Sosteniendo una imagen del presidente salvadoreño Nayib Bukele, San Salvador, El Salvador, junio de 2025.
En los últimos cinco años, el presidente salvadoreño Nayib Bukele se ha convertido en el autoritario más celebrado de América Latina. Ha recibido elogios —incluso del presidente estadounidense Donald Trump— por reducir la violencia de las pandillas y transformar a uno de los países más peligrosos del mundo en, posiblemente, uno de los más seguros. Pero Bukele ha supervisado la erosión de la democracia salvadoreña y la creación de un estado policial. Gobierna mediante un estado de emergencia implacable y permanente, el régimen de excepción, que ha suspendido las protecciones constitucionales durante más de tres años. Y no se vislumbra un final. Bukele y su partido han monopolizado el control de los poderes legislativo y judicial, que, a través de reformas constitucionales, han abierto la puerta para que pueda permanecer en la presidencia de forma indefinida.
Desde que Bukele asumió el cargo, los homicidios en El Salvador se han desplomado: de 2.398 en 2019 a apenas 114 en 2024, según cifras oficiales del gobierno. Aunque es probable que las cifras reales sean más altas, no cabe duda de que esta disminución ha producido la tasa de homicidios más baja en la historia del país. Este supuesto milagro le ha granjeado un amplio apoyo popular interno y admiración internacional. Sin embargo, ha tenido un costo abrumador: casi el 2% de la población se encuentra encarcelada, la tasa más alta del mundo. De las más de 80.000 personas que Bukele ha enviado a prisión —en su mayoría hombres jóvenes—, al menos 20.000 probablemente no tienen ninguna relación con la actividad de las pandillas ni con la criminalidad, según organizaciones de derechos humanos.
Durante sus primeros años como presidente, Bukele buscó reducir la violencia mediante una represión policial severa y, según investigaciones de El Faro, la principal publicación de investigación de El Salvador, con negociaciones secretas con las pandillas MS-13 y Barrio 18. Pero tras la aprobación del estado de emergencia por la Asamblea Legislativa, en marzo de 2022, el gobierno de Bukele emprendió una campaña de arrestos masivos indiscriminados. Bajo el régimen de excepción, el gobierno detiene a personas sin pruebas de su supuesta “asociación ilícita” con pandillas, las mantiene incomunicadas y no presenta cargos formales ni les permite juicios o audiencias. Los prisioneros sufren abusos y torturas de manera habitual bajo custodia.
Tales maniobras forman parte del manual autoritario de siempre. Pero lo que distingue a El Salvador es cómo el colapso de su democracia ha coincidido con su supuesto éxito en la prevención del crimen. El modelo Bukele no es una historia de justicia, sino de terror de Estado, en la que se han abandonado protecciones legales arduamente conquistadas que constituyen la base de una sociedad civil libre —juicios justos, presunción de inocencia, pruebas más allá de toda duda razonable—. A pesar de este panorama sombrío, el modelo Bukele ha inspirado a numerosos imitadores en América Latina, mientras otros gobiernos se sienten alentados por su popularidad a aplicar medidas duras contra el crimen y la disidencia.
Pero la aparente solidez del modelo es un espejismo. Tiene vulnerabilidades significativas. Bukele quizá haya satisfecho en gran medida la necesidad de seguridad de los salvadoreños, pero no ha cumplido en otros ámbitos. La economía salvadoreña sigue estancada, con casi un 30% de la población en situación de pobreza. Si no logra mejorar el desempeño económico del país, Bukele perderá apoyo tarde o temprano y necesitará encontrar nuevas formas de control social. Eso casi con certeza significará más represión. El Salvador ha evitado por ahora la presión externa, pero más adelante actores internacionales —incluidos Estados Unidos y países vecinos de América Latina— podrían presionar al gobierno salvadoreño para que frene los excesos autoritarios y respete los derechos humanos. Podría negarse a hacerlo, pero ello solo empujaría al país más cerca del desastre. Si el gobierno convierte el “régimen de excepción” en permanente y no en excepcional, El Salvador podría seguir el camino de Venezuela: un régimen que ha perdido la confianza de su pueblo y del mundo exterior, y que solo se aferra al poder mediante una represión implacable.
