo, en la prensa soviética y en la prensa extranjera pro-soviética provocó una explosión de fingida indignación, como si estuviéramos “defendiendo a la junta fascista”. Además, la carta fue citada de forma inexacta, y dos de sus autores —Galich y Maksímov— fueron sencillamente “olvidados”. El objetivo de los organizadores de esta campaña —comprometerme al menos de ese modo si no podían hacerlo de otro— era demasiado evidente.

Pero, para dejar de lado a oponentes abiertamente carentes de escrúpulos y pasar a opiniones que reflejan de manera más objetiva la sensibilidad liberal occidental, debe decirse que toda esta historia sacó a la luz un malentendido típico que merece ser analizado. Por lo general, la opinión liberal de las sociedades democráticas adopta una posición internacionalista, protestando contra la injusticia y la violencia no solo en su propio país, sino en todo el mundo. No fue casual que dijera “por lo general”. Desgraciadamente, sucede con frecuencia que la defensa de los derechos humanos en los países socialistas, debido a la idea de la supuesta superioridad progresista de sus regímenes, queda fuera (o casi fuera) del campo de acción de las organizaciones extranjeras. La mayor parte de mis esfuerzos se ha dirigido precisamente a superar esta situación, que ha sido una de las causas de nuestras tragedias.



Pero no es eso lo que ahora nos ocupa. Me gustaría hablar, en cambio, de aquella parte de la intelectualidad liberal occidental (aún minoritaria) que extiende sus actividades también a los países socialistas. Estas personas esperan que los disidentes soviéticos adopten una posición internacional análoga y recíproca respecto a otros países. Pero hay varias circunstancias importantes que no tienen en cuenta: la falta de información; el hecho de que un disidente soviético no solo no puede salir al extranjero, sino que dentro de su propio país carece de la mayoría de las fuentes de información; que la experiencia histórica de nuestro país nos ha alejado del “izquierdismo” excesivo, de modo que evaluamos muchos hechos de manera distinta a como lo hace la intelectualidad “izquierdista” de Occidente; que debemos evitar declaraciones políticas en la arena internacional, donde somos tan ignorantes (al fin y al cabo, no participamos en la vida política ni siquiera en nuestro propio país); que debemos evitar caer en la trampa de la propaganda soviética, que con tanta frecuencia nos engaña.

Sabemos que en los países occidentales existen fuerzas vigilantes e influyentes que protestan (mejor y con mayor eficacia que nosotros) contra la injusticia y la violencia allí donde ocurren. No justificamos la injusticia ni la violencia, dondequiera que se manifiesten. No creemos que necesariamente haya más de ambas en nuestro país que en otros. Pero por ahora nuestras fuerzas no bastan para abarcar el mundo entero. Pedimos que todo esto se tenga en cuenta, y que se nos perdonen los errores que a veces cometemos en medio del polvo que levantan las polémicas.

La posición general que se refleja en los textos de mi próxima recopilación está más cerca de la de Pensamientos de lo que podría parecer a primera vista. Hay diferencias en el tratamiento de las cuestiones políticas o político-económicas que, por supuesto, son inmediatamente perceptibles. Pero dado que no pretendo ser descubridor ni consejero político, esto es menos esencial que el espíritu de debate libre y la preocupación por los problemas fundamentales, que, me gustaría pensar, se encuentran tanto en Pensamientos como en los escritos más recientes.

La mayoría de mis escritos están dirigidos a los dirigentes de nuestro Estado o tienen un destinatario extranjero específico. Pero en mi fuero interno los dirijo a todos los seres humanos, y en particular al pueblo de mi país, porque han sido dictados por la preocupación y la inquietud por mi propia patria y por su gente.



No soy un crítico puramente negativo de nuestro modo de vida: reconozco muchas cosas buenas en nuestro pueblo y en nuestro país, que amo con ardor. Pero me he visto obligado a centrar la atención en los fenómenos negativos, ya que son precisamente aquellos que la propaganda oficial silencia, y porque representan el mayor daño y el mayor peligro. No soy un opositor de la distensión, el comercio o el desarme. Al contrario, en varios de mis textos he abogado precisamente por estas cosas. Es en la convergencia donde veo el único camino para la salvación de la humanidad. Pero considero mi deber señalar todos los peligros ocultos de una distensión falsa, colusoria o de capitulación, y reclamar el uso de todo el arsenal de medios, de todos los esfuerzos, para alcanzar una convergencia real, acompañada de democratización, desmilitarización y progreso social. Espero que la publicación de mis escritos sea de alguna utilidad para esa causa.


Moscú, 31 de diciembre de 1973.



* Artículo original: “How I Came to Dissent”. Traducción: ‘Hypermedia Magazine’.





Notas:
[1] Es decir, una protesta que exige que la fiscalía intervenga (como está facultada para hacerlo según la legislación soviética) para ordenar la revisión de un caso “en vía de supervisión”.
[2] Ministerio del Interior.
[3] Es decir, miembros de una druzhina o patrulla auxiliar voluntaria de la policía.
[4] Conferencias especiales (o juntas especiales) era la denominación que recibían, en la era de Stalin, los tribunales secretos de tipo sumarísimo.
[5] Este artículo aparecerá como prólogo de una recopilación de escritos recientes de Sájarov, que será publicada en mayo por Knopf con el título Sakharov Speaks, editada por Harrison E. Salisbury.






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