Nota del autor:
Esta es mi historia, tal como la recuerdo. Algunos nombres y ciertos detalles han sido modificados para proteger a los muchos culpables y a los pocos inocentes.
Prólogo
8 de febrero de 2018
Cuando el FBI llama a tu puerta, vas a perder. La única pregunta es qué. Y cuánto de ello. Dinero. Amor. Libertad. Amigos. Trabajo. Si llaman, es porque has estado apostando. Y no tienes la carta más alta en esta partida.
A las 6:30 a.m., suena mi teléfono. Silencio a Chris Cuomo de CNN, que habla sobre lo último en la investigación de interferencia electoral de Robert Mueller, y contesto solo para que deje de sonar.
—¿Phil Elwood? —dice una voz femenina—. Soy la agente especial Logan del FBI.
—¿Buenos días?
—¿Sigue viviendo en el apartamento diez-cero-cero-ocho?
—Ya no —respondo, tratando de asimilarlo—. Nos hemos mudado dentro del edificio.
—¿En qué apartamento vive ahora?
Miro a mi esposa, Lindsay. Sigue en pijama, respondiendo correos de un periodista especializado en Educación Superior. Luchando por una buena causa.
—¿Me puede dar una hora? —le pregunto a la agente Logan.
Se activa el instinto de lucha o huida. Proteger lo que importa.
—Lindsay, el FBI está abajo —le digo—. Subirán en una hora. Tienes que irte.
Mi esposa habla con la precisión lírica y la eficiencia de una ametralladora. Cuando la adrenalina le sube, las palabras salen rapidísimo. Por eso, no puedo repetir con precisión la cadena de preocupaciones, palabrotas y miedo que brota de su boca. Sale por la puerta en tiempo récord.
Tengo treinta minutos antes de que los agentes llamen a la puerta. Normalmente, el FBI no avisa con antelación, así que creo que soy único en mi capacidad de describir cómo se espera su llegada. ¿Cómo pasarías el tiempo? Yo leo su entrada en Wikipedia: treinta y cinco mil empleados, 9800 millones de dólares de presupuesto anual, trece mil agentes especiales, muchos de los cuales portan la Glock 19 Gen5, una pistola de 9 mm con un cargador de quince balas. Una de las prioridades principales del Buró Federal de Investigaciones en la actualidad: “Proteger a los Estados Unidos de operaciones de inteligencia extranjeras, espionaje y operaciones cibernéticas”.
En este momento, hay una bolsa en mi armario llena de material promocional de una organización con sede en Israel que se anuncia como una “operación de inteligencia extranjera” dedicada a “operaciones en línea”. La palabra espionaje no aparece en el folleto, pero está claramente implícita.
Quedan diez minutos. Pienso en el millón de dólares que los israelíes han movido a través de mi cuenta bancaria. Las transferencias electrónicas a Seychelles, Chipre, Suiza, el Caribe, Palestina y quién sabe a dónde más. Pienso en el portátil que sigue funcionando bajo el escritorio de mi oficina, ese que los israelíes me dijeron que nunca tocara. Cinco minutos. Me preocupa el alcance del Wire Fraud Act y del Espionage Act de 1917. Los bajos de mi pijama asoman debajo de las perneras de mis pantalones cargo.
Entonces llega el golpe en la puerta.
Abro a un hombre y una mujer que llevan pistolas en la cintura. La mujer da un paso adelante y me entrega su tarjeta de presentación: “Agente especial Logan, Contraproliferación”. Según entiendo, esta división trabaja para detener la proliferación de armas nucleares. También entiendo que mi vida está a punto de cambiar. Hasta esta mañana, he sido un fantasma. Mi nombre ni siquiera ha aparecido en una breve nota de “Avistado” en Politico. Si buscas “Phil Elwood” en Google, encontrarás a un crítico de jazz fallecido del San Francisco Chronicle.
Les ofrezco café a los agentes. Lo rechazan. Los llevo a la mesa de mi comedor. Se sientan frente a mí. Su lenguaje corporal transmite: el gobierno contra ti.
—Señor Elwood —comienza la agente Logan—. ¿Sabe por qué estamos aquí?
Varias cosas se me vienen a la mente. Podrían ser los israelíes. O Muamar Gadafi. O Bashar al-Ásad. O los iraníes. O por lo que hice en Antigua. O por las transferencias bancarias a cuentas en paraísos fiscales por todo el mundo. O el Proyecto Roma. Probablemente no sea por la onza de cannabis en el cajón de mi cocina.
Podrían estar aquí por las tantas cosas que he hecho en las últimas dos décadas en el ámbito de las relaciones públicas.
Capítulo 1: De mármol y gigantes
Dieciocho años antes, julio de 2000
Los pasillos del Capitolio están vacíos esta mañana. Los tintineos de las botellas de licor en el carrito que empujo son el único sonido. Me encanta estar solo aquí, maravillándome ante las columnas de mármol que sostienen techos tallados. Bajo la inmensa cúpula de la Rotonda, las pinturas narran la mitología de los primeros años de América. En Statuary Hall, hago un gesto con la cabeza hacia la estatua de bronce de Huey Long, un senador asesinado que algunos consideran un héroe y otros, un criminal, y luego entro en un corredor revestido de madera. Escaleras de caracol de hierro y mármol surgen de rincones oscuros.
Maniobro las botellas pasando por puertas sin identificación que conducen a las oficinas privadas de los senadores Trent Lott, Mitch McConnell y Ted Kennedy. Los senadores se refugian en estos codiciados escondites para reuniones que prefieren mantener lejos de los periodistas o para echar una siesta tras debates maratónicos. El licor pesa, y estoy sin aliento cuando llego al escondite del senador Daniel Patrick Moynihan. El sudor de vodka con soda se filtra a través de mi barata camisa blanca con cuello. Anoche, los becarios salimos hasta tarde al bar Politiki.
Entro y me dirijo al carrito de bar de bronce. Botellas de whisky, ginebra, escocés y jerez Tío Pepe, el favorito de Moynihan, se colocan y alinean. Cuando termino, me dejo caer en un sofá de cuero teñido del mismo caoba oscuro que el imponente escritorio y enciendo un Camel. Moynihan también fuma. Su escondite apesta a tabaco.
Los aproximadamente cien escondites del Capitolio se asignan mediante acuerdos informales. La antigüedad manda, y estar en el Comité de Finanzas no perjudica. Los senadores más jóvenes se pelean por habitaciones sin ventanas en sótanos, del tamaño de un armario de herramientas y amuebladas con catres. Moynihan se ha ganado una vista a la Avenida Pensilvania y espacio para que diez personas disfruten de cócteles. De pie bajo un cuadro al óleo, corro las cortinas color crema y lo contemplo todo. Me imagino al senador de Nueva York aquí, encendiendo un cigarrillo, sirviéndose un vaso de Tío Pepe y contando historias sobre los presidentes a los que ha asesorado.
Sentarme en la oficina privada de un semidiós del Senado todavía no se siente real. Soy un veinteañero que abandonó la universidad y cuyos únicos méritos son un trabajo en un restaurante mexicano y un problema con la cocaína. El resto de los becarios son hijos de donantes de campañas y de la élite financiera de Nueva York. Mi padre es pastor en el otro Washington. Predica a una congregación en Olympia.
Hace seis meses, era estudiante de segundo año en la Universidad de Pittsburgh con una beca de debate. El debate trata de velocidad. Hablar rápido era el requisito previo para entrar. Los fines de semana, viajaba a universidades de todo el país para argumentar sobre qué políticas conducirían a una guerra nuclear. La lectura a toda velocidad de recortes de noticias daba puntos en las rondas. También lo hacían los insultos mordaces contra el oponente, intentando atraparlo en un desliz retórico. Ganabas manipulando las noticias y llamándolas “evidencia” para respaldar tu argumento. Gané mucho.
Mis notas eran casi perfectas hasta que empecé a trabajar de noche como cocinero en Mad Mex. Los camareros sobrevivían a base de alitas y cocaína. Una noche, uno de ellos notó que parecía algo decaído y me ofreció algo de su bolsa para animarme. Funcionó. Durante quince minutos. Tres meses después, estaba suspendiendo cinco de cinco asignaturas. No creo haber asistido a ninguna clase.
La semana antes de los exámenes finales, llamé a mi hermano mayor en pánico. Se subió a un avión hacia Pittsburgh. Debatimos mis opciones. Intenté argumentar a favor de que él tomara mis exámenes. Llovía cuando fuimos a la oficina del registro y rellenamos los formularios. El primer Elwood en abandonar la universidad.
Mis padres me recogieron en el aeropuerto SeaTac. Bajé del avión borracho de whisky y abrazando un peluche de Opus el Pingüino, del cómic de Berkeley Breathed. Mi padre negó con la cabeza y me hizo ver a un psicólogo. Me desenvolví con habilidad en las sesiones. Omití el uso de cocaína. El psicólogo me informó de que sufría de “depresión situacional”.
—“Dado que ya no estás en esa situación”, explicó. “El problema debe resolverse”.
—Tiene sentido —dije.
No lo tenía. Y la depresión no desapareció. Un amigo de la infancia, a quien llamaré Preston, preocupado porque no tenía perspectivas después de abandonar la universidad, me lanzó un salvavidas. Su compañero de clase Eric, un chico con un fondo fiduciario, trabajaba en Washington, D.C., como asistente del senador Moynihan. Si le agradaba, Eric podría conseguirme unas prácticas en el Capitolio.
Llamé a Eric, y me dijo que lo encontrara el próximo martes, a las 10 p.m., en el 1823 de M Street.
—La M Street del noroeste, la que está cerca de la Casa Blanca —dijo—. ¿Tienes un carné falso?
—Claro que sí.
—Llévalo. Lo necesitarás en D.C. —dijo Eric—. Tu entrevista oficial será en el Capitolio al día siguiente. Pero esta es más importante. Yo filtro a los becarios para el equipo.