Lento pero seguro
Antes de Bukele, El Salvador era una democracia frágil pero estable. Tras el final de la guerra civil de 12 años, en 1992, dos partidos se alternaban pacíficamente en el poder, y límites constitucionales significativos contenían al Ejecutivo. Durante sus dos primeros años en la presidencia, Bukele fue superando lentamente esos límites hasta lograr el control absoluto del poder ejecutivo y legislativo del país, con su partido, Nuevas Ideas, que en febrero de 2021 obtuvo una supermayoría legislativa que utilizó para destituir y reemplazar a los cinco magistrados de la Corte Suprema de Justicia. Los nuevos jueces reinterpretaron la constitución a favor de Bukele, anulando, en particular, la antigua prohibición de mandatos presidenciales consecutivos.
En marzo de 2022, la Asamblea Legislativa salvadoreña dio un paso más al promulgar el régimen de excepción para combatir un repunte de la violencia de las pandillas. La medida autorizó la suspensión de derechos constitucionales fundamentales: libertad de movimiento, expresión y asociación; privacidad de las comunicaciones; derecho a la defensa legal; y límites constitucionales a la detención. Pero lo que comenzó como una medida temporal —prometida inicialmente por solo 30 días— está ahora en su cuarto año, prorrogada 42 veces por una Asamblea complaciente. La excepción se ha convertido en la norma, transformando poderes extraordinarios en el engranaje ordinario de un gobierno despótico. Bajo este régimen, el Estado puede detener a cualquiera, en cualquier lugar y por cualquier motivo, sin cargos, juicio ni recurso. Según la Washington Office on Latin America, una organización de defensa sin ánimo de lucro, más de 85.000 personas han sido detenidas bajo el estado de excepción. La población carcelaria total ha pasado de 36.515 en 2021 (según los datos oficiales de World Prison Brief) a más de 107.055 (de acuerdo con el censo oficial de El Salvador de 2024), con prisioneros hacinados en instalaciones diseñadas para una fracción de esa cifra.
El gobierno también ha restringido el espacio de la sociedad civil salvadoreña. Entre 2020 y 2021, Bukele sometió a los periodistas de El Faro a vigilancia mediante el software espía Pegasus, investigaciones financieras y campañas de difamación. En abril de 2023, la presión creciente obligó al medio a trasladar sus operaciones legales a Costa Rica y, en mayo de 2025, su personal restante huyó del país cuando las autoridades preparaban órdenes de arresto en su contra. El 20 de mayo, la Asamblea Legislativa aprobó una nueva Ley de Agentes Extranjeros que restringe aún más a la sociedad civil. Para los grupos dependientes del apoyo internacional —como muchas organizaciones no gubernamentales en El Salvador—, la ley impone trabas operativas que, en la práctica, subordinan su estatus legal a la aprobación estatal, limitando de forma significativa la participación cívica y la oposición política. El lenguaje deliberadamente amplio de la ley permite al gobierno perseguir a diversos actores independientes, entre ellos organizaciones de derechos humanos, medios de comunicación e instituciones religiosas. Cristosal, una organización no gubernamental que ha documentado abusos de derechos humanos en el país durante más de dos décadas, trasladó sus operaciones a Guatemala y Honduras en julio de 2025. Ese mismo mes, la directora de su unidad anticorrupción y de justicia, Ruth López, fue arrestada por cargos de malversación y posteriormente de “enriquecimiento ilícito”. Amnistía Internacional la ha designado “presa de conciencia”, señalando que no existe evidencia de su participación en los delitos imputados.
El paso más reciente en la regresión democrática de El Salvador fue la aprobación, en agosto, de una reforma constitucional que eliminó los límites a los mandatos presidenciales, suprimió la segunda vuelta electoral (de modo que el candidato con más votos, aunque no sea mayoría, gana la elección) y reprogramó las elecciones legislativas y municipales para que coincidan con la presidencial. Todas estas reformas contribuyen a garantizar un Ejecutivo más fuerte y un país más firmemente bajo el control de Bukele.
