Las dos preguntas que más a menudo me hace la gente acerca de mi trabajo son “¿es lo que usted esperaba?” y “¿qué es lo que más lo ha sorprendido?”.
Mi respuesta es la misma para ambas. La vida como senador de los Estados Unidos se parece bastante a lo que yo esperaba que fuera, y eso es lo que más me ha sorprendido.
Mis antecedentes como líder de una asamblea legislativa me prepararon bastante bien para mi experiencia en el Senado, aunque el lugar ciertamente tiene unas cuantas características exclusivas.
El Senado de los Estados Unidos es uno de los pocos cuerpos legislativos, si no el único, en el que una mayoría simple no consigue nada. Sin el consenso de cada uno de los senadores, lo que se conoce como “unanimous consent” o “consentimiento unánime, incluso las tareas básicas, de rutina, pueden ser difíciles de llevar a término.
El “morning business” o “negocio de la mañana”, por ejemplo, es un período de tiempo al inicio de cada día, reservado para que los senadores hablen de cualquier tema escogido por ellos. En la práctica, sin embargo, los días de mucha y variada actividad, los senadores vienen a la sala para tocar varios temas a lo largo del día.
Para poder hacerlo, sin embargo, deben obtener un “UC” o unanimous consent para hablar “as if in morning business” que significa “como en el negocio de la mañana”. Usualmente, se trata solo de una solicitud rutinaria; el UC rara vez es denegado si el Senado no está debatiendo algún proyecto de ley específico. Pero puede ser denegado con solo un senador que se oponga, por la razón que sea.
En un cuerpo legislativo de solo cien miembros, todo el mundo se conoce. Es más común que se enardezcan los ánimos en la Cámara de Representantes, que cuenta con cuatrocientos treinta y cinco diputados, muchos de los cuales jamás se han conocido y solo se encuentran con algunos de sus colegas en debates sobre legislaciones. Muchos de sus miembros no se conocen entre ellos y resulta más fácil tenerle aversión a un extraño.
En el Senado, en cambio, no hay extraños; todos los caminos eventualmente se cruzan. Cuando en el Senado se debate con los colegas, uno ya los ha visto, los conoce y, a menudo, hasta ha trabajado con ellos en alguna legislación. Además, siempre necesitará de su cooperación en el futuro, aunque solo sea para obtener un UC para alguna solicitud poco importante.
Cuando los reflectores se apagan y las cámaras no están filmando, a pesar de sus diferencias políticas, los senadores interactúan y socializan unos con otros como lo hace la gente en cualquier parte. Hablan de sus familias, de deportes y de cosas comunes y corrientes de la vida diaria. Y, por supuesto, también se habla de trabajo.
Los senadores siempre buscan unirse con uno o más miembros del partido contrario para presentar alguna legislación, puesto que las reglas del Senado impiden que la mayoría de las leyes sean aprobadas si no existe algún tipo de apoyo bipartidista. Pero también hay otras motivaciones para la cooperación bipartidista.
Primero, los propios electores de uno la aprecian. La mayoría de los americanos quiere ver a republicanos y demócratas trabajando juntos por el bien del país. También resulta refrescante poder liberarse de las usuales restricciones del partidismo y trabajar con colegas del otro bando. Incluso en los temas en los que no hay un acuerdo bipartidista, la mayoría de los senadores respetan los puntos de vista de la oposición, especialmente si esos puntos de vista descansan sobre principios y no sobre política.
Entablar con los colegas relaciones de mutuo respeto y cooperación para afrontar los retos del país es respetable y muy digno. Pero no debe hacerse a expensas de las convicciones que nos permitieron llegar al cargo. Hacer a un lado nuestras diferencias no significa que dejemos de lado nuestros principios.
Mi campaña se desarrolló alrededor de un tema central: el país afrontaba retos enormes; las elecciones debían tratar sobre el rumbo que había tomado el país; y, de ser elegido, jamás evadiría mi responsabilidad de defender los principios de un pueblo libre y de la gran nación que ese pueblo construyó.
En mi primer año, se me pidió votar contra una regla que prohíbe los earmarks —fondos asignados a proyectos no meritorios o de muy baja prioridad para todos salvo unos pocos— que en el pasado han estado vinculados a la corrupción pública. Se me pidió votar por subir el límite de la deuda y por presupuestos a muy corto plazo, lo que, en lugar de solucionar nuestros problemas, los evade.
