La Cuba de hoy y de mañana

En ningún momento de la historia reciente de Cuba ha sido más difícil que ahora para el pueblo de los Estados Unidos obtener una visión correcta de las condiciones en esa isla. Esta puede parecer una afirmación injustificada en vista de la paz que ahora prevalece, la reactivación del comercio, la presencia de norteamericanos en todas las comunidades y la gran cantidad de espacio que la prensa dedica ahora a Cuba y a su pueblo. 

Sin embargo, es cierto, como lo sabe cualquiera que haya analizado el asunto desde un punto de vista imparcial y desinteresado. Incluso cuando España tenía a Cuba agarrada por el cuello y desalentaba a los norteamericanos de venir a la isla, el pueblo de los Estados Unidos estaba bastante bien informado de lo que estaba sucediendo. El propósito de una gran parte de la prensa es obtener noticias sensacionales. 

Hace dos años, Cuba era un campo atractivo. Las noticias obtenidas desde allí fácilmente podían considerarse exclusivas, rara vez podían corroborarse y, si bien es posible que hubiera habido una exageración considerable en algunas de las historias de horror anteriores a la guerra de 1897 y 1898, los hechos fueron lo suficientemente sorprendentes como para hacer que la exageración fuera insignificante en su conjunto.

La situación actual es peculiar. Cuba ha sido «agotada» desde el punto de vista del periodismo sensacionalista, y abandonada al estadístico, al economista teorizador y al experto gubernamental. Con una campaña nacional en marcha, y una administración, con las manos llenas de problemas en otras direcciones y en busca del respaldo en las urnas, los funcionarios de la administración consideran muy deseable que los asuntos cubanos se mantengan en un segundo plano tanto como sea posible. 

Esta actitud en Washington tiene un efecto notable en la prensa conservadora del país; ya que muchos periódicos que no están a favor de la administración actual se oponen aún más al triunfo del ala demócrata que defiende la libre acuñación de plata, y por lo tanto, excluyen de sus columnas cualquier información que pueda servir como munición para el enemigo común. Junto con los periódicos estrictamente de la administración, esto incluye el noventa por ciento o más de los periódicos respetables del país.

Los pocos escritores valiosos que han visitado Cuba últimamente están casi todos controlados necesariamente por estas influencias. Los corresponsales de prensa destacados en la isla han encontrado inútil malgastar sus energías en algo que no sea el suceso diario o la descripción casual de algún trozo pintoresco de la vida. 

En cuanto a si los cubanos están a favor o en contra de la anexión, si los americanos gustan o disgustan, si los cubanos son aptos o no para el autogobierno, si están alegres u hostiles bajo la inyección forzosa de los ideales americanos en su sistema español de gobierno, son temas en gran parte prohibidos. 

Cuando estuve en Cuba el invierno pasado, y tras una paciente indagación entre todas las clases de personas, llegué a la conclusión de que los cubanos se oponían de forma abrumadora a la anexión de la isla a Estados Unidos. En un artículo cuidadosamente meditado publiqué este hecho en Estados Unidos. La afirmación suscitó sorpresa y críticas. Estas últimas amainaron cuando mi opinión fue confirmada enfáticamente por los generales Wood, Ludlow y muchos otros. Un periodista inteligente y responsable, destinado en La Habana para uno de los grandes diarios de Nueva York, me comentó amargamente la discusión que había suscitado la publicación de esta noticia: «Después de estudiar esa cuestión durante seis meses, escribí un artículo a dos columnas en el que adoptaba la misma opinión que usted, y eso fue hace cinco meses, pero nunca se imprimió. Era una herejía».

Los funcionarios del gobierno estadounidense se unen en el coro de «Todo va bien» por razones obvias. Complace a los cubanos, hace avanzar la causa del poder fáctico en casa y satisface al pueblo de Estados Unidos. La única nota discordante que ha llegado a las costas de este país proviene de las declaraciones de los funcionarios que, al regresar, ya no tienen restricciones para hablar, así como de empresarios, periodistas y otros observadores inteligentes que han pasado algún tiempo en la isla. El contraste entre lo que dicen los funcionarios del gobierno y los políticos y los demás es tan marcado, que por sí mismo arroja sospechas sobre la sinceridad de las declaraciones de los primeros.

