La invasión de Ucrania por parte del presidente ruso Vladímir Putin, en febrero de 2022, cambió el curso de la historia. Lo hizo, por supuesto, de forma más directa para los ucranianos que sufrieron este brutal acto de agresión. Pero la guerra también transformó a Rusia misma mucho más de lo que la mayoría de los observadores externos comprende. Ningún alto el fuego —ni siquiera uno negociado por un presidente estadounidense afín a su homólogo ruso— puede revertir hasta qué punto Putin ha convertido la confrontación con Occidente en el principio organizador de la vida rusa. Y ningún cese de hostilidades en Ucrania puede deshacer la profundización de la relación de Rusia con China.
Como resultado de la guerra, la Rusia de Putin se ha vuelto mucho más represiva, y el sentimiento antioccidental se ha hecho aún más omnipresente en la sociedad rusa. Desde 2022, el Kremlin ha llevado a cabo una campaña sistemática para suprimir la disidencia política, difundir propaganda bélica y antioccidental en el interior del país, y crear amplios sectores de la población que se benefician materialmente de la guerra. Decenas de millones de rusos —incluidos altos funcionarios y muchos de los individuos más ricos del país— consideran ahora a Occidente como un enemigo mortal.
Durante tres años, los responsables políticos de Estados Unidos y Europa mostraron una notable determinación para hacer frente a la agresión de Putin. Pero también, en ocasiones de forma involuntaria, alimentaron las narrativas del Kremlin según las cuales Occidente desprecia a Rusia y el conflicto con el país es de carácter existencial. La estrategia de los líderes occidentales estuvo marcada por la falta de un enfoque coherente y a largo plazo hacia Rusia, acompañada de una retórica que, en ocasiones, sugería un proyecto mucho más ambicioso del que realmente existía.
En 2024, por ejemplo, Kaja Kallas —entonces primera ministra de Estonia y ahora principal diplomática de la UE, en su calidad de vicepresidenta de la Comisión Europea y alta representante para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad— afirmó que los líderes occidentales no debían preocuparse de que el compromiso de la OTAN con una victoria ucraniana pudiera provocar la desintegración de Rusia. La maquinaria de propaganda del Kremlin difundió ávidamente esta declaración para presentar la partición de Rusia como el verdadero objetivo de Occidente.
El presidente estadounidense Donald Trump ha socavado la unidad de la alianza transatlántica al buscar una rápida conclusión del conflicto. Pero incluso si los gestos conciliadores de Trump hacia Putin logran una distensión superficial en las relaciones entre Estados Unidos y Rusia, la desconfianza fundamental de Putin hacia Occidente hará imposible una reconciliación auténtica. Putin no puede estar seguro de que Trump consiga convencer a Europa de restablecer sus vínculos con Rusia, y sabe que en 2028 una nueva administración estadounidense podría dar otro giro radical en su política. Son pocas las empresas estadounidenses que se están preparando para regresar al mercado ruso. Y Putin no se desvinculará de su relación estratégica con el líder chino Xi Jinping. El Kremlin seguirá adoptando tecnología china (incluidas herramientas de represión digital), mantendrá su dependencia de los mercados y del sistema financiero de China, y profundizará sus vínculos de seguridad con Pekín, aunque ello lo sitúe en rumbo de colisión con Washington.
La estrategia de apaciguamiento de Trump, por muy desagradable que resulte, podría empujar a otros líderes, especialmente en Europa, a redoblar sus esfuerzos en favor de una política de contención o incluso a exhibir una hostilidad abierta hacia Rusia. Pero hacerlo sin más sería un error. El régimen de Putin casi con toda seguridad no colapsará desde dentro. Por tanto, la disuasión debe seguir siendo la piedra angular de la política occidental—y especialmente de la estrategia europea—al menos a corto plazo.