Rehusé hacerlo. Le prometí a la gente de la Florida que trabajaría para encontrar soluciones correctas y de largo plazo a los más grandes problemas de la nación, no que trabajaría para evadirlos, recurriendo a medidas provisionales y tratos encubiertos. Y me propongo honrar mi promesa.
A pesar de los retos que enfrentan los Estados Unidos, no hay ninguna nación con un futuro más brillante. La fuente fundamental de nuestra nación sigue siendo la misma, sus ciudadanos. Y aunque el gobierno y sus líderes parezcan languidecer, el pueblo norteamericano no ha cambiado ni un poquito.
Seguimos siendo creativos, innovadores y tan ambiciosos como siempre. Mientras lees estas palabras, el próximo invento de los Estados Unidos está tomando forma en algún lugar del país. Al final, los Estados Unidos continuarán siendo un país maravilloso porque su gente es maravillosa.
Si tengo una queja de mi primer año en el Senado es la falta de urgencia en Washington para resolver los problemas que enfrentamos. Muchos en el gobierno suponen que las deudas que afrontamos, nuestro sistema de impuestos en decadencia y nuestras dificultades para hacer regulaciones, pueden esperar hasta las próximas elecciones.
Pienso que mientras más esperemos para resolver estos problemas, más difícil será la situación. Con cada año que pasa, las soluciones se vuelven más dolorosas y más difíciles de implementar.
Tenía la esperanza de que mi primer año en el Senado formara parte de un período histórico, en un momento en que nuestra nación necesita líderes que tomen decisiones arriesgadas, debido a las circunstancias presentes que vive el país, con el fin de asegurar nuestro futuro.
En cambio, algunas veces tengo la sensación de haberme unido a una compañía de teatro, donde cada voto y cada declaración tiene un fin político. Sin embargo, sigo creyendo con todo mi corazón que los Estados Unidos enfrentarán los retos que enfrenta en este nuevo siglo. Siempre lo hemos logrado y lo lograremos de nuevo. Pero mientras más pronto lo hagamos, mejor.
En el plano personal, lo que te puede perjudicar en el Senado son las mismas cosas que te pueden perjudicar en cualquier puesto de trabajo: si pontificas sobre todos los temas que se debaten; si mientes o encubres tus intenciones; si no cumples tus promesas; si tratas de quedar bien haciendo que otro colega quede mal. Ese tipo de comportamiento te perjudicará aquí o en cualquier otro lugar.
Nada de lo anterior significa que el Senado sea un arquetipo de la comunidad bipartidista, aquí se ven jugadas partidistas todo el tiempo. Cuando un senador está “in cycle” o, en otras palabras, se ha postulado para reelección al finalizar las sesiones en el Congreso, el otro bando tratará de dificultar la campaña al máximo.
Por ejemplo, mientras escribo esto en el año 2012, los senadores republicanos Scott Brown y Dean Heller ya se postularon para su reelección, y los líderes demócratas viven tratando de obligarlos a que realicen votos políticamente difíciles o negándoles oportunidades de mostrar su liderazgo en un tema que pueda contribuir a que sean reelegidos.
Sin embargo, la mayoría de las impresiones que tengo de mis colegas de ambos bandos son positivas. Encuentro que senadores con los que estoy en gran desacuerdo sobre algunos temas, son personas trabajadoras y decentes que han hecho su tarea y están bien informados, aunque sus conclusiones políticas a veces me dejen perplejo. Debatir con ellos es un privilegio, y también lo es trabajar a su lado en los temas en los que estamos de acuerdo.
En mi corto tiempo en el Senado, he conocido senadores que me han ofrecido amistad y consejo. Jim DeMint sigue siendo una fuente de sensatez e inspiración; Joe Lieberman me alentó a involucrarme en temas de política exterior y he viajado con él y con John McCain y Lindsey Graham, y me he beneficiado de todos sus años de experiencia en seguridad nacional. Esté de acuerdo o no con ellos, los tres son estadistas que anteponen la seguridad de nuestro país a cualquier otra cosa.
He disfrutado de la amistad de Frank Lautenberg, un demócrata de Nueva Jersey. Tenemos un amigo mutuo en la Florida, pero además Frank se ha interesado en saber no solo cómo me he ido adaptando yo a la vida en el Senado sino cómo se las arregla mi familia con mis nuevas responsabilidades. No se escucha a menudo que los políticos se comporten en privado tan amablemente como la mayoría de la gente, pero la verdad es que sí lo hacen, y debo agradecer las bondades de Frank y de otros que han sido muy amables conmigo.