La gran dificultad para presentar correctamente estos asuntos es la imposibilidad de citar los puntos de vista reales de aquellos cuyas opiniones llamarían la atención. Lo que el secretario Root, el general Wood, el general Ludlow, el coronel Black, el coronel Rathbone, el general Chaffee y otros realmente saben y realmente piensan sobre la Cuba de hoy y la Cuba de mañana sería intensamente interesante. 

Si se conociera, contribuiría en gran medida a formar el sentimiento público en los Estados Unidos, y así influiría en la legislación nacional sobre el tema. Pueden creer que los cubanos son todo lo que se espera de ellos, que están aceptando de buen grado, incluso con alegría y con humilde espíritu de agradecimiento, las enseñanzas de los norteamericanos, y que no pasarán más que unos meses antes de que el buque del Estado cubano pueda ser botado de los astilleros norteamericanos y, conducido por una tripulación cubana, realizar un viaje exitoso y provechoso. 

Por otra parte, pueden creer que la tarea que el gobierno estadounidense ha emprendido ostensiblemente es inútil. Pueden haber llegado a la conclusión, tras dieciocho meses de prueba, de que el cubano prefiere sus propios ideales, costumbres y formas de hacer a los de los estadounidenses, y que no se ha hecho ni se puede hacer ningún progreso con esta generación en materia de sustitución. 

Incluso, pueden haber llegado a la conclusión de que la falta de control político está tan arraigada en la naturaleza de los cubanos, que, aun eligiendo sus propios sistemas ejecutivo y judicial, no serían capaces de dirigir un gobierno estable e independiente. 

Si son optimistas, pueden expresar su optimismo; si son pesimistas, deben ser cautelosos.

Con un conocimiento íntimo de lo que ha logrado o no la intervención estadounidense durante el último año y medio, estos hombres están en condiciones de ilustrar al pueblo estadounidense sobre lo que puede esperarse como desenlace de la situación cubana. Pero, por la propia naturaleza de las cosas, no pueden hacerlo. Deben autoengañarse, ser evasivos o faltar a la verdad de forma optimista. 

Las relaciones de Estados Unidos con Cuba son ahora tan falsas y antinaturales, las relaciones de la cuestión cubana con la política nacional en Estados Unidos están tan llenas de posibles peligros para el partido dominante, que hablar claro está más allá de la posibilidad del momento por parte de quienes sostienen las políticas actuales con la esperanza de hacer las del futuro. 

Se puede ver fácilmente, por lo tanto, que la mayoría del pueblo de los Estados Unidos tiene pocas oportunidades en este momento de juzgar la situación real en Cuba y, en consecuencia, no puede formarse una opinión realmente inteligente sobre lo que es probable que depare el futuro en las relaciones de los Estados Unidos con esa isla y su pueblo. 

La actual agudeza de los asuntos puertorriqueños y filipinos también sirve para desviar la atención pública de Cuba. Será necesaria alguna marcada perturbación de la aparente paz que ahora reina en esa dirección, o alguna tregua en el interés que ahora se presta a otros asuntos, antes de que los inquietos periódicos estadounidenses aprovechen la oportunidad que aquí se les presenta para explotarla y comentarla. En la actualidad es comparativamente fácil para los interesados desacreditar cualquier rumor inquietante.

Repasar brevemente las condiciones existentes en Cuba cuando comenzó la intervención americana es necesario a efectos de comparación. Bajo el dominio español el jefe del gobierno era un militar con poder autocrático apoyado por una fuerza armada. La sombra de la autonomía prevalecía en forma de un gobierno civil subordinado que se extendía desde los asuntos estatales hasta los municipales. El poder judicial era una función subordinada del gobierno, el poder supremo descansaba en el «fiscal» del tribunal supremo, que era en realidad un funcionario del gobierno. Los tribunales eran lentos y venales. Las leyes se hacían para los ricos e influyentes, y así se administraban. 