Sin embargo, algún día Putin dejará de estar en escena. Incluso si, como es probable, los futuros líderes de Rusia provienen de su círculo más cercano, tendrán mayor margen para definir el rumbo del país —y algunos incentivos prácticos para corregirlo—. Aunque su población no se muestra inquieta, la Rusia de Putin es débil desde dentro. La vía más evidente para que sus sucesores mejoren la posición del país sería reequilibrar su política exterior. Por eso, incluso mientras los líderes europeos refuerzan su política de disuasión frente a Rusia, deben empezar a prepararse para aprovechar la ventana de oportunidad que se abrirá con la salida de Putin.
Deben elaborar una visión de un nuevo tipo de relación con Rusia, despojada de la ilusión de que, para convertirse en un socio económico y estratégico sólido para Occidente, el país debe transformarse por completo como lo hizo Alemania Occidental tras la Segunda Guerra Mundial. Deben proponer términos concretos para una convivencia pacífica, como estrategias de control de armamentos y formas de interdependencia económica que impidan su utilización como arma por cualquiera de las partes. Y los líderes europeos (así como los políticos estadounidenses que no comparten la inclinación pro-Putin de Trump) deberían comenzar a comunicar esa visión con mayor claridad en todos sus mensajes relacionados con Rusia, incluso —por ejemplo— cuando anuncien el aumento de sus presupuestos militares.
No todos en el Kremlin comparten la obsesión antioccidental de Putin. En privado, muchas élites rusas reconocen que la guerra en Ucrania no solo fue un crimen moral, sino también un error estratégico. Cuanto más fácil les resulte a estos pragmáticos imaginar una mejor relación con los países occidentales, más probabilidades tendrán de imponerse en las inevitables luchas internas que seguirán al final de la era Putin. Cambiar el mensaje de Occidente hacia Rusia no solo es una buena preparación para el futuro: también es una política acertada para el presente. Si los líderes occidentales dejan de reforzar la narrativa del Kremlin según la cual están empeñados en mantener una confrontación indefinida con Rusia, eso podría, a su vez, restar atractivo a los populistas de extrema derecha y extrema izquierda que afirman que el complejo militar-industrial está decidido a perpetuar la guerra.
Pero si, por el contrario, los líderes occidentales siguen sugiriendo que ni siquiera vale la pena hablar de una forma de convivencia más beneficiosa para ambas partes, corren el riesgo de poner a los futuros dirigentes del Kremlin en un camino peligroso, haciéndoles sentir que no tienen otra opción que perpetuar todas las posturas de Putin, incluida su dependencia de China. Algunos en Occidente pueden pensar que los últimos tres años les han enseñado que tienen muy poca capacidad para influir en el rumbo de Rusia. Pero disponen de herramientas que aún no han utilizado por completo y que sería imprudente desechar.
Conflicto de intereses
Durante los dos primeros mandatos de Putin en el Kremlin —entre 2000 y 2008—, el PIB de Rusia casi se duplicó gracias al auge de los precios de las materias primas, la entrada de inversiones occidentales, las reformas de mercado y un auge del emprendimiento. En comparación con las épocas dictatoriales del zarismo y del comunismo, y con la década caótica que siguió a la caída de la Unión Soviética, el país nunca había sido tan próspero y tan libre al mismo tiempo. Aunque el crecimiento económico se desaceleró en la década de 2010, el contrato social se mantuvo en gran medida intacto.
Sin embargo, a lo largo de la guerra en Ucrania, tanto la economía rusa como el contrato social que esta sustentaba han experimentado cambios sustanciales. En Foreign Affairs, en enero de 2024, la economista Alexandra Prokopenko describió la situación del Kremlin como una “tríada imposible”. El Kremlin necesitaba financiar una guerra cada vez más costosa, mantener el nivel de vida de la ciudadanía y salvaguardar la estabilidad macroeconómica del país, tres objetivos que no podían alcanzarse simultáneamente.