Chris Coons, un demócrata novato de Delaware y yo hemos pasado horas luchando juntos por una legislación que redactamos, que incorpora ideas de ambos partidos para estimular el crecimiento del empleo en el sector privado. Aunque nuestros puntos de vista políticos son muy diferentes, ambos creemos que no solo es posible lograr un acuerdo, sino que es necesario que trabajemos juntos para servir al público sin traicionar nuestros principios, y que no permitamos que el partidismo nos impida hacerlo.
También he conocido gente ajena al Senado que me ha impresionado mucho, y con quienes tal vez no habría tenido oportunidad de compartir si no fuera Senador.
Conocí al Dalai Lama, hombre de una piedad inspiradora. Cené con Henry Kissinger y lo escuché como un estudiante analizar el mundo y sus problemas, a lo largo de una erudita y entretenida conversación. También conocí a Bono en su calidad de defensor de los enfermos de SIDA. No me intimidan las estrellas. Pero debo reconocer que sí toma un tiempo sentirse cómodo compartiendo con personas que cuentan con un reconocimiento internacional.
También toma tiempo acostumbrarse al escrutinio de la prensa en Washington. Pensaba que en Tallahassee ya era bastante intenso, pero en Washington es de un nivel muy diferente. Los reporteros pululan cerca de los trenes que llevan a los senadores de sus oficinas al Capitolio y cerca de los ascensores que van al salón del Senado.
En cualquier momento dado pueden hacer una pregunta sobre algo que uno no ha estudiado mucho o sobre lo cual no tiene preparada una respuesta. A veces parece un programa de juegos, en los que solo se tienen segundos para dar la respuesta correcta, antes de que suene el timbre y usted pierda.
Los senadores veteranos los ignoran sin problemas. He visto a algunos seguir de largo cuando un reportero les ha preguntado algo, como si este no estuviera ahí. No he desarrollado esa habilidad todavía. Lo mejor que he podido hacer cuando no he tenido lista una respuesta es referirlos a mi oficina de prensa para concertar una entrevista.
He tenido experiencias con oponentes que en tiempos de contienda electoral se valen de los medios de comunicación para presentar, bajo una luz negativa, algo que ellos consideran pueda sacar a la luz la vulnerabilidad de una persona. Pero, en Washington, ese tipo de acciones no está limitada a los años de elecciones. Son una dura realidad de la vida, a la cual uno debe ajustarse de inmediato.
Tan pronto llegué al Senado, algunos de los denominados “birthers” pusieron en duda mi nacionalidad. Porque ninguno de mis padres era ciudadano americano naturalizado cuando nací, ellos alegaban que yo no era un ciudadano nativo. Un activista llegó al extremo de buscar los registros de inmigración de mis padres y descubrió que ellos llegaron por primera vez a los Estados Unidos en 1956, antes de que Castro hubiera tomado el poder en Cuba. Ahí empezó el problema.
El día en que el St. Petersburg Times publicó el artículo, un reportero del Washington Post llamó a mi oficina. Se estaba preparando para publicar otro artículo que insinuaba que yo había adornado la historia de mi familia para beneficiarme políticamente.
Apenas unas semanas antes, yo había descubierto que mis padres inmigraron en 1956, y en una entrevista con el Miami Herald había afirmado que ellos habían inmigrado antes de la revolución de 1959. Me proponía relatar detalles de su viaje en este libro. Pero de todas maneras me considero un hijo de exiliados cubanos.
Mis padres sí llegaron a los Estados Unidos antes de que Castro tomara el poder, pero creyeron que podrían regresar a Cuba si las cosas allá mejoraban más adelante. Cuando la revolución se impuso y, antes de que Castro se declarara comunista y se alineara abiertamente con la Unión Soviética, desalentados por sus circunstancias en los Estados Unidos, mis padres habían hecho planes de volver. Pero los miembros de su familia que vivían en Cuba les advirtieron de que Castro se estaba convirtiendo en un tirano y los instaron a regresar a los Estados Unidos permanentemente.
Mi abuelo había vuelto a Cuba para quedarse allí el resto de su vida, pero la familia lo persuadió de que abandonara nuevamente la Isla. Yo fui criado por unos padres que sufrieron el profundo dolor de haber perdido a su país, al cual no podían volver mientras Castro estuviera en el poder. Eso los hizo exiliados en su corazón y en el mío. Y esa es también la forma en que la comunidad cubana en el exilio, con raras excepciones, los considera también.