El sistema impositivo estaba concebido de tal manera que permitía escapar al aristócrata terrateniente, y el hombre de negocios y el consumidor pagaban las facturas. Los derechos de importación eran pesados para las necesidades y ligeros para los lujos. 

La iglesia desempeñaba un papel importante en el gobierno y, por una ley inicua, un legado a la iglesia se convertía en una hipoteca sobre un patrimonio que se mantenía en su totalidad contra todos y cada uno de los compradores de un pie de tierra de ese patrimonio. 

Estas llamadas hipotecas eclesiásticas ascienden ahora a millones de dólares, y hoy en día enturbian el título de propiedad de cientos de miles de acres de las tierras más valiosas. 

Los asuntos postales de la isla eran tan imperfectos que pocos se preocupaban de confiar una carta importante a los correos, y el sistema de cobro revertido se había convertido en una especie de chantaje. De los trescientos mil niños en edad escolar que había en Cuba, unos cuatro mil asistían a lo que se dignificaba con el nombre de escuelas públicas.

La educación pública era meramente superficial, y el porcentaje de analfabetismo en consecuencia alcanza ahora en muchas comunidades el ochenta o incluso el noventa por ciento. El bandolerismo prevalecía en todo el país, y era inspirado y sostenido por hombres con altos cargos y posición social en La Habana. 

En resumen, la vida, la libertad y la justicia no estaban aseguradas para los ciudadanos de Cuba a menos que pudieran pagar generosamente por la inmunidad contra el asesinato, el encarcelamiento o las desastrosas complicaciones legales.

En tiempos de paz, a pesar de estos agravios, tan grandes cuando se ven a la luz de la civilización moderna, Cuba floreció. Su suelo fértil producía azúcar, tabaco y frutas. La vida no era dura para los pobres con sus necesidades sencillas y sus disposiciones felices. Para los ricos podía hacerse deseable según los medios y la influencia. Los norteamericanos llegaron a Cuba en tiempo de guerra, cuando a estas condiciones se añadió la lacra de un largo conflicto civil, con la consiguiente hambruna del pueblo, reconcentración, estancamiento del comercio y males similares. Es difícil concebir una tierra más hermosa y más desolada por las malas pasiones de los hombres.

La tarea que se presentaba a los estadounidenses no era ligera, pues se trataba de poner orden en medio del caos, y puede decirse sin prejuicios que ningún pueblo podría haberlo hecho más rápida o eficazmente. Los hambrientos fueron alimentados, la vida se hizo segura en cada ciudad, pueblo y barrio. Las aduanas se convirtieron en casas de la moneda, y el dinero recaudado en ellas se contabilizó honestamente. 

Toda la isla fue limpiada y desinfectada, real y figuradamente hablando. Resumir todo lo realizado es decir que Cuba fue administrada con un nivel de orden como nunca lo ha sido ningún país hispanoamericano en la historia de este hemisferio. 

Tanto los naturales como los extranjeros respiraron aliviados. Los hombres se aventuraron en los campos para labrar la tierra. La fértil tierra respondió con gusto a un ligero estímulo. El comercio revivió y cobró fuerza a medida que pasaban los meses, pues sobre todo flotaba la bandera de los Estados Unidos, lo que significaba que aquí, allá y acullá estaban los oficiales tranquilos, de mirada aguda y resuelta del ejército estadounidense, con cientos de soldados robustos, impetuosos y bien equipados a su disposición. 

Hasta aquí todo iba bien. Los Estados Unidos habían llevado a cabo su programa. Los españoles habían sido expulsados de Cuba y se había restablecido el orden. Se cerraba así el primer capítulo de la intervención estadounidense en Cuba. 

Por difícil que hubiera sido, fue fácil de llevar a cabo en comparación con lo que vendría después, porque hasta entonces los estadounidenses no habían necesitado cooperación ni ayuda. Ellos concibieron y ejecutaron sus propios planes. Aunque llevados a cabo en una tierra extraña y en condiciones nuevas, no les resultaba un trabajo desconocido. En otros lugares se había aliviado la angustia y restablecido el orden. Se trataba simplemente de adaptar los hombres, el material y el sentido común a un clima tropical.