Pero Putin resolvió el rompecabezas. Eligió centrarse en financiar la guerra: entre 2025 y 2027, el gobierno ruso planea destinar alrededor del 40% de su presupuesto estatal a defensa y seguridad, desatendiendo otras prioridades como la sanidad o la educación. Económicamente, la guerra ha resultado beneficiosa para una mayoría de rusos. Tras una leve caída en 2022, el PIB de Rusia creció un 3,6% en 2023 y otro 4,1% en 2024, gracias al gasto en defensa. Las principales consecuencias negativas de la guerra, como la inflación de dos dígitos, no comenzaron a manifestarse hasta finales de 2024. Incluso después de que callen las armas en Ucrania, la economía rusa seguirá profundamente militarizada. La industria de defensa tendrá que reponer las colosales pérdidas de equipamiento del ejército, y Putin ha emprendido un costoso plan de modernización militar.
Si la guerra en Ucrania se reanuda o continúa, la situación económica de los rusos podría volverse mucho más sombría. Pero es poco probable que ese escenario genere una presión seria para un cambio de régimen. Cuanto más se ha tensionado la economía rusa, más ha reforzado Moscú la represión. El Kremlin ha criminalizado las críticas a la guerra y al ejército ruso, y ha lanzado procesos judiciales de alto perfil contra disidentes prominentes y anónimos por igual. El régimen también ha ampliado drásticamente la lista de personas que considera oficialmente “agentes extranjeros” y sus ataques contra organizaciones clasificadas como “indeseables”, presentando a los críticos de la guerra una disyuntiva tajante: el exilio en el extranjero o la cárcel en casa. Las fuerzas policiales y de seguridad tienen todos los incentivos para perseguir este tipo de casos, ya que sus agentes son recompensados según el número de “enemigos” que logren identificar.
Mientras Putin hacía prohibitivo el coste de criticar su guerra, convirtió al mismo tiempo esa guerra en un vehículo de redistribución de la riqueza. Sus principales beneficiarios, por supuesto, han sido los miembros de su círculo íntimo y sus redes clientelares. Algunos de ellos han aprovechado la salida de empresas extranjeras y multinacionales de Rusia para adquirir activos devaluados, o simplemente confiscarlos, normalmente con el respaldo de actores poderosos, como el líder checheno Ramzán Kadýrov. Pero más allá de los superricos, hay decenas de miles de oportunistas que se han beneficiado de la guerra, como los empresarios que ganan dinero burlando las sanciones. Más abajo en la escala, cientos de miles de profesionales cualificados —especialmente en los sectores de tecnología, finanzas y servicios empresariales— están cobrando salarios más altos debido a la emigración de colegas disidentes y a la creciente escasez de personal cualificado.
Por último, Putin ha comprado apoyo sobornando a los hombres movilizados al frente, a los trabajadores de las fábricas militares y a sus familiares. Según el Kremlin, en junio de 2024 había unos 700.000 rusos en el frente. El salario medio de un soldado ruso ronda actualmente los 2000 dólares mensuales, el doble del promedio nacional y cuatro veces el promedio general en las decenas de regiones que más reclutas han aportado. Desde el inicio de la invasión, más de 800.000 soldados rusos han muerto o resultado heridos; el gobierno ha enviado hasta 80.000 dólares a las familias por cada baja o fallecimiento. El gasto público del Kremlin ha creado así un amplio grupo de personas que deben su mejora material —y sus perspectivas laborales— a una guerra injusta. En 2024, el Kremlin lanzó un programa para formar y colocar a veteranos en empleos del sector público o en la administración estatal.
La guerra se ha convertido también en un medio de ascenso social para quienes trabajan en el sector público. Los burócratas civiles disponen ahora de una nueva plataforma profesional: trabajar en los territorios ocupados acelera los ascensos. Para los cientos de miles de rusos empleados en los servicios de contrainteligencia y cuerpos de seguridad, capturar a agentes occidentales y ucranianos, y neutralizar a activistas y periodistas contrarios a la guerra, se ha vuelto una vía directa de promoción profesional. Todo ello ha politizado profundamente la burocracia rusa. Incluso en instituciones antes relativamente pragmáticas, como el banco central, los tecnócratas formados en Occidente se han convertido en soldados de la guerra contra las sanciones occidentales.