Bajo la superficie
Es innegable que, en los inicios del régimen de excepción (ahora comúnmente denominado “el régimen”), Bukele logró un desmantelamiento drástico de las maras o pandillas, responsables durante décadas de los niveles estremecedores de violencia en El Salvador. Durante unos 25 años, las pandillas perpetraron actos atroces, asesinaron a miles de personas y extorsionaron sistemáticamente a comunidades enteras, especialmente en los barrios más pobres del país. Es comprensible que los salvadoreños hayan acogido con alivio la nueva calma en las calles y una mayor sensación de seguridad. La aprobación pública de las políticas de Bukele sigue siendo abrumadoramente alta: según una encuesta realizada en mayo por LPG Datos, la unidad de sondeos del diario salvadoreño La Prensa Gráfica, Bukele mantiene un índice de aprobación del 85,2%. Al mismo tiempo, existe un clima significativo de temor: en una encuesta publicada en junio por el Instituto Universitario de Opinión Pública de la Universidad Centroamericana de San Salvador, el 57,9% de los salvadoreños coincidía en que era algo o muy probable que alguien pudiera “sufrir consecuencias negativas por expresar opiniones críticas sobre el gobierno y el presidente en las redes sociales u otros medios de comunicación”, y casi la mitad admitía que una persona “podría ser detenida o encarcelada” si expresaba “una opinión crítica sobre el gobierno y el presidente en las redes sociales o por otros medios de difusión”.
Desde la implementación del régimen, el gobierno ha detenido de forma indiscriminada a cada vez más personas que no tienen conexión alguna con la violencia ni con las pandillas. Por admisión del propio Bukele, ya se han liberado 8.000 personas inocentes tras haber pasado meses en prisión. Según algunas organizaciones de derechos humanos, al menos el 20% de quienes siguen presos son inocentes, aunque la cifra real podría ser más alta. Se trata de individuos sin antecedentes penales, que trabajan o estudian, y cuyos vecinos y empleadores han testificado sobre su carácter y su inocencia. En las cárceles, el propio Estado separa a los supuestos pandilleros (vinculados) de los civiles (no vinculados), un sistema de clasificación que reconoce implícitamente la inocencia de muchos detenidos, aunque se les mantenga encarcelados.
De acuerdo con entrevistas realizadas por Human Rights Watch a agentes de la Policía Nacional Civil, el Estado exige a los policías cumplir con cuotas de arrestos. Quienes no logran alcanzarlas se arriesgan a sanciones disciplinarias o incluso a perder su empleo. Como resultado, los agentes acusan rutinariamente a personas de “asociación ilícita” con pandillas, fabricando perfiles criminales sobre la base de pruebas endebles o inventadas. Las cuotas y la presión desde arriba han llevado a la policía a dirigir sus arrestos contra quienes viven en barrios pobres o carecen de recursos económicos para defenderse.
Los civiles también contribuyen a magnificar el estado policial. Cualquiera puede llamar a la línea telefónica contra el terrorismo (el número “123”) para acusar anónimamente a alguien de ser pandillero o colaborador. Algunos se limitan a denunciar a sus vecinos por ofensas menores o disturbios, como discutir o beber (a veces buscando venganza), y la policía se encarga del resto: añade a los expedientes que los acusados están vinculados con pandillas y transforma así rumores informales en justificaciones para arrestar y detener. Según entrevistas que realizamos en julio y agosto con personas anteriormente encarceladas y con madres de víctimas del régimen, algunas unidades policiales ofrecen recompensas monetarias a quienes aportan datos que conduzcan a arrestos. En un país asolado por graves dificultades económicas, esto ha generado un perverso sistema de incentivos en el que personas desesperadas denuncian a sus vecinos a cambio de dinero, convirtiendo la pobreza misma en un arma. Incluso las zonas rurales más apartadas están llenas de informantes del régimen. Estas redes amplían la capacidad de vigilancia del Estado hasta lo más profundo del campo, donde miles de residentes —a menudo sin vínculo alguno con las pandillas— han sido arrestados.