Después de esto, sin embargo, vendría la preparación de la isla para la libertad y la independencia, pues el pueblo estadounidense, en su ansiedad por demostrar motivos desinteresados, se había comprometido a entregar Cuba a los cubanos. Sin embargo, había una salvedad, contenida en la promesa hecha al mundo entero, de que Cuba mantuviera siempre un gobierno estable. 

Al primer vistazo sobre el terreno fue evidente para los estadounidenses que para garantizar esto Cuba tendría primero que ser pacificada permanentemente, las iniquidades contenidas en el código legal eliminadas, la honestidad hecha la regla en todos los departamentos del gobierno, los niños educados adecuadamente, la iglesia retirada a su legítima esfera de influencia, el sistema de impuestos revisado, y una nueva forma de gobierno creada. 

Los cubanos, debido a su falta de experiencia, eran manifiestamente incapaces de lograr estas cosas por sí mismos, por lo que los estadounidenses, con vigor y entusiasmo, se pusieron manos a la obra para enseñarles. 

La historia de este esfuerzo es el segundo capítulo del relato de la intervención, y aún no puede escribirse todo, aunque, como ocurre con la mayoría de los relatos, puede deducirse alguna idea de lo que está por venir. Las verdaderas dificultades comenzaron en este momento, y por la sencilla razón de que la tarea requería la cooperación de los cubanos. Hasta entonces, los estadounidenses habían trabajado solos; ahora sólo debían guiar, y los cubanos realizar el trabajo al que se habían creído asignados durante mucho tiempo.

Llamando en su ayuda a los hombres cuyos nombres habían sido más generalmente identificados con la lucha por la independencia de Cuba, el general Brooke intentó una forma de gobierno casi civil. Siguió las recomendaciones de los consejeros cubanos en la medida de sus posibilidades, y estos le condujeron a escollos desde el principio. 

Descubrió que los dirigentes cubanos habían luchado por un cambio de amos y no de métodos. Se peleaban con el pueblo y entre ellos. Se opusieron a las reformas y fomentaron los problemas entre los naturales y los estadounidenses. 

La situación llegó a ser tan grave que el caos amenazó de nuevo, y el general Brooke fue retirado por una administración alarmada para dejar sitio al general Wood, que había mostrado el mayor tacto y los mejores resultados en el departamento bajo su administración. 

Probablemente el general Brooke se alegró de escapar. El lugar no le convenía, ni él al lugar. El general Wood era un hombre más joven, con la vida aún por delante, y aprovechó la gran oportunidad que se le presentaba. Su primer acto como gobernador fue uno que le granjeó el aplauso de los cubanos conservadores y propietarios, pues echó del cargo a la pandilla de pendencieros que el general Brooke había reunido y los sustituyó por los autonomistas, el grupo más digno y admirable de hombres identificados con la lucha de los cubanos contra España.

El general Wood continuó alimentando a los hambrientos, desinfectando las ciudades, vigilando el país, recaudando los ingresos necesarios a través de las aduanas y gastando el dinero donde más se necesitaba. Reconociendo los males del sistema legal y otras regulaciones públicas que habían dejado los españoles, nombró comisiones para revisarlos todos, y en cada una de estas comisiones colocó a norteamericanos para dar a los cubanos el beneficio de su sistema y experiencia. 

Día a día, a medida que los asuntos erróneos han ido llamando su atención, los ha ido enderezando. En su intenso deseo de mantener la paz en la isla, tanto por su propio bien como por el de la administración que le colocó en su alto cargo, se esfuerza por aplacar a todos los elementos opuestos. 

Si un cubano con seguidores se vuelve demasiado ruidoso o se inclina por la crítica, le da un cargo. Esta política se ha seguido con tanta asiduidad que ahora pasar lista a los titulares de los cargos es pasar lista a los principales agitadores de la isla que florecieron en tiempos de tensión y rebelión. 