Mis padres me compraron un traje en el centro comercial y volé a Washington. Con el currículum en mano, tomé un taxi hasta un edificio de ladrillo rojo con ventanas oscurecidas en M Street. Mi carné falso engañó al portero. Dentro, sonaba “You Can Do It” de Ice Cube mientras una bailarina rociaba Windex en la barra antes de quitarse la ropa interior. Una mujer en topless me preguntó si quería unos billetes de un dólar.
Eric no era difícil de identificar. Era el único otro hombre que llevaba traje en un club de striptease un martes por la noche. Bebía de un trago una Bud Light en una mesa con una vista despejada del escenario. Le entregué mi currículum. Él se lo dio a una bailarina con un tanga amarillo neón.
—Relájate —dijo, deslizándome una cerveza—. Me conociste en el Camelot un martes por la noche. Pasaste la prueba.
***
En el escondite de Moynihan, apago mi cigarrillo y lo tiro al inodoro. Cierro con llave, empujo el carrito vacío pasando por la oficina del líder de la minoría Tom Daschle y tomo un ascensor hasta el sótano. Muestro mi credencial a un guardia, cruzo la cripta bajo la Rotonda y me dirijo a los túneles del Capitolio. Me encantan estos pasadizos subterráneos; me hacen sentir que tengo acceso especial.
Camino por la vía peatonal junto a un pequeño trolebús subterráneo, modelado como el monorraíl de Disney World. Un grupo de asistentes del Congreso hace el recorrido de dos minutos, con sus maletines sobre las rodillas. A mi derecha, veo al senador Fred Thompson.
—Buenas tardes, senador —le digo—. La jungla de cristal 2 estuvo anoche en TNT.
—¿De verdad? —responde con ese acento sureño profundo que resultaba tan fuera de lugar cuando interpretaba a un fiscal de distrito de Nueva York en La ley y el orden de NBC—. Acompáñame de regreso a mi oficina.
En el trayecto de veinte minutos hasta el edificio Hart, Thompson me pregunta si creo que Washington, D.C., o Hollywood es el lugar más aterrador. Defiendo a Hollywood. El Capitolio no me asusta, más bien todo lo contrario. Desde el momento en que puse un pie en D.C., supe que estaba en casa. El Capitolio es una versión del mundo real del equipo de debate. Todos hablan rápido, y hay ganadores, perdedores y armas nucleares. La semana pasada, tomé una copa con el senador Russ Feingold, quien me contó historias sobre su trabajo con John McCain y Carl Levin intentando aprobar la reforma del financiamiento de campañas. He pasado de recoger mesas en un restaurante mexicano en Pittsburgh a codearme con senadores. Nunca quiero irme.
Me abro paso a través de los túneles de paredes de ladrillo rojo de regreso a la oficina del personal de Moynihan en el edificio Russell. Muebles de oficina desechados y rotos se alinean en las entrañas de los edificios del Capitolio. Paso por la barbería del Senado, donde recientemente me hicieron un mal corte de pelo sentado junto al líder de la mayoría, Lott. Un rápido ascensor desde el sótano me lleva al cuarto piso del Russell, donde dejo el carrito y bajo un tramo de escaleras hasta un estacionamiento privado.
Dos becarios ya están aquí afuera fumando. El viejo Oldsmobile azul, abollado, del senador senior de Michigan, Carl Levin, destaca entre las filas de sedanes de lujo. Enciendo otro Camel y observo a Kit Bond, de Missouri, bajarse de un coche negro. Kay Bailey Hutchison pasa con paso firme, seguida por sus “chicos bolso”, dos jóvenes y atractivos asistentes que cargan sus bolsos de lujo por el Capitolio. Cuando los senadores me piden un cigarrillo antes de correr a su próxima reunión, me siento como un joven Henry Hill aparcando coches para la banda de Paulie en Uno de los nuestros.
Son casi las cuatro de la tarde. En esta ciudad, la hora más importante es la hora feliz. Salgo de nuevo a la ciudad bochornosa, bajo por First Street y paso frente al Tribunal Supremo y la Biblioteca del Congreso, donde se conservan para la posteridad 3700 cajas con los documentos personales de Moynihan. Es la colección más grande de un solo hombre en la biblioteca, me dijo recientemente su director legislativo entre whiskies con Coca-Cola en el Capitol Lounge.
En la Avenida Pensilvania, un helicóptero zumba en el cielo. El piloto sigue la caravana de SUVs negros que se precipitan por el centro, con luces parpadeando y sirenas aullando. Cuando la calle queda despejada, me meto en el Hawk ’n’ Dove. Me tomo una soda con vodka mientras mantengo una buena mesa con vista a los televisores, sintonizados en CNN. Igual que el sistema de oficinas privadas, este lugar funciona por turnos. Pronto, el bar estará repleto de asistentes del Congreso de ambos lados del espectro político. Beberán, festejarán, saldrán juntos y, a veces, redactarán legislación bipartidista. Las mesas son una moneda valiosa. Como becario, considero que es mi deber sagrado asegurarme de que el personal no tenga que quedarse de pie en la barra.
A las cinco, el personal de Moynihan comienza a llegar al Hawk ’n’ Dove en orden ascendente dentro de la jerarquía. Primero llegan los corresponsales legislativos, junto con el resto de los becarios. Una hora después, los asistentes legislativos toman sus asientos. Luego aparece el director legislativo y, finalmente, alrededor de las siete, el jefe de gabinete de Moynihan. Su traje azul está arrugado y parece exhausto. En la mano lleva el “clip sheet” del día, una carpeta que compila los recortes de prensa diaria que mencionan a nuestro jefe. Los becarios la crean cada mañana recortando meticulosamente el Washington Post, el New York Times y los semanarios locales, subrayando con cuidado el nombre de Moynihan.
—Gracias por cuidar el fuerte, Phil —dice el jefe de gabinete—. Mira esto. Hillary Clinton va a quedarse con el escaño de Moynihan. Rick Lazio no tiene ninguna posibilidad.
He llegado a la oficina de Moynihan justo a tiempo. Está a punto de retirarse después de veinticuatro años en el Senado. La lista de exalumnos de su oficina parece un quién es quién de Washington, D.C., y todos se ayudan entre ellos. Pasé el resto del verano ayudándolos, siguiendo las instrucciones del director legislativo: “Haz todo lo que te pidamos. Y hazlo con una sonrisa. Aunque no sea parte de tu trabajo. Aunque sea raro”. Me tomo sus palabras en serio. El personal de Moynihan me coge aprecio porque me ofrezco a cargar cajas de Tío Pepe y cumplo con las tareas más insignificantes a un ritmo de restaurante.
Hay dos maneras de construir una carrera aquí: profundizar más o salir. Yo tengo claro algo: nunca me iré de Washington. Pero la trayectoria de un universitario que abandonó los estudios es limitada; necesito un título. Antes de que termine mi beca, solicito plaza en la Universidad George Washington. Escribo yo mismo mi carta de recomendación, y el jefe de gabinete de Moynihan, para quien he reservado mesas todo el verano en la mitad de los bares de la ciudad, la firma. “Motivado y con talento para las palabras, Phil Elwood será una valiosa incorporación para su prestigiosa universidad”.
***
Me despierto en una celda de detención. Dos policías me arrastran a una sala de interrogatorios y me lanzan la acusación de que, borracho, atravesé una ventana de la biblioteca Gelman de la GWU. No recuerdo la noche anterior, pero mi cabeza palpitante y los cortes en mi cuerpo indican que la policía dice la verdad. Me suben a la fuerza a una furgoneta del sheriff y me esposan al suelo.
Me presento ante un juez, quien me dice que sabe que lamento mucho lo que hice y que nunca volveré a hacerlo. Me da un leve castigo: veinte horas de servicio comunitario. Más tarde, me entero de que alguien de la oficina de Moynihan hizo una llamada. Unos días después de regresar de la central de detención, recibo una carta escueta de la Universidad George Washington. Ya no soy bienvenido en el campus. Estoy seguro de que me desterrarán de D.C. Tendré que volver a Olympia. Mis padres, una vez más, verán a su hijo aparecer en la puerta de Llegadas abrazando su peluche de Opus el Pingüino, como un Sísifo fracasado.
En cambio, me ascienden. La oficina de Moynihan hace una llamada, y soy contratado como corresponsal legislativo para el senador senior de Michigan, Carl Levin. Las horas felices continúan. Es increíble que consiga hacer algo con tanto alcohol. Hacia el final de mi primer año, el jefe de gabinete me llama a su oficina.
—Te recomiendo encarecidamente que obtengas un título universitario —dice—. Está claro que George Washington no es una opción. ¿Qué te parece Georgetown?
Dado mi promedio de C en el instituto, Georgetown tampoco debería ser una opción. Pero resulta que Levin tiene considerable influencia en la universidad. Una carta del senador y me aceptan como estudiante transferido. Me doy cuenta de que así es como funciona el mundo, o al menos este mundo. No es una meritocracia.
***
En la oficina del sótano del Subcomité Permanente de Investigaciones, los empleados dejan cajas de documentos.
—Revisa estos. Busca algo sospechoso —instruyen. Luego se van a buscar más cajas.
Levin está liderando una investigación sobre las malas prácticas de la junta directiva de Enron. La espectacular implosión de Enron ha sido noticia principal en CNN durante meses. Ahora Levin se ha propuesto codificar las irregularidades de la empresa en el registro nacional.
Tomo café con un equipo de abogados que no ha visto la luz del día en semanas y reviso miles de páginas de correos electrónicos con un rotulador fluorescente. La mayoría del material consiste en conversaciones banales sobre almuerzos en asadores y retiros corporativos. Cada pocas páginas, noto las obscenas cifras de las transacciones de Enron. Los villanos cobran en números con ceros extra.