Culpables hasta demostrar su inocencia
En más de 100 horas de entrevistas realizadas en julio y agosto, las personas anteriormente encarceladas describieron de forma consistente condiciones que serían consideradas tortura según el derecho internacional. Sus testimonios coinciden con los de civiles inocentes encarcelados y posteriormente liberados entrevistados por publicaciones como El Faro y por organizaciones de derechos humanos como Amnistía Internacional. Aunque la propaganda gubernamental exhibe el gigantesco Centro de Confinamiento del Terrorismo (CECOT), los abusos más bárbaros del régimen ocurren en instalaciones menos visibles como Izalco, Mariona (también conocida como La Esperanza) y Santa Ana: lugares donde miles de salvadoreños padecen lo que solo puede describirse como terror avalado por el Estado.
Al ingresar, los detenidos son con frecuencia sometidos a un violento ritual de iniciación que consiste en golpizas por parte de múltiples guardias, ejecutadas en formación coordinada, obligando a los prisioneros a arrastrarse mientras los golpes caen sobre sus espaldas, costillas y piernas en rápida sucesión. Esta violencia ritualizada deja a muchos con graves lesiones físicas antes incluso de llegar a sus celdas.
El terror no termina allí. Según las entrevistas, una vez confinados, los reclusos quedan sometidos a humillaciones sistemáticas y sufrimientos físicos, en los que se les niegan necesidades humanas básicas como descanso, saneamiento, aire respirable, comida y agua. Algunos exreclusos de Izalco contaron que los guardias lanzaban gases lacrimógenos dentro de las celdas y golpeaban repetidamente los barrotes durante la noche. Las celdas, describieron, estaban tan sobrepobladas que debían dormir por turnos: la mitad tumbada en el suelo, con los pies de sus vecinos contra la cara, mientras la otra mitad permanecía de pie esperando su turno. El hambre forzada obliga a las familias a entregar paquetes de comida semanales, imponiendo cargas económicas y logísticas abrumadoras. Quienes no reciben nada del exterior dependen de la generosidad de otros compañeros de celda, o son trasladados eventualmente a celdas reservadas para los gravemente desnutridos, donde mueren un número desconocido de personas.
Aunque el régimen ha publicado algunos datos, no existe un registro público completo de muertes en prisión bajo Bukele. Según la organización de derechos humanos Socorro Jurídico Humanitario, que estima fallecimientos a partir de información de familias, abogados, bases de datos policiales filtradas e informes oficiales, hasta julio de este año al menos 430 prisioneros habían muerto desde el inicio del régimen de excepción en marzo de 2022, un promedio de aproximadamente una muerte cada tres días. Las familias de los detenidos, muchos de los cuales han estado presos sin juicio durante más de tres años, temen que la cifra real sea mucho más alta. Entre ellas circulan rumores sobre fosas clandestinas, junto con el temor constante de que sus seres queridos hayan desaparecido y nunca regresen con vida.
A estas condiciones extremas se suma el hecho de que los presos tienen poco o ningún contacto con el exterior. Se prohíbe a los abogados entrar en las cárceles. Las madres no pueden visitar a sus hijos, incluso cuando mueren bajo custodia. Con frecuencia, las familias no reciben notificación de la muerte y los cuerpos desaparecen. Para muchas, han pasado años sin comunicación alguna. Estas experiencias no representan actos aislados de mala conducta, sino parte de un patrón constante y deliberado de crueldad avalada por el Estado, destinada a degradar y deshumanizar.
¿Qué tipo de dictador?
Bukele ha obligado a los salvadoreños a intercambiar libertades civiles por una sensación de seguridad, un pacto que se ha vuelto cada vez más evidente en sus cinco años de presidencia. Pero la duración de este arreglo depende de si puede transformarse en un modelo de gobernanza sostenible que, dadas la actual estagnación económica y las crecientes presiones sociales, parece cada vez menos probable sin un incremento de la represión. El Salvador podría seguir distintos caminos mientras Bukele busca consolidar su poder.