Muchos cubanoamericanos me han dicho que nuestra historia los impulsó a investigar la de sus propias familias. A mí, por lo menos, me indujo a buscar todo lo que pudiera encontrar acerca de la experiencia vivida por mis padres.
Conseguí el archivo de inmigración de mis padres completo, que incluye la investigación de antecedentes a la que se les sometió en Cuba, sus certificados de nacimiento, de matrimonio y otros documentos. A través de las páginas ya amarillentas de su carpeta y de sus viejos pasaportes, pude revivir la historia que ellos vivieron cuando eran más jóvenes, la historia de sus esperanzas y temores, la historia de sus sueños que ahora son los sueños de sus hijos.
Pensé que la historia del Washington Post se había excedido. Hacía parecer que mis discursos y anuncios televisivos de la campaña habían estado llenos de recuentos de la forma en que mis padres habían escapado de Cuba, temiendo por sus vidas mientras eran perseguidos por los esbirros de Castro. En realidad, lo único que yo había dicho es que mis padres eran exiliados cubanos que habían salido de su país y habían construido una vida mejor para sus hijos en los Estados Unidos.
Habría afirmado lo mismo durante la campaña, si en ese entonces yo hubiera sabido la fecha exacta de su inmigración: habría reconocido que llegaron en 1956, que habían querido regresar y no pudieron, y, a fin de cuentas, la suya es la historia de muchos exiliados. Ellos perdieron su país.
De todo el escrutinio que he experimentado por parte de los medios de comunicación durante mi primer año en el Senado, la experiencia más desalentadora no involucraba nada que yo hubiera hecho o dicho. No fue ni tan siquiera un incidente durante mi carrera política, aunque no se hubiese reportado de no haber sido yo un político.
En julio de 2011, Univisión reportó una historia sobre el arresto de mi cuñado Orlando por tráfico de drogas, hace veinticinco años. Yo estaba en la secundaria cuando él fue arrestado. Otros medios que estaban al tanto de la situación no reportaron la noticia, porque nada tenía que ver con mi carrera política.
Nunca nadie del Partido Demócrata sacó eso a colación. La historia no habría tenido ningún impacto político. Pero yo sabía cuánto le dolería a mi familia ver sus vidas privadas en boca de todos, y me dolió mucho esa situación.
Mi hermana y su esposo no son figuras públicas. El hecho de que sean mis familiares no cambia eso. Son personas privadas que no tienen ningún papel en mi vida política. La decisión de Univisión de sacar a la luz esa historia afectó mucho a mi hermana. Y fue muy doloroso para mi madre tener que vivir esa situación una vez más.
El escrutinio del que fui objeto durante la campaña y mi primer año en el Senado me han influenciado de una manera positiva. Le presto más atención a los detalles. Ya sea una pregunta que me hagan o algún formulario que deba llenar. Lo hago todo ahora consciente de que soy una figura pública y de que cualquier cosa puede ser sacada de contexto en un futuro.
Durante una gran parte de mi carrera política me comporté como lo que era, un joven inexperto, y algunas veces no hice las cosas como debía. Los últimos tres años han cambiado eso. Pero algo que me gustaría dejar plasmado es: al tratar de generar atención negativa se puede empañar el propósito del servicio público.
En el Evangelio de Mateo, Jesús cuenta la parábola de los talentos. Habla de un hombre que se va al extranjero y le confía su propiedad a tres siervos, de acuerdo a sus habilidades. Un siervo recibe cinco talentos. Otro, dos talentos. Y un tercero, un talento.
Cuando el hombre vuelve del extranjero y les pide cuentas a sus siervos de qué hicieron con el dinero, los primeros dos siervos le dicen que invirtieron el dinero y doblaron su valor. El hombre se alegra y los recompensa. Pero el tercer siervo tuvo miedo de perder el dinero y lo guardó en un hoyo en el suelo. Por eso, el hombre lo castiga.
Tengo que tener cuidado de no ser como el tercer siervo. Tan preocupado de lo que puedan decir de mí, que pierda de vista la oportunidad de hacer algo valioso. Tan preocupado de desaprovechar esta oportunidad, que termine enterrándola en el suelo.
* Reproducido del libro Un hijo americano del ex senador republicano de la Florida y actual secretario de Estado estadounidense Marco Rubio.
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