El día de las audiencias de Enron, voy a presenciar los fuegos artificiales en el edificio Hart. Un hombre sin hogar está al frente de una larga fila que se extiende por la avenida Constitución. Observo a un tipo con aspecto tiburonesco, vestido con un traje negro azabache, darle un billete de diez dólares al hombre sin hogar y deslizarse en su lugar. Probablemente los cabilderos han estado usando este truco desde el gobierno de Grant. Muestro mi credencial de personal y sigo al cabildero más allá del control de seguridad hasta la sala de audiencias del Senado, donde me quedo de pie contra la pared del fondo.
Levin sube al estrado con un traje holgado, el último de sus cabellos peinado sobre un cuero cabelludo salpicado de manchas solares. En 2013, BuzzFeed News publicará una lista de los “23 peinados con más tupé del Congreso”. Levin ocupará el segundo lugar. Un hombre del pueblo. Es el miembro más trabajador de su equipo. Miro, absorto, cómo le da un duro repaso a Herbert Winokur Jr., presidente del Comité de Finanzas de Enron, sobre un préstamo de medio billón de dólares.
—Ahora, cuando se reunió con mi personal, ¿también les dijo que no recordaba mucho sobre esa transacción? —pregunta Levin, mirando por encima de sus gafas, que descansan al final de su nariz.
—Sí, señor.
—Ahora que ha refrescado su memoria. Enron estaba tomando prestado medio billón de dólares de Citibank, pero no aparecía en el balance de Enron como deuda, sino como acciones preferentes, que parecían más patrimonio que deuda. Era un préstamo disfrazado de patrimonio para evitar mostrar deuda en los libros.
—Señor, creo que se contabilizó como una subsidiaria consolidada con un—
Levin lo interrumpe:
—¿Se mostró como un préstamo?
—Se mostró como —la entidad estaba consolidada y los 500 millones de Citibank eran una participación minoritaria.
—¿Pero se mostró como un préstamo?
Levin lo tiene acorralado. Observo cómo Winokur se quiebra.
—No, señor.
Un intercambio digno de un titular. Veo a un grupo de periodistas tomando notas al costado de la sala. Como en un debate, ya tienen sus pruebas. Ahora las publicarán en el periódico de mañana. Y algún estudiante de debate universitario usará el artículo como evidencia en una ronda donde el tema sea la “regulación fiscal”. Queda codificado en el registro. La verdad, al menos para quien le importe.
Estoy fascinado por esta carnicería, especialmente por los criminales en el banquillo de los testigos. ¿Quién los ayuda? ¿Quién los preparó para esta masacre? Quienquiera que haya sido, no es lo suficientemente bueno en su trabajo. ¿Dónde está la coherencia en los mensajes? ¿Por qué no esperaban estas preguntas? ¿Por qué no repiten las mismas cinco frases una y otra vez? ¿Por qué le están dando respuestas fáciles al senador y a los medios?
Me doy cuenta de que probablemente soy la única persona en el mundo que tiene esta reacción ante el escándalo de Enron.
***
Me asomo a K Street y hago señas para detener un taxi. Es la primera semana de verano. Las clases han terminado. He estado yendo de bar en bar con empleados del Capitolio. Un taxi amarillo se detiene, y trato de saltar sobre una barrera Jersey. Mi pie golpea el borde. Giro mientras caigo al bordillo.
No puedo caminar. Me arrastro hasta el asiento trasero del taxi y le digo al conductor que me lleve al centro de trauma más cercano. Cuando llegamos a urgencias de la Universidad George Washington, las enfermeras me ponen en una silla de ruedas. Tres horas después, un técnico revisa mi radiografía, dice:
—Vaya mierda.
Y comienza a salir corriendo de la sala. Le agarro del brazo y le obligo a mostrarme la imagen. La cabeza de mi cadera está flotando, completamente separada de mi fémur.
Despierto inhalando oxígeno de un tubo. Mi madre está sentada en una silla junto a la cama. Mi madre vive al otro lado del país, así que supongo que algo va realmente mal. No recuerdo nada después de mirar la radiografía.
Uso muletas durante un mes. Luego, paso a un bastón. Durante el resto de mi vida, caminaré con una leve cojera. Y los tres tornillos de titanio en mi cadera dolerán cuando la temperatura baje de los cuarenta grados.
Unos meses después, salto en paracaídas desde un avión por primera vez. En una revisión, informo a mi cirujano de que debe haber hecho un buen trabajo. No parece muy contento.
***
Mis padres vuelan para asistir a la ceremonia de graduación de Georgetown. Parecen aliviados de que haya llegado a la meta. Levin escribe otra carta más, y me aceptan en la London School of Economics. Vivo en un piso en Notting Hill, asistiendo a conferencias sobre guerras comerciales con los hijos de primeros ministros y diplomáticos internacionales.
Un día, estoy caminando por el campus cuando paso junto a un joven calvo con ojos duros, flanqueado por enormes guardaespaldas. He oído hablar de Saif Gaddafi. Los estudiantes susurran que es hijo de un dictador. He escuchado que compartimos el mismo proveedor de marihuana.
En unos años, será uno de mis clientes. Mucho después de haber estado en la nómina de su familia, el mundo descubrirá que, supuestamente, Saif compró su doctorado en filosofía en la LSE con millones de libras en sobornos. Howard Davies, el prestigioso director de la institución, cuya firma está en mi diploma, dimitirá en desgracia.
Pero me estoy adelantando.
***
Entro por las puertas de Venture, que parece ser la agencia de relaciones públicas más pequeña de Washington, D.C. Llevo unas semanas de vuelta en la ciudad, solicitando cualquier trabajo que me mantenga cerca de la acción en el Capitolio. He echado de menos esta ciudad. He echado de menos trabajar en proyectos de los que leería al día siguiente en los periódicos. He echado de menos las horas felices intercambiando chismes sobre senadores y sintiéndome como un amo del universo.
La oficina de Venture no es mucho más que unos cuantos escritorios dispersos en el sótano de una firma de cabildeo. Una joven me da la mano y me dice que tome asiento. Revisa mi currículum y se detiene en un punto que la hace dudar.
—Señor Elwood —dice, sonriendo—. Veo que ha trabajado en el Capitolio.
***
Voy en un SUV negro bajando por First Street hacia los estudios de CNN. A mi lado están Jon Powers, un oficial del ejército recién llegado de una misión en Irak, y Michael Tucker, un cineasta.
—Cuando llegues al set, recuerda enfatizar que las audiencias jóvenes deben ver esta película —les digo—. Ponerle una clasificación R limita precisamente a las personas que deberían ver de primera mano cómo es la guerra. Los chicos que podrían alistarse.
Powers asiente, repitiendo mis palabras para sí mismo. Repaso con él sus puntos clave una vez más mientras el SUV se detiene frente al edificio de cristal y color arena que alberga la oficina de CNN en D.C.
—Si esta película recibe una clasificación R, perjudica a la juventud de América —repito cuando entramos al vestíbulo y recibimos nuestras credenciales de seguridad.
Powers es uno de los protagonistas del documental Gunner Palace, dirigido por Tucker, que trata sobre soldados viviendo en el palacio de placer de Uday Hussein durante la segunda guerra de Irak. Venture tiene la tarea de evitar que la película reciba una clasificación R, a pesar de que en ella se pronuncia la palabra fuck más de cuarenta y dos veces. Según las normas de la MPAA, si la palabra fuck aparece más de una vez en una película, esta recibe automáticamente una clasificación R. Y una R significa menos ventas de entradas.
Es mi primera campaña de relaciones públicas. Mi estrategia ha sido abarcarlo todo. Hacer el mayor ruido posible. He llamado a productores y responsables de programación de televisión desde una línea fija en la oficina subterránea de Venture.
—La guerra de Irak es un campo de muerte en este momento —improvisaba—. Los adolescentes que el ejército está reclutando necesitan ver esta película.
—No tengo tiempo para esto —decían los agotados responsables antes de colgar.
—Esto no es mi tema —escuché una y otra vez—. Quítame de tu lista.
Tengo veinticuatro años; mi discurso de “salvar a los niños” nació por instinto. No me entrené en una oficina de prensa en el Capitolio. Venture tiene otros dos empleados y me paga 35.000 dólares al año, pero mi intuición me decía que estaba en lo cierto. Después de una avalancha de llamadas, logré contactar con un productor de segmentos en CNN. Al pasar, mencioné que Powers era de Buffalo, Nueva York.
—Golpe de suerte —dijo el productor—. Wolf Blitzer es de Buffalo. Ayudaremos a tu chico.
El set de CNN es más pequeño de lo que imaginé. El estudio parece una réplica en miniatura de lo que ves en pantalla. La idea de que esta pequeña sala sea responsable de tanta influencia parece incongruente, como hormigas cargando una manzana. Un productor en línea lleva a Powers desde la sala verde hasta su marca. Tenemos cuatro minutos de tiempo en cámara. Powers está tranquilo. Ha enfrentado fuego de RPG en Bagdad; puede manejar unas cuantas preguntas de un presentador de noticias por cable.
Veo el segmento en la televisión de la sala verde, imaginando a la audiencia en casa. Powers y Tucker se apegan a nuestro guion, repitiendo mis puntos clave sobre cómo la película educa a la juventud estadounidense acerca de las duras realidades de la guerra.
Mientras el presentador asiente como un padre preocupado, observo cómo las palabras de Powers —mis palabras— se legitiman en tiempo real porque él las está diciendo en la televisión por cable. En un instante, ideas que se me ocurrieron en una oficina sin ventanas parecen volverse realidad, certificadas por la propia CNN. La audiencia no me ve construyendo la máquina que crea esta ilusión. Ni siquiera saben que existo. Si una persona de relaciones públicas aparece en televisión, generalmente significa que hemos cometido un error.
Mientras CNN transmite mi mensaje a millones de estadounidenses, me doy cuenta de que mi trabajo no es manipular la opinión pública. Mi trabajo es lograr que guardianes como CNN lo hagan por mí. Una vez que tienes tinta, tu historia se vuelve real. Empieza una conversación que no existía momentos antes, una conversación que a nadie se le habría ocurrido tener si no la hubieras iniciado. El público comienza a aceptar algo que creaste de la nada.