Bukele podría seguir siendo un dictador querido por sus ciudadanos, manteniendo altos niveles de popularidad que le permitan gobernar durante décadas sin grandes dificultades, al igual que los caudillos populistas que admira. Los autócratas pueden sobrevivir cuando la represión se combina con la legitimidad ganada a través de un desempeño eficaz. En Singapur, por ejemplo, el primer ministro Lee Kuan Yew construyó un modelo autoritario duradero tras la independencia de la ciudad-estado al garantizar crecimiento económico, servicios públicos eficientes y baja corrupción. En Vietnam, el Partido Comunista ha mantenido el régimen de partido único desde 1975, pero obtuvo mayor legitimidad después de 1986 en gran medida al implementar reformas de mercado que elevaron el nivel de vida y redujeron la pobreza. La monarquía de Kuwait compra la paz social con las rentas petroleras que distribuye mediante subsidios, bienestar social y empleos en el sector público. En cada uno de estos casos, los ciudadanos toleran libertades restringidas porque ven muchas otras mejoras tangibles en su vida diaria.
En El Salvador, un camino así resulta improbable a largo plazo. Ahora que están en gran medida a salvo de la violencia de las pandillas, los salvadoreños quieren más, sobre todo porque los costos de la seguridad afectan a un número creciente de personas. Desean clínicas de salud que funcionen, acceso adecuado a medicamentos, servicios públicos de calidad y empleos decentes. Hoy en día, los hospitales públicos cuentan con pocos suministros, pero médicos y enfermeras guardan silencio sobre las condiciones precarias en sus centros por temor a perder sus puestos. Tras la reducción significativa de la pobreza en las dos primeras décadas de este siglo, el ritmo de disminución se ha estancado. Las oportunidades económicas siguen siendo escasas.
A diferencia de los llamados dictadores benévolos como Lee, Bukele se ha apoyado principalmente en la propaganda y la coerción, sin acompañarlas con inversiones económicas y sociales paralelas. Si esto continúa, los salvadoreños se mostrarán cada vez más insatisfechos con el régimen, especialmente a medida que el gobierno encarcele a más personas de forma injusta. Las familias de los detenidos ya han puesto en marcha un movimiento de resistencia, incluso frente a la severa represión gubernamental. Las principales manifestaciones de mayo y septiembre de 2023 sacaron a miles de personas a las calles de San Salvador para protestar contra la ofensiva contra las pandillas, la reforma de los límites de mandato y las detenciones masivas. Activistas y víctimas, incluido el Movimiento de Víctimas Inocentes del Régimen (MOVIR), organizan protestas regulares frente a edificios gubernamentales, donde cientos de familias exigen la liberación de sus familiares detenidos y el fin del régimen.

Exigiendo la liberación de familiares detenidos durante el estado de excepción, San Salvador, El Salvador, julio de 2025.
El segundo escenario, más probable para el futuro de El Salvador, es que, a medida que Bukele tenga dificultades para reactivar la economía y pierda legitimidad, recurra cada vez más a la represión para mantener el control. En este punto, Venezuela ofrece un paralelo aleccionador. Tras ser elegido presidente en 1998, Hugo Chávez mantuvo de forma constante altos niveles de popularidad y aprobación, así como éxito en las urnas, hasta su muerte en 2013. Chávez aprovechó el auge de los ingresos petroleros para consolidar el apoyo popular, recompensar a aliados y castigar a enemigos. Al mismo tiempo, erosionó las instituciones democráticas, reconfigurando la constitución para eliminar los límites a la reelección presidencial y debilitar los contrapesos. Su sucesor designado, Nicolás Maduro, continuó con la Revolución Bolivariana, pero el desplome de los precios del petróleo —de más de 100 dólares por barril en 2014 a menos de 30 en los primeros meses de 2016—, sumado a la corrupción y a la mala gestión, provocó que el PIB de Venezuela se contrajera en casi tres cuartas partes entre 2014 y 2021. La hiperinflación profundizó la escasez de alimentos y medicinas. Desde 2015, según Latinobarómetro, Maduro registra índices de aprobación muy inferiores a los de Chávez —por debajo del 30%—, mientras preside una represión cada vez más intensa. En 2024 desapareció cualquier vestigio de democracia en el país: tras inhabilitar a la líder opositora María Corina Machado para competir en las elecciones presidenciales y rechazar los conteos independientes que sugerían que su sustituto, Edmundo González, había obtenido cerca del 65% de los votos, Maduro se proclamó vencedor. Siguieron protestas masivas, miles de arrestos y el exilio de González. Carente de toda legitimidad popular, Maduro gobierna ahora casi exclusivamente mediante la coerción. Bukele podría seguir una trayectoria similar, con el régimen de excepción transformándose de herramienta temporal de seguridad en el mecanismo principal de su supervivencia política.
