Los fantasmas del Ballet Nacional de Cuba

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Reconozco que no me suelen gustar las fotografías de bailarines. Hace que parezcan edificios: sólidos, estructurados e inamovibles. Detiene el tiempo, la esencia de la danza, y congela al bailarín en un único momento, a menudo una pose espectacular o perfecta. (Desaparecen la espontaneidad, la vacilación, la velocidad, la imperfección y los susurros involuntarios del cuerpo.



Quizá por eso me atrajeron inmediatamente las fotografías de Diana Markosian de bailarinas del Ballet Nacional de Cuba. Las bailarinas de Markosian casi nunca parecen sólidas, sino que se desploman, se deshilachan, se duplican y se empañan en los bordes. Un brazo se disuelve en un mechón como de rayos X, o en una espuma de tul. Son criaturas melancólicas e internas, y pensé en ellas como refugiadas que huyen de sus propios cuerpos, o quizá del mundo en descomposición que habitan. Sus estructuras juveniles parecen menos columna vertebral y huesos que una fluida colección de pensamientos y asociaciones que se mantienen unidos, a duras penas, por una fina capa de piel translúcida.


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Las fotos fueron tomadas entre bastidores, y vemos a los bailarines del cuerpo de ballet atareados con los cordones, las correas y los pegamentos en la preparación de una representación de “Giselle”, un clásico del repertorio del Ballet Nacional. Sabemos que es “Giselle” por el vestuario, largas faldas de tul blanco con toques verdes y alas de querubín sujetas al corpiño, justo debajo de los omóplatos, una imagen de vuelo imposible que parece fascinar a Markosian. Muestra al cuerpo como una especie de hermandad, apiñados en un pequeño camerino; vemos a una bailarina mirándose en un estrecho espejo de baño, concentrada en alisar la tela sobre su busto, mientras otra bailarina permanece de perfil, y una tercera, detrás de ella, se refleja en el espejo, observando.



Una de mis imágenes favoritas es la de las bailarinas, borrosas casi hasta el punto de evaporarse, que se ciernen sobre la caja de colofonia, presionando sus talones desnudos y las suelas de sus zapatos de punta sobre la savia cristalizada que pegará sus talones a sus zapatos y —como veremos más tarde— ayudará a que sus pies se adhieran al suelo cuando se giren ciento ochenta grados. El único momento en que los bailarines parecen realmente presentes es cuando los vemos en el escenario: filmados desde los laterales, cuidadosamente posados, un poco frágiles. A su alrededor, el teatro tiene un aura de corrosión: escaleras oscuras, viejos accesorios, escenario húmedo.


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La fotografía que más tiempo ha permanecido en mi memoria es una en la que cuatro bailarines están desparramados por el suelo de madera del escenario, pegados al pesado telón, tal vez después de que éste acabe de bajar. Nunca había visto bailarines así, en el suelo, vestidos, tan cerca del telón. El telón es como un precipicio, y ellos están al borde del público y de la vertiginosa caída hacia el foso de la orquesta, al otro lado. Es una imagen de alienación total, cada bailarina se derrumba sobre sí misma.



Lo que nos lleva a la novia de Markosian, una sombra velada contra la luz verde. No olvidemos que Giselle es una mujer sencilla que enloquece y baila hasta morir después de que su amado, un aristócrata ya comprometido con la realeza, la traicione. El cuerpo de ballet también son novias muertas; traicionadas por hombres que murieron o se marcharon antes del día de su boda, matarán con rabia vengativa a cualquier hombre que se cruce en su camino. La novia de Markosian evoca inmediatamente la imagen de Alicia Alonso, figura mítica del ballet del siglo XX, Giselle de renombre y fundadora del Ballet Nacional de Cuba. Nacida en La Habana en 1920, Alonso tuvo una carrera internacional y pronto formó su propia compañía en Cuba. Tras la llegada al poder de Fidel Castro, en la Revolución de 1959, convirtió la compañía de Alonso en una compañía nacional, concebida según el modelo soviético, con escuelas de formación y una envidiable financiación estatal. Alonso creó una compañía de talla mundial y un público devoto, convirtiendo el ballet en uno de los monumentos culturales más importantes del país durante la Guerra Fría. (Al igual que en la Unión Soviética, el ballet era conservador y de base clásica. Alonso fue la bailarina estrella del Ballet Nacional y dirigió la compañía hasta poco antes de su muerte, a la edad de noventa y ocho años, en 2019 (tres años después de la muerte de Castro).