Esto no significa, sin embargo, que estos hombres sean aptos para dirigir al pueblo en tiempos de reconstrucción pacífica, pues muchos de ellos son ignorantes y peligrosos demagogos, y casi todos ellos sólo están esperando el momento, y no con demasiada paciencia, hasta que se vean libres del fuerte control del gobernador americano, para poder obrar su propia voluntad en los asuntos públicos como han soñado hacer durante todos los años en que envidiaron al español el ejercicio de su poder autocrático.

En la época de los españoles, un gobernador foráneo ejercía un gobierno autocrático con ciertas limitaciones legales. Una evasión de estas limitaciones era posible, pero sólo se lograba mediante algún truco secreto. Bajo la regla americana un gobernador foráneo ejerce un poder que no reconoce limitaciones. Cada juez es considerado como un oficial militar bajo su autoridad, y cada ley no es más que una orden militar sujeta a cambio o incluso a ser borrada a una palabra del cuartel general militar. 

Bajo esta autoridad absoluta se mantiene a raya la injusticia legalizada, se vacían las cárceles de prisioneros injustamente confinados, se ajusta la tarifa de modo que, ostensiblemente al menos, se grave más a los ricos y menos a los pobres. El dinero recaudado se contabiliza de forma más general y se distribuye con mayor justicia, la instrucción pública ha recibido un fuerte impulso y, en general, en toda la isla el pueblo es libre de perseguir su propia voluntad y placer en las artes de la paz. 

Los funcionarios locales fueron al principio designados en todos los municipios, y posteriormente elegidos por sufragio restringido. Sin embargo, es dudoso que los resultados de las elecciones en cuanto a los hombres seleccionados para los cargos sean tan satisfactorios como los del sistema de designación. 

Las comisiones nombradas para planificar reformas en los sistemas jurídico y fiscal no han logrado nada tangible por voluntad propia. Las leyes de la Cuba española se mantienen hoy, con algunas modificaciones menores, como las leyes de la Cuba americana.

El capital se invertía en Cuba bajo el dominio español por derecho de garantía y concesión del gobierno. No se ha invertido capital nuevo en Cuba bajo el dominio americano por dos razones. Una, es que el gobierno de los Estados Unidos no se ha atrevido a confiar a sus propios funcionarios el derecho de otorgar concesiones. La otra razón es que el capital de todas las nacionalidades teme ahora que Estados Unidos vaya a mantener la concepción popular de la promesa dada por el Congreso en el sentido de que Cuba será entregada en manos de un gobierno cubano independiente. 

No sólo el capital se ha mostrado reacio a ir a Cuba, sino que desde la intervención estadounidense se han retirado realmente de la isla más de ciento treinta millones de dólares de dinero español y de otros países. Lo que se ha logrado en Cuba hasta el momento por la intervención estadounidense puede incluirse en la vigilancia efectiva de la isla, y ningún hombre, por muy optimista que sea en cuanto al futuro, puede poner el dedo en la llaga sobre algo más de valor permanente o señalar un hecho consumado que pueda utilizarse como argumento a favor de la afirmación de que los cubanos serán capaces en poco tiempo de dirigir un gobierno propio, independientemente de la orientación y el control real estadounidenses, que pueda calificarse de estable.

Hay buenas razones para ello. Se encuentran en la naturaleza de la intervención, en las incómodas relaciones políticas de Estados Unidos con la isla y en el carácter y la disposición del pueblo cubano.

La intervención de Estados Unidos en los asuntos cubanos fue la de una fuerza armada presente principalmente para preservar el orden. Esto en sí mismo implica superioridad. Esta implicación es de lo más objetable para cualquier pueblo por débil que sea nacionalmente. 

Para el orgulloso y excitable cubano, lleno de antagonismo racial natural, la plena comprensión de esta actitud de los norteamericanos, la de un severo maestro de escuela con la vara en la mano obligando al buen comportamiento, trajo consigo resentimiento y distanciamiento de la obra propuesta de americanizar el gobierno en todas sus funciones. 