Y yo tengo algo que los periodistas siempre necesitarán: acceso a información privilegiada. La información es la única mercancía que controlo, pero en este mundo es una moneda valiosa. Los medios necesitan combustible constante. Puedo alimentar a los periodistas con información y ajustar cuánto ven. Siento como si me hubiera puesto unas gafas de visión nocturna que revelan las máquinas ocultas que mueven el mundo. Comienzo a identificar palancas que puedo accionar. La adrenalina que me invade se siente más fuerte que cualquier raya de cocaína.
***
La prensa recoge nuestro mensaje y lo amplifica. Conseguimos una reseña favorable de A. O. Scott en el New York Times. “La crudeza inconclusa de Gunner Palace es la medida más auténtica de su valor como artefacto de nuestro tiempo y de su importancia para futuros intentos de comprender lo que Estados Unidos está haciendo en Irak”, escribe. Sean Hannity y Alan Colmes, de Fox News, entrevistan a Powers en un segmento de cinco minutos. MSNBC también hace un segmento con Powers y el director. En mi primer intento, logro un “hat trick” en las noticias por cable: cobertura en CNN, MSNBC y Fox News.
Unas semanas después, asisto al estreno de Gunner Palace. El senador Ted Kennedy se deja ver en la alfombra roja. Las luces de la sala se apagan y la pantalla se ilumina: “Esta película está clasificada como PG-13”.
Acabo de hundir un cuerpo.
Déjame explicarlo. Hundí mi primer cuerpo cuando tenía doce años. Mi padre era ministro de una iglesia en la costa este, a un corto paseo del océano. Nuestra casa estaba detrás de la iglesia, y nuestro jardín delantero era el cementerio de la parroquia. Bandas de heavy metal intentaron alquilar la propiedad para fiestas de lanzamiento de discos. Los sistemas sépticos antiguos y en mal estado río arriba generaban conteos fecales de cientos de miles en el arroyo que atravesaba el cementerio. Un río de mierda.
Cuando fallecía un feligrés, tenía la oportunidad de pasar tiempo con mi padre y me compensaban por ello. Cincuenta dólares por cuerpo. Todo lo que tenía que hacer era sostener la cruz y parecer triste durante una hora. Los trabajadores traían máquinas excavadoras para cavar la tumba. Cuando el ataúd estaba en su lugar, colocábamos macetas entre el hoyo y los dolientes.
Durante un entierro, mi padre y yo estábamos detrás de las macetas. Podía ver el fondo de la tumba.
“Aunque camine por el valle de la sombra de la muerte…”, comenzó mi padre. Luego, sobre los lamentos, llantos y sollozos de los dolientes, escuché terrones de tierra cayendo y… chapoteos. Un líquido marrón estaba surgiendo de la tierra oscura. Le di un codazo a mi padre y señalé el fondo de la tumba.
Aceleró el ritmo.
“No temeré mal alguno”.
Vi cómo el agua color mierda giraba alrededor del ataúd. El ataúd se desprendió de la tierra, flotando, subiendo. Le di otro codazo a mi padre.
“Sujeta el ataúd”, susurró.
Colocando la cruz en un ángulo adecuado, logré poner un pie en tierra firme y el otro sobre la difunta del día.
“Porque tu vara y tu cayado me infunden aliento”.
Para la oración final, mi zapato estaba completamente empapado.
“Encárgate de esto. Vuelvo pronto”, me dijo mi padre y luego guio a los dolientes al salón parroquial. No se dieron cuenta de nada. Me preocupaba que el ataúd flotara hasta salir del hoyo. Tenía doce años, así que también me preocupaba que el cuerpo dentro volviera a la vida. Salté sobre el ataúd, tratando de hundirlo. Resbalé en su superficie lisa y caí dentro de la tumba.
Fue la primera vez que ayudé a crear una narrativa falsa. Encubrir la verdad cuando todo se ha ido al traste. Mantener la calma y hundir el cuerpo. El cuerpo es la verdad. Con Gunner Palace, la verdad era que queríamos una clasificación PG-13 para vender más entradas. Así que hundes el cuerpo. Haces que el público crea que quieres proteger a los adolescentes vulnerables de la guerra de Irak. Y con este cuerpo, he ganado mucho más de cincuenta dólares.
Necesito crear esta ilusión otra vez. A mi alrededor, veo poder y más poder. Estoy bajo en el orden jerárquico de D.C. Incluso Eric, el asistente de Moynihan, tiene más influencia que yo. Pero por primera vez en mi vida, he descubierto un truco que hace que la gente aplauda. Un truco en el que, aparentemente, soy bueno. Necesito perfeccionarlo. Necesito ver hasta dónde puede llevarme.
Capítulo 2: Todos merecen representación
Estoy empapando de sudor mi mejor traje en la Garden Terrace del Four Seasons en Georgetown. Mi mesa está bajo un enrejado de hiedra cuidadosamente podada. Peter Brown llegará en cinco minutos.
Esta tarde recibí una llamada de una mujer que dijo ser la asistente de Peter Brown.
—¿Podría reunirse con el señor Brown para tomar algo esta tarde? —preguntó—. Está pensando en contratarle.
Acepté. Luego busqué en Google “Peter Brown”.
Brown pasó de dirigir la sección de discos de una tienda en Liverpool a ser el mánager de los Beatles y miembro de la junta de Apple Corps. Se le menciona por nombre en una canción de los Beatles. Ayuda a Robert De Niro a promocionar el Tribeca Film Festival y lleva a Barbara Walters como acompañante a los eventos. A principios de la década de 1980, Brown se pasó al mundo de las relaciones públicas y ahora dirige Brown Lloyd James, una firma boutique con sede en Nueva York.
Brown entra en la Garden Terrace con un traje azul hecho a medida y una corbata de seda rosa como complemento. Su cabello plateado combina con sus gemelos. Cuando estrechamos manos, se siente frágil pero de alguna manera domina incluso esta pequeña interacción física, lo cual es increíblemente desconcertante. Aparece un camarero preguntando:
—¿Campari con soda, señor Brown?
Yo pido una copa de Malbec. Nuestras bebidas llegan casi instantáneamente.
—Entonces —digo—, hábleme de la firma.
—Imagine Brown Lloyd James como una agencia de relaciones —dice Brown con un elegante acento inglés—. Resolvemos problemas complejos para clientes extraordinarios. Lo hacía hace mucho tiempo para John.
Tardo un momento en darme cuenta de que se refiere a John Lennon.
—Una vez, John me llamó con urgencia. Necesitaba casarse de inmediato sin que los medios acosaran la ceremonia. Encontré el único lugar en el maldito planeta que cumplía con los requisitos. Él y Yoko se casaron en Gibraltar.
Salido de la boca de un hombre menos notable, esta historia sonaría a un alarde descarado. Pero Brown habla con suavidad y despreocupación. Puede permitírselo: Lennon lo canonizó en The Ballad of John and Yoko: “Peter Brown called to say ‘You can make it okay,’” cantó Lennon. “‘You can get married in Gibraltar, near Spain.’” Que un Beatle hable de tus anécdotas en una canción es mejor que ser nombrado caballero. Y más tarde, Brown casi será nombrado caballero. La Corona lo nombrará Comandante de la Orden del Imperio Británico.
—Mi tío Phil es un gran fan de los Beatles —digo—. Llevo su nombre.
—John y Yoko compraron un apartamento en el edificio junto al mío porque les gustaba mi vista de Central Park. Yoko todavía vive allí. Mick Jagger subarrendó una vez mi apartamento. Cuando terminó el contrato, no quería devolvérmelo. Tuvimos una buena trifulca por eso.
—Sucede.
—Necesitamos a alguien en Nueva York —dice Brown—. Para gestionar un par de cuentas.
—¿Qué tipo de cuentas?
—BLJ representa clientes exóticos. Países. Personas con altos patrimonios.
Brown no entra en detalles, y estoy demasiado impresionado para insistir. No está vendiendo su firma, sino una nueva vida que su actitud transmite que sería un privilegio aceptar. Estoy buscando una nueva vida. Después de Venture, me contrató la mega agencia de relaciones públicas Burson-Marsteller. Mi mayor cliente era la U.S. Tuna Foundation, que intentaba convencer a las mujeres embarazadas de que comieran, adivínelo, más atún. Pagamos a académicos para argumentar que una cierta forma de mercurio molecular era demasiado grande para atravesar la barrera hematoencefálica. La National Healthy Mothers, Healthy Babies Coalition afirmaba que las mujeres en edad fértil debían comer al menos 12 onzas de mariscos a la semana. Nos atrapó nada menos que el New York Times: “El dinero de la industria aviva el debate sobre el pescado”, decía el titular que expuso todo el asunto desagradable.
—Todos merecen representación —opina Brown—. Y con la cantidad adecuada de dinero, todo es posible.
—Tengo algunas referencias a las que puede llamar.
Brown toma un sorbo pausado de su Campari con soda.
—¿Qué me importa lo que piensen los demás?
***
—Tienes que firmar esto —me dice la asistente de Peter Brown, deslizándome un formulario por el escritorio.
DEPARTAMENTO DE JUSTICIA DE LOS ESTADOS UNIDOS
DECLARACIÓN DE REGISTRO SEGÚN LA LEY DE REGISTRO DE AGENTES EXTRANJEROS DE 1938
Enumere a todos los representados extranjeros a quienes prestará servicios:
Hassan Tatanaki, Gran Jamahiriya Árabe Libia Popular y Socialista.
No reconozco el nombre “Tatanaki”, pero firmo el formulario sin pensarlo dos veces. Salgo de nuevo a las oficinas de Brown Lloyd James. Una docena de profesionales de relaciones públicas se mueven frenéticamente entre cubículos de laminado gris, lanzando propuestas por teléfono. Escucho conversaciones en chino y árabe. No puedo esperar para ensuciarme las manos.