Mucho antes de la guerra a gran escala en Ucrania, y debido a la represión de Putin, la sociedad rusa ya sufría de inercia y de una arraigada sensación de impotencia aprendida. Pero en los últimos años, el Kremlin ha emprendido una labor de ingeniería social de gran alcance para incrustar la desconfianza hacia Occidente en la psique rusa. En septiembre de 2022, introdujo en todas las escuelas sesiones semanales de propaganda, disfrazadas de lecciones de patriotismo, que difunden el relato bélico oficial. El Estado se ha vuelto cada vez más intervencionista en el ámbito del entretenimiento y la cultura, forzando al exilio a músicos, artistas y escritores con pensamiento independiente; calificando de “extremistas” a escritores disidentes; y organizando juicios ejemplares contra intelectuales liberales que se opusieron a la guerra. Inspirado en el Partido Comunista Chino, el Kremlin ha intentado levantar un cortafuegos digital, prohibiendo Instagram y Facebook, y restringiendo el acceso a YouTube, que hasta hace poco era utilizado diariamente por casi la mitad de los rusos mayores de 12 años.
Por supuesto, un cisne negro podría hacer estallar esta “Fortaleza Rusia”. El reciente colapso repentino del gobierno de Bashar al-Ásad en Siria demuestra que incluso los regímenes más brutales pueden ser más frágiles de lo que aparentan. Pero la caída total del régimen de Putin sigue siendo improbable. Si el flujo de dinero necesario para comprar el silencio de los posibles críticos empieza a agotarse, el Estado podrá compensarlo con una dosis aún mayor de brutalidad.
Baile de guerra
La guerra en Ucrania no desvió temporalmente la política exterior rusa. La ha transformado de forma permanente. La política exterior de Rusia se ha subordinado a tres objetivos: forjar alianzas que respalden su esfuerzo bélico, mantener a flote una economía sometida a sanciones, y vengarse de Occidente por su apoyo a Ucrania. Los funcionarios rusos han invertido considerablemente en nuevas alianzas con regímenes y entidades dispuestos a imponer costos adicionales a Occidente, en particular Corea del Norte, Irán y los aliados iraníes como la milicia hutí en Yemen.
Si la guerra termina y Estados Unidos levanta sus sanciones, el Kremlin podría suspender temporalmente algunas de sus actividades más audaces contra Washington, como el suministro de armas a enemigos estadounidenses como los hutíes. Pero mantendrá la capacidad de reanudarlas en cuanto el equipo de Trump abandone el poder. Además, el Kremlin ha trabajado por conservar y expandir sus vínculos con países en desarrollo en todo el mundo, ofreciendo descuentos significativos en sus materias primas y aumentando las exportaciones a India y el Sudeste Asiático, África, Oriente Medio y América Latina.
Lo más notable es que Rusia se ha volcado decididamente hacia China. Antes de la guerra, ambos países mantenían una interdependencia asimétrica: China tenía mayor poder de negociación, pero Rusia diversificaba su apuesta conservando lazos comerciales, financieros y tecnológicos con Europa. Desde 2022, sin embargo, Putin ha aceptado una dependencia mucho más profunda de China a cambio del apoyo de Pekín a su guerra. El Kremlin ha logrado sostener su ofensiva durante tres años únicamente gracias al flujo de componentes clave para armamento procedentes de China. La economía rusa se ha mantenido a flote porque Pekín compra ahora el 30% de sus exportaciones —frente al 14% en 2021— y provee el 40% de sus importaciones, comparado con el 24% previo a la guerra. Además, China ha proporcionado a Moscú una infraestructura financiera denominada en yuanes que le permite llevar a cabo su comercio exterior.