Necesariamente se ha continuado con la forma militar de la intervención americana. Necesariamente el gobernador americano ha retenido en sus propias manos la autoridad final en todas las cosas. Cada día se ha hecho más difícil predecir cuándo se podría prescindir de esta forma de intervención o en qué momento, o en qué punto se podría permitir que la autoridad americana caducara y la cubana se convirtiera en definitiva. 

Hasta ahora los cubanos se muestran en general pasivos en cuanto a estas cosas, pero ellos, al igual que los estadounidenses que ejercen la autoridad, son plenamente conscientes de que el día no se acerca perceptiblemente, ni está cada vez más claro cuándo y cómo los Estados Unidos pueden «dejarlo ir».

España se vio obligada a regañadientes a entregar a su revoltoso hijo a Estados Unidos. El Congreso de los Estados Unidos, para satisfacer la conciencia nacional, todavía gobernada en 1898 por la teoría del aislamiento de la virtud nacional, aprobó una resolución declarando que era el sentimiento del padrastro que el niño fuera libre e independiente. 

Sin embargo, había una restricción previa a esta intención que tenía precedencia, y era la promesa a la comunidad internacional por parte del futuro padre de que el niño debería comportarse siempre en lo sucesivo, no sólo ante el mundo, sino en sus relaciones con aquellos que echaran su suerte en su íntima compañía. 

En el transcurso de un artículo titulado “Growth of our Foreign Policy”, en el Atlantic de marzo, el honorable Richard Olney expresó brevemente el único significado que puede tener esta promesa en las condiciones actuales, y es que Cuba, desde la firma del tratado con España, pertenecía a Estados Unidos como fideicomisario, y seguiría perteneciendo así. 

Esta conclusión es lógica e inevitable tanto si se considera el asunto desde el punto de vista geográfico, estratégico, político, comercial, o en interés de la vigilancia efectiva del continente americano, una tarea asignada a Estados Unidos por las naciones de la tierra, y reclamada por ese país como un derecho así como aceptada como una responsabilidad. 

El Tratado de París, en la medida en que afecta a las relaciones de Estados Unidos con Cuba, tiene precedencia sobre la legislación interna promulgada como una cuestión de conveniencia o disculpa política, especialmente cuando dicha legislación se limita a expresar un sentimiento, sujeto a cambios legítimos a la luz de una información y experiencia más completas.

Se puede suponer sin entrar en detalles que mientras a los cubanos no se les haya confiado una gran responsabilidad en ningún departamento de su propio gobierno, poco o ningún progreso se ha hecho para inducirlos a un esquema de autogobierno como el que posiblemente contemplaron aquellos que hace dos años, o incluso más recientemente, abogaban honestamente y creían en la posibilidad de una Cuba libre e independiente. 

Los cubanos se quejan ahora amargamente de que nadie puede decir si pueden gobernarse a sí mismos o no hasta que se haya probado. Los estadounidenses los calman con discursos elogiosos, alaban su patriotismo, su generosidad, su adaptabilidad, su sentimentalismo, su afán por añadir sus nombres a la lista de sueldos del gobierno, e invariablemente concluyen con un tributo a sus gracias sociales. 

A la persistente y repetida pregunta de cuánto tiempo va a continuar el estatus actual, los estadounidenses se muestran evasivos, indefinidos o contemporizadores, ya que ningún hombre familiarizado con la isla, su gente y sus asuntos, por muy optimista que sea su creencia en el destino de Cuba como república libre, ha tenido la temeridad de fijar un día en el futuro próximo en el que se pueda retirar con seguridad el poder policial estadounidense. 

Esto se debe a la absoluta falta de autocontrol político que han manifestado los cubanos en casi todas las ocasiones en que podría haberse ejercido con ventaja. En las reuniones de las comisiones han reducido a los miembros norteamericanos a la desesperación y a un sentimiento de desesperanza de lograr alguna vez el objeto en vista. 