Peter Brown me lleva a conocer a mi nuevo jefe, el segundo al mando de BLJ y mi superior directo. Vamos a almorzar a Michael’s, en la calle West Fifty-Fifth, donde nos conducen a la mejor mesa del lugar.
—Phil —le dice Brown a mi nuevo jefe—, es nuestro nuevo operativo.
Operativo. La palabra me hace saber que estoy en casa.
Las agencias de relaciones públicas emplean dos tipos de personas: burócratas y operativos. Los burócratas son los contables. Los que lideran las conferencias telefónicas. Los que mueven documentos digitales. Los operativos se infiltran en las redacciones. Llaman a los reporteros. Hacen lo que sea necesario para conseguir cobertura. Siempre he sido y siempre seré un operativo. Que lo pongan en mi lápida.
El 90% del personal de las grandes agencias de relaciones públicas son burócratas. Estas agencias afirman ser expertas en relaciones con los medios y hábiles para asegurar cobertura. La mayoría no logran resultados para sus clientes. No saben cómo iniciar incendios. Su trabajo consiste en crear papel: presentaciones de PowerPoint, hojas de cálculo, textos revisados para sitios web. En Burson-Marsteller, el correo semanal con el resumen de la cobertura obtenida por toda la agencia era vergonzoso. Los publicistas movían papeles durante años sin lograr publicar una sola historia en un periódico importante.
Pero las grandes agencias aún cobran millones a sus clientes. Es un enorme sumidero de dinero. El conglomerado británico WPP ganó 12,8 mil millones de libras en 2021. Pero, claro, al menos el sitio web de WPP tiene un eslogan encantador: “Usamos el poder de la creatividad para construir un futuro mejor para nuestra gente, el planeta, nuestros clientes y comunidades”. Aquí hay una buena regla: más jerga equivale a más tonterías. Más tonterías equivalen a más horas facturables. Y más horas facturables no significan más cobertura.
Estas agencias no saben qué hacer con un operativo. Un operativo en una gran firma es como un SEAL de la Marina trabajando en una oficina de correos. Durante mi tiempo en Burson-Marsteller, solo logré una historia, y no por falta de propuestas. Los burócratas desechaban mis ideas más audaces, las que realmente habrían conseguido cobertura. Temían que al atacar a los enemigos de un cliente, se enfadaría otro cliente. O un cliente potencial. Al tener una clientela tan grande, las mega agencias aseguran que todos sus clientes reciban campañas lo más inofensivas, ineficaces y, probablemente, inútiles posibles.
En Brown Lloyd James, no tengo tales limitaciones. Aquí puedo ser yo mismo. Aquí estoy entre los míos. (Vale, robé esas dos últimas líneas de Thank You for Smoking, un libro que veneraba en el instituto. Imagino que Nick Naylor consideraría un honor profesional ser plagiado). Peter Brown ha reunido un equipo compuesto exclusivamente por operativos y les ha dado una instrucción clara: iniciar incendios.
Después del huracán Katrina, uno de los vicepresidentes de BLJ organizó que la familia real de Catar sobrevolara Nueva Orleans en helicópteros Black Hawk para inspeccionar los daños. Por supuesto, solo después de que los cataríes prometieran cien millones de dólares para los esfuerzos de ayuda. Mi jefe tiene contactos en todas las redacciones, desde el San Francisco Chronicle hasta el New York Times. Y luego están los becarios. Igual que en el Capitolio, tienen una línea directa con la élite.
Peter Brown se mueve por el mundo como un ejecutivo distinguido, con trajes impecablemente confeccionados en Savile Row y la exigencia de sentarse en el asiento 1A cuando debe volar en clase comercial. Pero en el fondo, es un rockero. A las pocas semanas de comenzar en la firma, Brown me llama y dice:
—Nuestro cliente tiene un trabajo para ti. Vas a Chile. Si tienes problemas, conozco al presidente.
—Espero no meterme en problemas suficientes como para que tengas que llamarlo —respondo.
Cuarenta y ocho horas después, estoy recorriendo las calles de Santiago en un teleférico tambaleante. En bodegas chilenas, busco contactos para una organización no gubernamental que necesita voces internacionales para criticar una propuesta legislativa ante el Congreso de los Estados Unidos. Días después, respondo un correo electrónico en un bar en una azotea de Estambul, con vista a la Hagia Sophia y la Mezquita Azul. Mi pasaporte, que apenas usaba, ahora está lleno de sellos.
Lo mejor de todo es que convenzo a Brown de que soy más útil como operativo en D.C. que en Nueva York. En la sede de BLJ en Nueva York, los agentes visten trajes de Armani. Tengo dos trajes de Jos. A. Bank y prefiero trabajar desde mi azotea en pantalones cargo. Alquilo un apartamento en Logan Circle, a diez calles de la Casa Blanca.
El día que me mudo, entro en un bar de barrio llamado Commissary. Es discreto y las bebidas son baratas. Me siento en la barra y pido un old fashioned. El Commissary se convierte en mi base de operaciones. Es el escondite perfecto para almuerzos con reporteros del Wall Street Journal. Politico rara vez “detecta” a gente en el Commissary.
***
Estoy desayunando en el Commissary, saboreando una mega mimosa, cuando recibo un correo electrónico de uno de los clientes de BLJ, un rico industrial turco-estadounidense. Ha recibido información de que un barbero turco llamado Sabri Bogday ha sido condenado a muerte por las autoridades religiosas en Arabia Saudí por blasfemia. ¿Su crimen? Alguien que estaba cortándose el pelo escuchó que dijo: “¡Maldita sea!”.
Consigue que la prensa angloparlante cubra esto, me ruega mi cliente.
Cuando intentas ejercer presión a través de la prensa, debes conocer y explotar los puntos débiles de tus enemigos. Los saudíes no tienen muchos. Son ricos. No les importa en absoluto sufrir ataques políticos. Pero no toleran la vergüenza religiosa. Así que es hora de jugar el juego de la vergüenza. El argumento se escribe solo: barbarie.
Llamo a un amigo de D.C. y bloguero político de Huffington Post llamado Peter Slutsky.
—Los saudíes van a matar a este tipo por decir “¡maldita sea!” —le digo a Slutsky—. Algo que nosotros decimos cada minuto.
—Maldita sea —responde Slutsky.
Slutsky y su hermano gemelo Matthew escriben 750 palabras sobre el caso de Bogday. Gano las 750 para mi cliente. El artículo es pura perfección emocional.
“Esta situación es completamente absurda, y ningún periodista está dando un paso adelante para contar la historia de este hombre”, escriben los Slutsky. “Este caso, y otros como este, han ocurrido y seguirán ocurriendo mientras las voces internacionales permanezcan en silencio”.
Los Slutsky también defienden a un bloguero saudí encarcelado que enfrenta cinco años de prisión por publicar sobre el incidente. Eso puedo usarlo. Los periodistas acudirán corriendo para proteger a uno de los suyos. Tengo lo que necesito: la primera tinta. Una vez que creas un momento de la nada, puedes crear más. Has encendido un fuego.
Unos días después, Arabia Saudí organiza una cumbre en las Naciones Unidas para discutir, entre otras cosas, la libertad religiosa. Envío el artículo de HuffPo a reporteros de Reuters y The New York Times.
—Si quieren una historia, vayan a la ONU y hagan preguntas sobre Bogday —les digo—. Tienen una oportunidad única de confrontar a un régimen brutal sobre un prisionero religioso.
En la cumbre, los reporteros bombardean a los funcionarios saudíes con preguntas incisivas. Tomados por sorpresa, los funcionarios se tropiezan con sus respuestas. Una semana después, los saudíes compran a Bogday un billete de ida a Estambul y le dicen que nunca vuelva a su reino.
Celebro con unas copas junto a Peter Slutsky en el Commissary.
—Bogday le debe a este judío cortes de pelo gratis de por vida —dice, levantando su vaso.
Está tan alegre que trato de igualar su ánimo.
—Lo mejor es que nunca sabrá que existo —digo.
—Phil, acabamos de salvarle la vida a un hombre —dice Slutsky, de repente serio.
De repente orgulloso.
En lugar de sentirme satisfecho, me siento inquieto. Deprimido cuando debería estar eufórico. Pienso en el diagnóstico de “depresión situacional” de mi terapeuta universitario. Pero esta sensación pesada y temblorosa me persigue sin importar la situación. Hay una gran brecha entre cómo debería sentirme y cómo me siento en realidad.
La noche siguiente, vuelvo al Commissary solo. Luego la siguiente. Y después vuelvo al día siguiente para un desayuno con mega mimosa. Cuando estoy deprimido, es más fácil entablar una conversación superficial con periodistas después de unos cuantos old-fashioneds. No importa cuántas historias publique, sigo sintiendo que algo está mal conmigo. Otro trago, otro porro. Las cuentas del bar se acumulan, y luego se acumulan aún más. A los seis meses de haber comenzado en BLJ, tengo veinte mil dólares en deudas de tarjeta de crédito.
***
A Margarita le gusta beber martinis durante el almuerzo. Y después del almuerzo. Tras unos cuantos martinis extra sucios en un bar de mala muerte en Hell’s Kitchen, Margarita sigue luciendo impecable en su ajustado vestido rojo. Todavía puede caminar en línea recta con sus tacones altos. Yo, con mis zapatos Oxford, no puedo.
Estoy en la quinta ronda de uno de los exóticos encargos de Peter Brown. Debo acompañar a la editora en jefe de Russia Today por las redacciones de Nueva York e introducirla a los contactos de Brown. Margarita Simonyan consiguió el puesto en Russia Today a la madura edad de 25 años. Conoce personalmente a Vladímir Putin. En 2022, un informe del Departamento de Estado la calificará como “hábil para presentar mentiras como verdades, y con una sonrisa”. Junto con Al Jazeera, Russia Today es uno de los dos medios extranjeros representados por BLJ. Nuestro objetivo es legitimarlo en el mercado de noticias estadounidense.