La tercera posibilidad es que cambios en las condiciones internacionales conspiren para frenar el poder de Bukele. En Estados Unidos, la Unión Europea, Brasil y otras democracias del hemisferio, las próximas elecciones —junto con un reajuste de prioridades en derechos humanos, migración, seguridad regional y la defensa más amplia de la democracia— podrían llevar a los gobiernos a adoptar un papel más activo, no solo criticando públicamente a Bukele, sino también condicionando la ayuda, imponiendo sanciones selectivas y respaldando con mayor firmeza a la sociedad civil salvadoreña en su resistencia. Es poco probable que tales cambios restauren la democracia en El Salvador, pero sí podrían fortalecer la oposición al régimen de Bukele. Hasta ahora, la respuesta internacional frente a su deriva autoritaria ha sido tibia, con algunos gobiernos extranjeros minimizando o ignorando los abusos sistemáticos. La administración Trump, por su parte, ha cultivado una relación cordial con Bukele, elogiándolo como socio en materia de migración y seguridad. Incluso el informe más reciente del Departamento de Estado sobre derechos humanos, publicado a inicios de agosto, suavizó de forma significativa sus críticas al liderazgo de Bukele, omitiendo descripciones sobre las condiciones inhumanas en las cárceles y las detenciones arbitrarias. No obstante, una condena internacional más firme, sanciones dirigidas y presión multilateral podrían alterar el cálculo de Bukele. Las elecciones presidenciales de Estados Unidos en 2028 podrían dar lugar a un nuevo gobierno en Washington menos dispuesto a tolerar los excesos de Bukele y más interesado en revertir su autoritarismo.
Estos escenarios no se excluyen mutuamente. De hecho, lo más probable es que el régimen de Bukele oscile entre ellos, manteniendo su popularidad a corto plazo mientras endurece gradualmente la represión y navega los vientos internacionales en contra. Pero para sobrevivir, Bukele tendrá que hacer algo más que aterrorizar a la población y golpear a la sociedad civil. La estabilidad de su pacto autoritario depende menos de la ausencia de violencia de las pandillas que de la capacidad del régimen para ofrecer un progreso social y económico real sin colapsar bajo el peso de su propio aparato coercitivo.
Una copa envenenada
El Salvador ya no es una democracia, sino un Estado de terror institucionalizado en el que los poderes de excepción se han convertido en instrumentos permanentes de represión. Jueces, carceleros, fiscales, policías y soldados que “solo cumplen con su trabajo” sostienen, en realidad, de forma metódica un sistema que aplasta el debido proceso y la dignidad humana.