Como funcionarios han abusado de su poder, y muchos de ellos no han mostrado ninguna concepción de la idea de un cargo público como una confianza pública. Su incapacidad, su falta de progresismo y, en muchos casos, su deshonestidad han mantenido a los funcionarios estadounidenses ocupados corrigiendo errores y enderezando entuertos. 

La idea española de gobierno se ha criado en ellos y están completamente imbuidos de su espíritu. Si la intervención norteamericana cesara hoy, Cuba se convertiría, en un plazo increíblemente corto, en una furiosa caldera de alboroto civil provocado por la guerra interna por el botín. Con el tiempo triunfaría el hombre o la facción más fuerte, y se organizaría entonces un gobierno del mismo carácter indeseable que los que existen ahora en los países centroamericanos.

A los cubanos no les gustan los americanos, y eso es bastante natural. Para los cubanos inteligentes, los estadounidenses representan un país que creen que ahora les está negando su derecho de nacimiento. Con los ignorantes, el antagonismo racial es fuerte. 

Estas son generalizaciones, por supuesto, pues hay muchas excepciones, como hay cubanos que están a favor de la anexión, pero son una minoría irremediable. Con una Cuba libre existe la cuestión racial, siempre presente, siempre amenazadora y siempre peligrosa. 

Casi un tercio de la población es negra, y una raza no se mezcla con la otra en términos de igualdad social. Incluso se ha propuesto seriamente por conocidos cubanos que tan pronto como Cuba fuera libre se dividiera en dos repúblicas, los negros ocuparían la parte oriental de la isla y los blancos la occidental. 

Es difícil para los estadounidenses que no están familiarizados con los pueblos de los países hispanoamericanos darse cuenta del tremendo abismo que existe entre ellos y el pueblo de Estados Unidos en sus costumbres, forma de pensar, ideales políticos y normas morales en asuntos que afectan al bien público. 

Los cubanos son hispanoamericanos. Al igual que en México y Centroamérica, la riqueza y la inteligencia de Cuba están en manos de extranjeros y de un pequeño porcentaje de nativos que han vivido mucho en el extranjero o que poseen cualidades excepcionales. 

Una Cuba gobernada por los estadounidenses significa un sufragio restringido y una seguridad relativa. Una Cuba libre significa sufragio universal y la rápida caída de la frágil estructura política diseñada y erigida por los estadounidenses, y ahora mantenida intacta sólo por su presencia.

La continuación de las condiciones actuales en Cuba será posible durante algún tiempo sin graves problemas. El experimento de una Cuba libre puede incluso intentarse con el tiempo, dependiendo esto en gran medida del sentimiento público y del poder dominante en las políticas de Estados Unidos. 

Inevitablemente resultará en otra intervención que no necesitará disculpas, y continuará mientras Estados Unidos siga siendo una nación. 

Es posible que la anexión sea provocada por una franquicia restringida, que con el tiempo perderá la esperanza de una Cuba libre, y buscará la ventaja comercial y la estabilidad política en una unión con Estados Unidos. 

También es posible que la situación en Cuba se vuelva tan tensa, incluso hasta la violencia, que Estados Unidos reconozca un cambio de política, y con la mayor suavidad posible transmita a los cubanos la imposibilidad de una república independiente en vista del fracaso de los planes bien trazados en sentido contrario. 

Lo único que parece absolutamente remoto, improbable y casi imposible desde todos los puntos de vista es una república cubana libre e independiente. 

La esperanza de Cuba no está en la generación actual, sino en la venidera. Con educación, desarrollo, contacto con las instituciones estadounidenses y un largo respiro de la guerra de guerrillas, el nuevo pueblo de Cuba hará una nueva Cuba. 

Este pueblo no deseará una existencia política separada, pues se dará cuenta de los mayores beneficios de la libre relación social y comercial con una nación poderosa de la que forma parte, y cuyas necesidades en ciertas direcciones sólo pueden ser suplidas por ella.

Julio de 1900.



* Artículo original: “Cuba of to-Day and to-Morrow”. Traducción: ‘Hypermedia Magazine’.







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