Alonso era el ballet cubano, y ella era Giselle. Recuerdo bien haberla visto interpretar el papel con el American Ballet Theatre (donde despegó su carrera) en el Metropolitan Opera en 1977. Yo estaba con mi madre y tuve que cruzar un piquete de manifestantes anticastristas y esperar a que la policía desalojara la sala tras una amenaza de bomba. Durante gran parte de su carrera, Alonso fue parcialmente ciega y había aprendido a desenvolverse en un escenario, y con una pareja, sin depender de la vista. No sé cuánto podía ver aquella noche, pero recuerdo la conmoción de su cuerpo envejecido (tenía cincuenta y siete años), los cuidadosos cálculos de sus movimientos. Parecía bailar en su propio mundo, una cualidad misteriosamente presente en la novia fantasmal y sombría de Markosian.

También hay otra novia en esta historia, una del propio pasado de Markosian. Su novia de ballet recuerda una fotografía anterior, en la que reimagina a su madre como una especie de novia de cuento de hadas. La imagen formaba parte de un proyecto que utilizaba fotografías escenificadas para recrear la historia de cómo Markosian, nacida en Moscú, llegó a Estados Unidos. La historia, tan mítica como cualquier ballet, comienza tras la caída de la URSS. La madre de Markosian se encontró pobre y sola en Moscú con dos niños pequeños. Por las noches, se consolaba viendo, con su hija, la telenovela estadounidense “Santa Bárbara”. Embriagada por el glamuroso ambiente californiano y desesperada por salir de Rusia en busca de una vida mejor, se puso en contacto con una agencia que emparejaba a mujeres con hombres estadounidenses y publicó un anuncio al que respondió un hombre de Santa Bárbara. Una noche, despertó a sus desconcertados hijos y los llevó al aeropuerto, donde todos embarcaron en un vuelo hacia una nueva vida con este hombre desconocido, que se convirtió en su padrastro.



Markosian dice que una pregunta que anima su interés por los bailarines cubanos es “¿Qué les motiva a quedarse?”. Esta eterna cuestión del desplazamiento y el exilio es la piedra de toque de la obra de Markosian. Otro proyecto, “1915”, trataba sobre los supervivientes del genocidio armenio (sus padres son armenios). Los cubanos forman parte de esta búsqueda más amplia y personal. La vida en Cuba es dura, y el Ballet Nacional lleva mucho tiempo en declive. (Cuando vi la compañía en 2011, las actuaciones parecían dolorosamente anticuadas y pintorescas). Muchos bailarines han emigrado y los que quedan se encuentran viviendo en las largas secuelas de un experimento definitorio del siglo XX en política y arte. Las consecuencias en sus vidas son reales. La compañía de Alonso llegó a tener más de cien bailarines; ahora hay menos de cincuenta. Los temas de las fotografías de Markosian son familiares: traición, rabia, locura, amor decepcionado, luto y pérdidas irrecuperables. A su pregunta “¿Qué les motiva a quedarse?”, las fotografías sugieren una respuesta. Las bailarinas se quedan porque están ocupadas cosiendo, remendando, arreglando, manteniendo unidos sus cuerpos y almas colectivos. Se quedan, por ahora, porque es ahí donde están.


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* Artículo original: “The Ghosts of the Cuban National Ballet”. Traducción: ‘Hypermedia Magazine’.





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Saluden a la princesa

Por Jorge Enrique Lage

Leo ‘Tía buena. Una investigación filosófica’ (Círculo de Tiza, 2023), de Alberto Olmos.



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