Y, sin embargo, de manera desalentadora, este modelo ha ganado prestigio —y también imitadores— con rapidez en toda América Latina. En Honduras, en noviembre de 2022, la presidenta Xiomara Castro declaró un estado de emergencia bajo la Estrategia Nacional de Emergencia, desplegando fuerzas de seguridad, permitiendo detenciones sin orden judicial y suspendiendo derechos constitucionales en las dos mayores ciudades del país, Tegucigalpa y San Pedro Sula. Las medidas siguen vigentes hoy y se han extendido a más de tres cuartas partes de los municipios. En Ecuador, el presidente Daniel Noboa ha decretado estados de excepción repetidos, el primero en enero de 2024 (aunque limitado a ciertas provincias), y ha desplegado al ejército contra las bandas criminales, citando a El Salvador como inspiración. Desde la visita de Bukele a Argentina en octubre de 2024, tanto figuras externas al sistema como integrantes del gabinete del presidente Javier Milei han invocado el nombre de Bukele para justificar eludir las garantías judiciales. El descenso de Perú hacia la anomia —marcado por la escalada de extorsiones, la violencia de las pandillas y el auge de carteles de droga y mafias de la minería ilegal— ha alimentado los llamados a una solución de “hombre fuerte” como la de El Salvador. En Lima, grafitis que exigen un “Bukele peruano” reflejan el creciente apoyo a medidas de mano dura. En Chile, una encuesta realizada en noviembre de 2024 reveló que el 42% de los chilenos quisiera que su próximo presidente —al que elegirán este noviembre— gobernara al estilo de Bukele. Incluso en Costa Rica, tradicionalmente una de las democracias más estables de la región, el debate público contempla cada vez más la posibilidad de una represión al estilo salvadoreño. En 2023, el país registró la tasa de homicidios más alta de su historia y, en agosto de 2025, su Congreso aprobó fondos para iniciar la construcción de una nueva prisión de máxima seguridad, denominada Centro de Alta Contención del Crimen Organizado, inspirada, según el presidente Rodrigo Chaves Robles, en el célebre CECOT salvadoreño.
La resonancia del modelo Bukele fuera de El Salvador complica cualquier esfuerzo internacional futuro por aislarlo. Su atractivo es evidente: en sociedades aquejadas por el crimen y desencantadas con las instituciones democráticas, el modelo ofrece una promesa embriagadora: resultados inmediatos sin el trabajo lento e incierto de la reforma institucional. Y la estrategia no es nueva ni exclusiva de América Latina. En Filipinas, entre 2016 y 2022, el presidente Rodrigo Duterte aplicó un plan similar en su “guerra contra las drogas”, que produjo un espectáculo brutal de detenciones masivas y humillaciones públicas, y que inicialmente obtuvo un amplio respaldo pese a sus claros excesos. Incluso después de que Duterte dejara el cargo en 2022, su aparato de seguridad y su cultura de impunidad perduraron.
Hoy, las redes sociales amplifican el atractivo de un enfoque tan draconiano, permitiendo a los líderes sortear el escrutinio mediático, exhibir imágenes coreografiadas de prisioneros encadenados y presentarse como protectores del pueblo. Pero el ejemplo venezolano demuestra la fragilidad del autoritarismo. Los líderes que no logran sostener los beneficios materiales que cimentaron su popularidad —ya sean crecimiento económico, programas sociales o la restauración de la seguridad pública— tienden a recurrir a la represión como su principal herramienta de control. Los caudillos queridos pueden deslizarse hacia la figura de déspotas desesperados, un riesgo al que se exponen tanto Bukele como sus imitadores.
El peligro, sin embargo, es que el plan de Bukele se convierta en la nueva normalidad. Los países de la región podrían llegar a aceptar que la suspensión del debido proceso, la detención indefinida y los poderes de excepción permanentes son herramientas legítimas de gobierno. En democracias más frágiles, la adopción de tales tácticas podría conducir rápidamente a un autoritarismo pleno; en las más fuertes, la erosión sería más gradual, pero no menos corrosiva. Si no se cuestiona, este modelo se propagará, transformando abusos excepcionales en prácticas aceptadas y reconfigurando el paisaje político de América Latina durante generaciones.
* Artículo original: “Does the Bukele Model Have a Future?”. Traducción: ‘Hypermedia Magazine’.

J. D. Vance, Cristo y la América de Trump, una conversación con Rod Dreher
Por Julian Blum
Para un grupo de conservadores estadounidenses, el hombre providencial para salvar a Estados Unidos no se llama Donald Trump, sino J. D. Vance. Rod Dreher es uno de los amigos más cercanos del vicepresidente de los Estados Unidos.