En las encuestas, la popularidad de los medios de comunicación ronda el 10%, la misma valoración que disfruta el Congreso y los cazadores de focas bebé. La prensa necesita a los profesionales de relaciones públicas más que nadie. Todas las grandes cadenas tienen a algunos de nosotros en su personal, listos para manejar cualquier crisis.
Una buena amiga mía trabajaba en el equipo de relaciones públicas de CNN en 2004. Un viernes, el histórico programa Crossfire invitó a un comediante como su huésped. ¿Qué podría salir mal? El comediante era Jon Stewart. Los presentadores de Crossfire esa noche eran Paul Begala y Tucker Carlson.
En un ahora infame segmento, Stewart destrozó las noticias por cable en directo, llamando a Carlson “imbécil” y “fracasado”. Y quedó como un héroe por ello. Probablemente fue el peor día en la carrera de mi amiga. Tuvo que intentar limpiar el desastre para Page Six y las otras columnas de chismes hambrientas de noticias que se abalanzaron sobre la historia.
Siempre que una organización de noticias se convierte en la historia, estás a punto de vivir un ciclo de noticias de pesadilla. Stewart capturó un rayo en una botella: logró que Crossfire fuera cancelado. Estoy seguro de que cada presentador tiene su propia versión de los hechos, pero en la entrada de Wikipedia de Crossfire, el encabezado “La aparición de Jon Stewart” aparece justo antes de “Cancelación”.
En Nueva York, Simonyan y yo usamos la interminable agenda de Brown para recorrer las oficinas de las luminarias mediáticas de la ciudad. Terminamos, muy borrachos, en la oficina de The Nation con la editora de la revista, Katrina vanden Heuvel. The Nation se enorgullece de ser una de las publicaciones más liberales del país. Nunca he asistido a una reunión del Partido Comunista, pero imagino que sus puntos de discusión podrían haber sido generados a partir del intercambio entre Simonyan y Vanden Heuvel.
Hoy, estoy actuando como un doble agente. Cada periodista al que le presento a Simonyan también se convierte en uno de mis contactos. Semanas después, le pido a Vanden Heuvel que me conecte con un periodista de The Nation. Nos conecta de inmediato. Si haces un amigo dentro de una redacción, puedes lograr que te presente a sus colegas. Puedes infiltrarte en esa redacción.
De vuelta en D.C., continúo mi brote viral. Tomo algo con una joven reportera nueva del Wall Street Journal. Le paso algo de información. Me invita a un juego de póker para periodistas. Paso de un reportero al siguiente hasta que tengo una red en todo el Journal. Es un proceso lento. Pero ahora, cuando reviso mis docenas de contactos en el periódico, puedo rastrearlos todos hasta mi primera reunión con la principiante que disfrutaba jugar al póker.
Pronto, mi lista de contactos de reporteros se dispara: Ken Vogel en Politico, Dan Wagner en Associated Press, y jefes de oficina de Reuters en Estambul y Ankara, que resultan útiles para mi cliente turco-estadounidense. Cuando llamo, responden. Puedo enviar un mensaje a un periodista respetado de cualquiera de las principales publicaciones de primer nivel y recibir una respuesta en minutos. Saben que tengo algo jugoso, una exclusiva. Ellos construyen sus carreras, y yo hago mi trabajo para vender una historia a un cliente. Cada día entiendo mejor cómo funciona la influencia, y mi propia influencia está creciendo.
La influencia—wasta en árabe—significa muchas cosas para muchas personas, pero el trabajo de mi vida se encapsula mejor en la etimología del siglo XVII de la palabra: “fuerzas no observables que producen efectos mediante medios imperceptibles o invisibles”. Los profesionales de relaciones públicas como yo nos ocultamos a plena vista, influyendo en la cobertura de noticias. Como la mayoría de los expertos en PR, consigo que los periodistas cuenten historias sobre nuestros clientes o sobre los enemigos de nuestros clientes. Estos clientes van desde individuos hasta empresas y países enteros, que pagan, como mínimo, decenas de miles de dólares al mes por nuestros servicios. A veces, cientos de miles al mes.
¿Suena lo suficientemente inocente, verdad? Claro que sí.
Mi industria tiene un valor aproximado de 129.000 millones de dólares. Haríamos cualquier cosa para ganar esos miles de millones. Los mejores periodistas del mundo no siempre están publicando primicias debido a sus habilidades de investigación implacables; las publican porque dependen de personas como yo para que les proporcionemos exclusivas. Usamos a los periodistas para cumplir los deseos de nuestros clientes. Y luego el público lee sus historias y las cree porque provienen de una fuente de noticias confiable y no de un intermediario corporativo.
Lamentablemente, superamos en número a los periodistas. La industria de relaciones públicas en los Estados Unidos emplea a 300.000 personas, en comparación con unos 40.000 periodistas estimados. Hay siete y medio profesionales de PR por cada periodista. ¿Tomarías esas probabilidades en una pelea? También los superamos en armas. El salario promedio de un profesional de PR es un múltiplo de lo que puede ganar un periodista con experiencia comparable. Y los tenemos de nuestro lado. Nos necesitan porque somos una fuente principal de información que alimenta el hambre insaciable de contenido de los medios de comunicación de hoy. Los especialistas en relaciones con los medios operamos entre la fuente y el periodista. Siempre encontraremos un medio para hacer que las historias de nuestros clientes parezcan legítimas.
Setecientas cincuenta palabras. Esa es la extensión promedio de una noticia impresa. Para gestionar las expectativas de mis clientes, les digo que queremos ganar el 50,1% de una historia. Eso son 376 palabras. Eso es por lo que lucho.
“El Congreso no hará ninguna ley que respete el establecimiento de una religión o que prohíba el libre ejercicio de la misma; ni que restrinja la libertad de expresión o de prensa…”.
Las primeras palabras de la Primera Enmienda me dan los derechos que necesito para luchar por mis 376 palabras, y mis clientes me proporcionan los recursos. A veces puedes manipular el sistema y lograr que se publique el 80 o 90% de la historia. Fechas de embargo, conversaciones de fondo y fuera de registro, acceso a los clientes, información exclusiva, una vista previa de una demanda antes de ser presentada, un correo interno de un CEO, una llamada de Zoom grabada a escondidas, un memorando interno o un denunciante de pleno derecho: todas son armas en el arsenal que me permite controlar dónde y cuándo ocurrirá un evento noticioso.
Pero llamar al periodista sería, normalmente, empezar a mitad de la historia.
Cuando intento colocar una historia, planeo que tome al menos un mes. Veinte llamadas telefónicas. En 2024, envío cientos de mensajes por Signal. Y solo uno o dos correos electrónicos. El correo electrónico es lo más fácil de solicitar por citación judicial, así que limito mi trabajo en esa plataforma.
El proceso suele ir así: un cliente llama a la firma y nos presenta un problema. Hacemos una llamada inicial para entender el alcance del daño. Tomo el tiempo permitido de incubación para considerar nuestras opciones. Esto puede variar desde treinta minutos en el peor de los casos hasta uno o dos días en el mejor.
Estoy a punto de confesar un secreto profesional que podría molestar a algunas personas: me involucro regularmente en el equivalente a “información privilegiada” con los medios. Durante este período de incubación, hablo con un grupo de una docena de periodistas para probar ideas. Llamo a uno o dos de ellos y les planteo una estrategia que aún no se ha presentado al cliente. Siempre la enmarco como:
”¿Qué pasaría si, hipotéticamente, mi cliente decidiera hacer X…? ¿Sería noticia?”
Y me aseguro de que todas estas llamadas sean fuera de registro. No estoy seguro de lo que pensaría un profesor de ética periodística sobre esta práctica.
Luego presento el plan a una audiencia interna en la firma. Debido a que lo que se me ocurre normalmente es un poco loco, se modifica. Después de esto, la firma presenta la estrategia al cliente. Luego los convencemos de seguir nuestro consejo.
Aquí es donde normalmente se involucraría un periodista. Si tengo suerte, conoceré a un reportero que tomará la historia de inmediato. Sin embargo, normalmente necesito pedirle a alguien en la publicación objetivo una recomendación de un reportero que cubra el tema en cuestión. Por lo general, mis amigos reporteros enviarán un correo electrónico presentándome a un colega. Entonces cambio la conversación a Signal tan rápido como sea posible y envío alguna versión del siguiente mensaje:
“Tengo una información que nadie más tiene. ¿La quieres?”
Generalmente, los reporteros te llamarán después de eso. Entonces entras en la fase de “descubrimiento”.
En la fase de descubrimiento es cuando gasto mi moneda. Nunca he sobornado a un periodista. He oído que ocurre en otros países. Algunos clientes me han pedido que lo haga. He trabajado con un ex periodista extranjero al que le encantaba aceptar sobornos. Pero nunca lo he hecho yo mismo. Cuando me refiero a gastar mi moneda, hablo de la información exclusiva que mi cliente me ha dado para distribuir a los medios. Una vez que ya no tengo información nueva que ofrecer a un periodista, me vuelvo irrelevante para la historia. Más importante aún, pierdo todo apalancamiento en la conversación.
Recuerda, esta conversación tiene lugar durante un mes. Puedo añadir mi propio giro editorial en cada punto de la conversación. Si el oponente de mi cliente es una empresa rival, puedo (fuera de registro) cuestionar su credibilidad tanto como quiera. Si el oponente es otro país, puedo seleccionar cualquier elemento negativo de las noticias diarias de ese país y enviarlo al reportero o reporteros con los que estoy trabajando en el tema. Soy un insecto en su oído, y el 95% de lo que digo nunca llega a imprimirse (gracias a Dios). Pero está ese molesto 5%. Me pagan para diseminar información. Digo la verdad desde un punto de vista monetizado.
***
Unas semanas antes de la Navidad de 2008, recibo una llamada de mi jefe.
—Tengo un borrador de un artículo de opinión que necesito que revises —me dice.
Abro el archivo adjunto y leo la firma: “Muammar Gaddafi”.