Rusia ha apostado a que esta dependencia le será beneficiosa. Como China es el principal adversario de Estados Unidos, reforzarla representa, desde la óptica del Kremlin, una inversión estratégica en la caída de la primacía global estadounidense. Por ese motivo, Rusia ha empezado a compartir con China diseños de armas que antes de 2022 se había negado a divulgar. Ha incentivado a sus laboratorios y universidades a integrarse en el ecosistema de innovación chino, impulsando proyectos conjuntos chino-rusos en ciencias naturales, matemáticas aplicadas, tecnologías de la información y exploración espacial. El número de rusos empleados en empresas chinas como Huawei se ha disparado. Moscú suministra a China materias primas baratas como petróleo y gas por rutas terrestres —garantizando el acceso de Pekín a esos recursos en caso de un bloqueo marítimo— y también uranio para su programa de armas nucleares.
Asegurar escotillas
Durante su campaña de reelección de 2024, Trump prometió “desunir” a China y Rusia. En cierto modo, como presidente, parece estar intentando hacerlo con sus gestos de cercanía hacia Putin. Pero, independientemente de los esfuerzos que haga Trump, la Rusia de Putin nunca dejará de representar una amenaza para Europa y Estados Unidos. Europa tendrá que seguir trabajando para disuadir al régimen ruso y prepararse para hacerlo con mucho menos apoyo de EE. UU. Aun así, los líderes europeos deberían seguir enmarcando esta tarea como un esfuerzo transatlántico, preferiblemente a través de la OTAN o, si el equipo de Trump se niega a colaborar, mediante un grupo de aliados estadounidenses de alto nivel que incluya expertos en política exterior, mandos militares y líderes de la industria de defensa estadounidense.
La primera prioridad es ampliar la producción de defensa. Algunos analistas presentan esto como un reto sencillo, pero no lo es. Si los responsables políticos apuestan por reforzar la seguridad de Europa sin abordar al mismo tiempo el escaso crecimiento económico del continente, solo darán alas a los populistas que se oponen al aumento del gasto en defensa y abogan por apaciguar a Putin.
Europa y Estados Unidos también deben contrarrestar la llamada guerra en la sombra de Rusia. Moscú ha desarrollado múltiples métodos para minar la seguridad y la política de las democracias, entre ellos actos de sabotaje, asesinatos selectivos, desinformación en línea e injerencia electoral. El Kremlin se enorgullece de estos instrumentos, y su uso probablemente continuará incluso después de cualquier alto el fuego en Ucrania. No existe un marco acordado con Rusia para gestionar las escaladas de guerra híbrida; hay que construir uno. Tanto Estados Unidos como Europa deberán hacer inversiones generacionales en contrainteligencia, lucha antiterrorista y combate del crimen organizado; la aparición espontánea del islamismo radical y el extremismo de ultraderecha en Europa ha creado un entorno ideal para que el Kremlin lo explote.
Junto al fortalecimiento de la disuasión, sin embargo, los líderes occidentales —y especialmente los europeos— deben empezar a concebir un enfoque distinto hacia Rusia. El país que heredarán los sucesores de Putin estará casi con toda seguridad profundamente desequilibrado, tras años de sobredimensionamiento militar, pérdida de acceso a tecnologías de vanguardia, excesiva dependencia de China y el modo en que la guerra en Ucrania ha agravado las ya adversas tendencias demográficas. Dado que las élites militares, de inteligencia y de seguridad han invertido en la guerra y se han beneficiado de ella, los sucesores de Putin tendrán pocos incentivos inmediatos para romper con el pasado. Ni siquiera los rusos más pragmáticos querrán una relación abiertamente hostil con China. Pero una facción considerable de pragmáticos dentro de la élite rusa comprende que la guerra en Ucrania fue un desastre y podría desear desmantelar gradualmente los aspectos más tóxicos del legado de Putin—aunque solo lo harán si saben que, del lado occidental, podría abrirse una puerta.