El formulario que firmé mi primer día en BLJ se desliza de mi memoria. La palabra Libia estaba justo ahí, en blanco y negro. Nuestro cliente, Hassan Tatanaki, es un intermediario del coronel Gaddafi. Había aceptado representar al dictador de Libia.
El formulario, llamado Declaración de la Ley de Registro de Agentes Extranjeros (o FARA, por sus siglas en inglés), existe únicamente por otro dictador: Adolf Hitler. En 1933, Hitler quería mejorar la percepción de la Alemania nazi en la mente de los ciudadanos estadounidenses. ¿Cómo lo hizo? Contrató agencias de relaciones públicas estadounidenses. Estas agencias difundieron propaganda nazi al público estadounidense mediante artículos de opinión en periódicos. El Congreso consideró que esto era intolerable y, en 1938, aprobó una ley que exige que todas las firmas que trabajen para potencias extranjeras se registren en el Departamento de Justicia.
Que los dictadores extranjeros contraten agencias de relaciones públicas estadounidenses sigue siendo una práctica común. Tomemos a Ketchum, una agencia de relaciones públicas propiedad de Omnicom Group, uno de los conglomerados más grandes de PR. Rusia, bajo Vladímir Putin, fue uno de los mayores clientes de Ketchum. Entre 2006 y 2015, uno de los mayores adversarios de Estados Unidos pagó decenas de millones en honorarios a una agencia de relaciones públicas estadounidense. En 2013, Ketchum colocó un artículo de opinión firmado por Putin en The New York Times sobre la guerra civil siria. Ketchum también trabaja para el gobierno estadounidense: el Departamento de Educación, el Departamento de Salud y Servicios Humanos, el Servicio de Impuestos Internos (IRS) y el Ejército de los Estados Unidos. Si trabajas para Rusia, no deberías tener contratos con el gobierno de EE. UU.
En 2004, Ketchum fue acusada de “propaganda encubierta” cuando usó actores que se hicieron pasar por periodistas en videos grabados para un cliente. En ese caso, la Oficina de Responsabilidad Gubernamental de EE. UU. encontró que la firma había violado la prohibición federal de propaganda. Sin embargo, las campañas de Ketchum han sido galardonadas como “Campaña del Año” al menos seis veces por PRWeek, así que tienen eso a su favor.
Y ya que estamos contando secretos de la industria, hablemos de uno de mis casos favoritos: Qorvis.
Qorvis tiene la distinción de ser la agencia de PR de referencia para el Reino de Arabia Saudita. Poco después de los eventos del 11 de septiembre de 2001, el reino contrató a Qorvis por la impresionante suma de 14,7 millones de dólares, pagados entre marzo y septiembre de 2002. Una de las tácticas empleadas fue usar una organización fachada llamada Alianza por la Paz y la Justicia para emitir anuncios de radio promoviendo los mensajes de Arabia Saudita en Estados Unidos, solo unos meses después del 11-S.
Cuando, en 2004, el FBI allanó las oficinas de Qorvis, la firma calificó la redada como una “investigación de cumplimiento” relacionada con la Ley de Registro de Agentes Extranjeros.
La inflación alcanzó al reino después de que Jamal Khashoggi, columnista de The Washington Post, fuera secuestrado, torturado, asesinado y descuartizado el 2 de octubre de 2018, por orden del gobierno de Arabia Saudí. Les costó a los saudíes 18,8 millones de dólares en honorarios de relaciones públicas para limpiar el desastre de haber matado a una sola persona. Qorvis devoró ese dinero entre octubre de 2018 y julio de 2019.
Los gobiernos extranjeros contratan agencias de relaciones públicas estadounidenses porque han visto lo hábilmente que protegemos a los políticos y las corporaciones de Estados Unidos.
En octubre de 2004, antes de la autodestrucción del gobernador de Nueva York Eliot Spitzer, este investigó a American International Group (AIG), una gigantesca empresa de finanzas y seguros que en 2008 necesitaría un rescate significativo financiado por los contribuyentes estadounidenses debido a su mala conducta. AIG no apreciaba la investigación y contrató a Qorvis para mitigar la situación. ¿Sabes qué es más fácil que gestionar una crisis de comunicaciones? Pagarle a la gente para que diga cosas agradables sobre tu cliente. Se ofrecieron retenciones de 25.000 dólares y honorarios de 10.000 dólares por apariciones en televisión a exfuncionarios de la Comisión de Bolsa y Valores (SEC) y a personal de think tanks. Cuando fueron descubiertos, Qorvis lo llamó “investigación”. Qorvis perfeccionó su arsenal de trucos con conglomerados estadounidenses y luego los vendió a los saudíes por un precio multiplicado. Nada mal como modelo de negocio.
En BLJ, estamos en el mismo negocio. Probamos nuestras habilidades en D.C. y Nueva York, y luego exportamos las estrategias al postor extranjero más alto.
El artículo de opinión de Gaddafi es un discurso incoherente, a favor de Rusia y en contra de la expansión de la OTAN. Edito el texto, transformando párrafos interminables en frases llamativas diseñadas para captar la atención de un editor. Cuando se trata de publicar un artículo de opinión, necesitas dirigirte a una audiencia específica. Si estás presentando un argumento conservador, apuntas al Wall Street Journal. Si estás presentando seiscientas palabras disparatadas de un dictador norteafricano, recurres a una publicación de segunda línea como el Washington Times.
Llamo a la editora de opinión de esta última.
—Estás lleno de mierda —me dice cuando le menciono el nombre de mi cliente.
Tengo que pasar una hora convenciéndola de que soy un representante legítimo del “Hermano Líder” de Libia.
Unos días después, recojo un ejemplar del Washington Times de camino al Commissary. El titular dice: “Gaddafi: Provocar a Rusia”. Me uno al pequeño grupo de personas que puede decir que sus palabras han aparecido bajo la firma de “Muammar Gaddafi”. No estoy seguro de si sentirme orgulloso de lo que he logrado o asustado de lo que soy capaz de hacer. Es inquietante, como ver a alguien ser asaltado a plena luz del día y no hacer nada para detenerlo.
***
En la fiesta navideña de BLJ, Peter Brown me pide que vaya a su apartamento una hora antes que los demás invitados. Me quedo asombrado por las vistas a Central Park, sus dos salas de estar y sus muebles de estilo museo. En uno de los baños cuelgan fotos de Peter con la reina de Inglaterra, Peter con John Lennon, Peter con Ronald Reagan. Cada vez que alguien usa su baño, Brown les recuerda que tiene acceso al poder. Conectar impulsos innegables es parte de su genio. Entiende que todos se sienten seducidos por la fama y que todos necesitan defecar.
—¿Estás saliendo con alguien, Phil? —pregunta Brown cuando me uno a él junto a su piano. Es su primera insinuación de interés por mi vida personal.
—No por el momento —respondo.
—¿Quién es tu actriz favorita?
Recientemente vi Layer Cake, así que digo que Sienna Miller no está mal.
—Es amiga. Podría presentártela.
—Quizás está un poco fuera de mi liga. Pero gracias por la oferta.
Un quién es quién de los medios comienza a entrar por la puerta. Michael Elliott, el editor de Time, llega con altos ejecutivos del Wall Street Journal. No muy lejos de ellos están Barbara Walters, Yoko Ono y Donald Trump.
—No le des la mano a Trump. Es un germófobo —me susurra Peter al oído.
He invitado a mi amigo de la infancia, Preston, un banquero de inversión educado en una universidad de élite de la costa este. Cuando necesito la perspectiva de la derecha sobre una campaña de relaciones públicas, recurro a Preston. Como dice él:
—Nadie que no tenga un generador y provisiones para dos años en su garaje me supera por la derecha.
Lo describo como “curioso del autoritarismo”. Cuando llamo a Preston para preguntarle su opinión sobre una historia, no es raro encontrarlo limpiando sus “perforadoras inalámbricas”, su cariñoso apodo para sus AR-15. Plural. Introduce un código en un teclado de su sala y una falsa estantería se abre para revelar su armero, que está lleno de AR-15 de cañón corto, algunos cargados con municiones subsónicas calibre .30, “casi tan silenciosas como en las películas”. Preston dice ser un gran defensor de la importancia de la “diversidad”, por lo que también tiene escopetas, pistolas y rifles de precisión de largo alcance. El armero está abastecido con suficiente munición como para mantener su casa suburbana, ubicada en uno de los códigos postales con menor índice de criminalidad del país, segura indefinidamente contra… nadie, realmente.
Los bonos del banco de inversión de Preston financian este arsenal. He tenido amigos que se arman porque temen que habrá otra guerra civil. Preston se arma porque espera una guerra civil.
—Al Jazeera celebró el cumpleaños de un terrorista en vivo al aire —le dije recientemente a Preston, probando ideas para que la cadena entrara en el mercado de noticias estadounidense—. ¿Cómo nos saltamos eso?
—Eso no se puede esquivar en los Estados americanos —respondió Preston.
—¿Te refieres a los Estados republicanos?
—Dije lo que dije. El hecho de que seas ciudadano estadounidense no significa que seas americano. Los americanos no van a ver la Terrorist News Network.
—Mierda —dije.
—Barack Hussein Obama —concluyó Preston.
Cuando Preston llega a la fiesta, se queda perplejo ante un enorme jarrón lleno de plátanos. Mira con desdén la cornucopia de profesionales de relaciones públicas, celebridades y clientes de BLJ.
—Todos los peores humanos —dice— reunidos en un solo lugar.
—Compórtate —le digo.
Hago pequeñas charlas con Barbara Walters y observo cómo Donald Trump evita dar la mano. He oído que Trump está presente porque quiere cerrar tratos con Gaddafi. Libia tiene un fondo soberano de riqueza de miles de millones de dólares. Peter Brown podría proporcionar acceso. Tomo otra copa de champán y escucho a Preston increpando a un periodista del New York Times.
—Tu profesión se ha deshonrado a sí misma —dice—. No tienen orgullo. Ni vergüenza.