Ablandar el terreno
Cambiar el mensaje de Occidente hacia Rusia —y lograr que ese nuevo mensaje sea coherente— será una tarea ardua, y no solo porque Trump ha dinamitado la unidad de la alianza transatlántica. Dentro de Europa, los distintos gobiernos tienen posturas divergentes respecto a Rusia. Pero los responsables políticos europeos y los líderes estadounidenses que no desean seguir el enfoque de Trump pueden empezar por imaginar concretamente los contornos de una relación de seguridad más estable.
Si los acontecimientos siguen su curso actual, pronto tanto la OTAN como Rusia estarán armadas hasta los dientes, no solo con armas convencionales —como tanques y drones— sino también con armas estratégicas, como misiles nucleares hipersónicos. Los riesgos derivados de este escenario recuerdan a los de la Guerra Fría, y también su posible remedio: el control de armamentos, con mecanismos sólidos de verificación y canales de comunicación para gestionar incidentes. Si los negociadores occidentales y rusos logran establecer un nivel suficiente de confianza, el siguiente paso sería firmar acuerdos que impongan recortes a los arsenales de armas convencionales y estratégicas (como el Tratado de Reducción de Armas Estratégicas entre Estados Unidos y Rusia, que expira en 2026, o el Tratado sobre Fuerzas Armadas Convencionales en Europa, que la OTAN y Rusia suspendieron en 2023). Ambas partes podrían discutir formas de limitar su injerencia en los asuntos internos del otro si Rusia está dispuesta a abandonar sus intentos de subvertir las democracias.
La interdependencia económica fue en otro tiempo fuente de prosperidad tanto para Rusia como para Occidente. Para cuando Putin abandone el poder, es probable que Europa haya desmantelado por completo su dependencia de las materias primas rusas. Si lo ha hecho, reanudar algunas importaciones no pondría en riesgo la autonomía europea; contribuiría a diversificar aún más sus cadenas de suministro. Restablecer los vínculos comerciales también beneficiaría a Rusia al reducir su dependencia del mercado chino.
Sin embargo, ningún acercamiento sustancial entre Rusia y Occidente podrá producirse sin abordar la guerra criminal que Putin desató contra Ucrania. Incluso si Moscú y la OTAN reanudan las negociaciones sobre control de misiles, no se podrá establecer un nuevo equilibrio significativo mientras una Ucrania amenazada siga fabricándolos. Cualquier proyecto futuro para restablecer plenamente los lazos económicos con Rusia deberá generar fondos para la reconstrucción de Ucrania o incluso para algún tipo de reparación.
Desde luego, es poco probable que Moscú acepte jamás la presencia de esa palabra en un documento oficial. Pero, por ejemplo, un impuesto especial sobre las materias primas rusas vendidas a Europa podría destinarse a Ucrania durante un número de años acordado. O los actores internacionales podrían crear un fondo para la reconstrucción de Ucrania al que Rusia aporte un porcentaje determinado de su PIB durante un periodo concreto. Cuanto más crezca la economía rusa, más dinero recibirá Ucrania, lo cual crearía incentivos para que la UE compre productos rusos e invierta en el país.
Muchos países europeos querrán implicar a Ucrania a la hora de diseñar cualquier estrategia hacia Rusia después de Putin. Para muchos en Kiev, una Rusia permanentemente debilitada o incluso destruida puede parecer el mejor desenlace posible. Pero ese resultado difícilmente serviría a los intereses de Europa, dada la amenaza que representa el colapso de un vecino gigantesco cuyo territorio está lleno de armas de destrucción masiva. La pertenencia de Ucrania a la OTAN es anatema para Putin, y sus sucesores podrían mostrarse igual de hostiles. Pero unos líderes rusos más pragmáticos podrían acabar comprendiendo que una Ucrania dentro de la OTAN representa una amenaza menor que una Ucrania vengativa y libre de las reglas y la disciplina de la alianza.