Bebo mi champán y veo a Peter Brown al otro lado de la sala, haciendo reír a Barbara Walters. Brown está completamente cómodo con cómo funciona el mundo y su lugar en él. Entiende la maquinaria oculta detrás de todo. Sabe cómo operarla. Y entiende que lo más importante de todo es cómo te ves mientras lo haces. Cómo aparentas. Una vez me dijo:
—No basta con hacer un buen trabajo. También tenemos que parecer que hacemos un buen trabajo.
Y eso es relaciones públicas. Si puedes hacer eso, puedes hacer lo que quieras, y no habrá consecuencias. Puedes representar a un dictador, y aun así todos vendrán a tu fiesta de Navidad.
***
Mi taxi atraviesa el subsuelo de Foggy Bottom y se detiene frente al Watergate Hotel. El conductor me entrega un recibo en blanco. Los recibos de taxi en blanco son la alegría de todo empleado con gastos reembolsados en D.C. Un trayecto de ocho dólares puede transformarse en un viaje de cincuenta dólares al aeropuerto. Voy mucho al aeropuerto.
El exterior del Watergate parece cintas ondeando al viento. Antaño una dirección elegante, el Watergate está muriendo lentamente. Bob Dole vivió aquí; ahora, el mayor atractivo es el Safeway en el sótano. El sistema de tarifas de taxi por zonas en D.C. fue influido por Dole, quien quería asegurarse de que podría viajar desde su residencia en el complejo Watergate a su oficina en el Senado dentro de una sola zona.
Estoy estresado porque Peter Brown me llamó hace una hora y dijo:
—Tienes que ir a la embajada libia.
Últimamente, Brown ha desarrollado la costumbre de llamar a cualquier hora con órdenes. Órdenes para subir al próximo avión fuera de la ciudad. Órdenes para apagar un incendio. O para encender una cerilla.
—¿Qué pasó? —pregunté.
—Nuestro cliente está muy feliz —dijo Brown—. Pero el mundo estará muy descontento.
Dentro del edificio de oficinas del Watergate, atravieso una puerta anodina hacia una suite llena de banderas libias y retratos de Muammar Gaddafi. La decoración de la embajada es de mal gusto, atrapada en los años ochenta. Todo lo relacionado con los Gaddafi está atrapado en los ochenta y cubierto de capas de humo de cigarrillo.
El embajador Ali Suleiman Aujali me invita a sentarme en un escritorio ovalado. La última vez que estuve aquí, teníamos a Donald Trump en el altavoz organizando un partido de golf para el embajador libio.
—Tengo que preguntar. ¿Por qué eligieron el Watergate? —digo una vez que me he sentado.
—Estaba disponible —responde Aujali.
—Lo imagino —digo—. Nada turbio ha pasado jamás aquí.
—Hoy es un gran día para nuestro país —dice Aujali, radiante.
Me pone al corriente. Mañana, Escocia liberará a Abdelbaset al-Megrahi, el terrorista responsable del atentado contra el vuelo 103 de Pan Am sobre Lockerbie. Aparentemente porque tiene cáncer y los escoceses creen en la compasión hacia los terroristas. Al-Megrahi recibirá una bienvenida de héroe de regreso a casa en Libia.
—El Hermano Líder no quiere que la prensa arruine su momento de triunfo —explica Aujali.
—Oh, lo intentarán.
Estamos en un espacio ardiente más allá de la crisis. El mundo sabrá de la liberación de al-Megrahi en menos de veinticuatro horas. Luego vendrá la tormenta de cobertura negativa. Al-Megrahi asesinó a estadounidenses. Hombres, mujeres, niños. Muchos de ellos. No hay nada que pueda hacer para detener este tren descontrolado. Pero puedo crear una contranarrativa. Se me ocurre antes de salir del Watergate: Libia es aliada de Estados Unidos en la guerra contra el terrorismo. Tenemos peces más grandes que freír que un idiota que hizo estallar un avión en los ochenta. Necesito una historia. Un titular que diga que hay algo de disensión en la indignación internacional contra Libia. Cualquier cosa cuenta.
De regreso en mi apartamento, reviso antiguas alertas de Google sobre “Libia”. Cuatro miembros del Congreso viajaron allí en 2004, antes de que Estados Unidos restableciera las relaciones diplomáticas. Intentaron abrir la puerta a Occidente. Sonrío al ver que uno de ellos fue Solomon Ortiz. Conozco al congresista Ortiz por una operación reciente en México. Cuando un terremoto sacudió Turquía en 1999, el gobierno mexicano envió perros entrenados para localizar sobrevivientes entre los escombros. Salvó muchas vidas. Después de que una inundación azotara la región de Tabasco, en México, en 2007, el cliente turco-estadounidense de BLJ decidió que era hora de saldar la deuda y donó ambulancias para los esfuerzos de ayuda. Ortiz facilitó la transferencia.
A la mañana siguiente, comienza la cobertura mediática. Es peor de lo que imaginé. Tan grave que el director del FBI, Robert S. Mueller, escribe una carta abierta al secretario de Justicia del gabinete escocés.
“Su decisión de liberar a Megrahi es tan inexplicable como perjudicial para la causa de la justicia”, escribe.
“De hecho, su acción ridiculiza el Estado de derecho… Según los informes, ustedes han dado a Megrahi una ‘bienvenida jubilosa’ en Trípoli. ¿Dónde, pregunto, está la justicia?”
Dejo que las noticias inunden D.C. durante una hora antes de llamar a la oficina de Ortiz.
—Escucha, Libia está recibiendo una paliza en los medios —le digo al asistente que contesta el teléfono—. Tu jefe ayudó a restaurar los lazos diplomáticos para que no vendieran C-Four y Semtex a cualquiera con cincuenta centavos y una causa. Los convirtieron en actores clave en la guerra contra el terrorismo. Toda esta prensa basura va a alejar a Libia de nosotros. No queremos que deshagan todo el buen trabajo que ha hecho tu jefe.
—Todavía no he colgado.
—Puedo redactar una carta abierta. Ortiz puede firmarla.
—Lo considerará. Es lo mejor que puedo ofrecer por ahora.
Escribo la carta rápidamente:
“Restaurar los lazos diplomáticos después de un período tan prolongado de enemistad no es un proceso fácil. Habrá obstáculos en el camino, pero no debemos desviarnos del curso de la paz y el diálogo… consideremos los años de arduo trabajo por parte de ambas naciones para construir esta relación y evitemos deshacer estos esfuerzos a la ligera”.
Me pongo un traje, subo al Capitolio y dejo la carta en la oficina de Ortiz. Unos días después, aparece en mi bandeja de entrada, firmada por el congresista. Ni una palabra cambiada.
Envío la carta abierta a Ken Vogel, reportero de influencia en Politico. Una vez que capté el interés de Vogel, le lanzo una invitación a una recepción que se celebrará más tarde esa semana en el Willard Hotel. BLJ celebra el cuadragésimo aniversario de la llegada al poder de Muammar Gaddafi. Según la leyenda de D.C., el término lobbying se acuñó en el Willard durante la presidencia de Ulysses S. Grant. Parece el lugar adecuado para la ocasión.
Nadie de ninguna nación que se respete a sí misma asiste a la recepción. Así que la sala está bastante llena. Si Corea del Norte tuviera un embajador, estaría picando de la bandeja de quesos. Me quedo con Vogel en la barra, plantando puntos de conversación en su oído.
—El congresista Ortiz quería estar aquí —improviso—, pero tuvo que asistir al discurso de Obama ante la sesión conjunta del Congreso.
El informe de Vogel sobre la fiesta aparece en Politico a la mañana siguiente. El titular:
“Dejen de atacar a Libia, dice Ortiz”.
Politico imprime grandes fragmentos de mi carta escrita como ghostwriter. Una pieza de prensa positiva. Conseguida para los Gaddafi. A pocas semanas de la liberación de al-Megrahi. Merezco lo que sea lo opuesto a un Pulitzer.
Reenvío el artículo al embajador Aujali.
—Se lo pasaré al Hermano Líder —dice—. Le agradará.
Peter Brown también está complacido. Recibo un aumento de diez mil dólares al año. El dinero extra se gasta en bares, en lugar de pagar mi deuda de tarjeta de crédito.
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Estoy durmiendo la resaca del Commissary cuando suena mi teléfono.
—Sal de la cama, haz la maleta y súbete a un taxi —retumba la voz de mi jefe—. Tu vuelo sale hacia Las Vegas en una hora. Te enviaré información por correo electrónico.
No tengo tiempo para hacer preguntas. Ya me he abrochado el cinturón en clase turista cuando el correo aparece en mi BlackBerry. Asunto: “Leaving Las Vegas”. Mi estómago se hunde en mis zapatos mientras la puerta de embarque se cierra. Durante los próximos tres días, seré el niñero de Mutassim Gaddafi, hijo de Muammar Gaddafi y asesor de Seguridad Nacional de Libia, en el hotel Bellagio.
Sobre el autor:
Phil Elwood es especialista en relaciones públicas. Nació en la ciudad de Nueva York, creció en Idaho y se trasladó a Washington, D.C., a los veinte años para realizar prácticas con el senador Daniel Patrick Moynihan. Obtuvo su título de grado en la Universidad de Georgetown y realizó estudios de posgrado en la London School of Economics antes de comenzar su carrera en una pequeña agencia de relaciones públicas. En las últimas dos décadas, Elwood ha trabajado tanto para las mejores como para las peores agencias de relaciones públicas de Washington. Reside en Washington, D.C.
* Fuente: Prólogo y capítulos 1: “Of Marble And Giants” y 2: “Everyone Deserves Representation” del libro All the Worst Humans: How I Made News for Dictators, Tycoons, and Politicians (Henry Holt and Company, 2024). Traducción: ‘Hypermedia Magazine’.
Cuba no es una pelota de ping-pong, señor Biden
Una movida hueca, que sólo refuerza el trágico ciclo de las relaciones EUA-Cuba.