Señal de giro
Para presentar esta nueva visión a los rusos, los países occidentales deben reactivar con urgencia los canales de comunicación que dejaron marchitar durante la guerra. Es necesario dejar claro tanto al pueblo como a las élites rusas que quien busca aislar a Rusia de Occidente es el Kremlin, no el mundo occidental. Artistas, científicos, intelectuales y deportistas que no han difundido propaganda bélica no deberían ser cancelados únicamente por ser rusos, y Europa debe ajustar sus políticas de visados, que actualmente dificultan enormemente a los rusos viajar al continente.
En sus mensajes públicos, los dirigentes y funcionarios occidentales deben insistir sin descanso en que su oposición no va dirigida contra los rusos, sino contra las desastrosas decisiones políticas de Putin. Deben argumentar que esas decisiones han hecho que los propios ciudadanos rusos sean hoy menos prósperos y menos seguros. Además, los representantes occidentales deben restablecer un contacto más sostenido con los burócratas del Kremlin y las élites diplomáticas que, tras la salida de Putin, constituirán el núcleo del aparato estatal ruso. Pueden hacerlo, en primer lugar, en foros internacionales, donde las conversaciones con interlocutores rusos servirán a intereses comunes ya existentes, como evitar provocaciones involuntarias en el mar y el aire. Evidentemente, muchos de esos interlocutores rusos intentarán obtener información de inteligencia. Pero ese riesgo no es nada nuevo.
Imaginar una Rusia posterior a Putin puede parecer algo lejano y abstracto, sobre todo después de que fracasaran los intentos de derrocarlo —el más destacado, el motín protagonizado en 2023 por el líder mercenario Yevgueni Prigozhin—. Pensar en vías para restablecer el vínculo con Rusia incluso puede parecer divisivo. La unidad que Occidente alcanzó en torno a Ucrania antes de la reelección de Trump fue un logro. Ahora, con un presidente pro-Putin en la Casa Blanca, esa unidad europea puede parecer aún más valiosa. Pero muchos países del continente, especialmente los situados en el flanco oriental de la OTAN, simplemente no quieren contemplar ningún tipo de distensión con el Kremlin, ni siquiera después de la salida de Putin.
Y, sin embargo, deben hacerlo. Los líderes occidentales tienen que afrontar y atender las preocupaciones de sus propios ciudadanos, muchos de los cuales no desean una confrontación abierta y costosa con Rusia que se prolongue indefinidamente. Imaginar una relación pragmática no sería un simple ejercicio intelectual. Podría convertirse en una herramienta para incentivar la transición en Rusia. Aunque es improbable que Putin reciba con agrado cualquier gesto occidental, su mera existencia podría fragmentar su régimen una vez que se haya marchado. Putin no ha preparado a ningún sucesor porque teme que eso erosione su poder. Si finalmente designa a uno, esa persona será mucho más débil que él, lo que abriría espacio para que otras fuerzas políticas compitan por la influencia. Incluso si no se desata una lucha abierta por la sucesión, la transición rusa tras Putin podría parecerse a la que tuvo lugar en los años cincuenta tras la muerte de Stalin, cuando el surgimiento de una dirección colegiada de facto permitió un giro hacia la liberalización y el pragmatismo.
El reciente cambio de liderazgo en Estados Unidos tomó a Europa por sorpresa. Lo mismo ocurrirá con un cambio repentino en el Kremlin si Occidente no empieza a imaginar activamente cuál podría ser su relación con Rusia después de Putin. Una guerra perpetua que oscile entre lo frío y lo caliente no es inevitable. Pero si los líderes occidentales posponen la formulación de una visión alternativa, corren el riesgo de facilitar que Putin convierta la confrontación con Occidente en el legado permanente de su régimen.
* Artículo original: “The Russia That Putin Made”. Traducción: ‘Hypermedia Magazine’.

El apocalipsis somalí
“Fue Castro quien arrastró por primera vez a la URSS al continente africano —sin pedir permiso, cabe añadir— al enviar tropas cubanas en apoyo del MPLA”.