Las diez sorpresas de la guerra 

El 24 de febrero de 2022, Vladimir Putin apareció en las pantallas de televisión de todo el mundo. Anunció la entrada de tropas rusas en Ucrania. Su discurso no se refería fundamentalmente a Ucrania o al derecho a la autodeterminación del pueblo de Dombás. Era un desafío a la OTAN. Putin explicó por qué no quería que Rusia fuera cogida por sorpresa, como en 1941, esperando demasiado el inevitable ataque: “La continua expansión de la infraestructura de la Alianza del Atlántico Norte y el desarrollo militar del territorio de Ucrania son inaceptables para nosotros”. Se había cruzado una “línea roja”; no se trataba de permitir que se desarrollara una “anti-Rusia” en Ucrania; era una cuestión, insistió, de legítima defensa.

Este discurso, que afirmaba la validez histórica y, por así decirlo, jurídica de su decisión, revelaba con cruel realismo un equilibrio técnico de poder que le era favorable. Si había llegado el momento de que Rusia actuara, era porque su posesión de misiles hipersónicos le otorgaba superioridad estratégica. El discurso de Putin, muy bien construido y muy sereno, aunque delatara cierta emoción, fue perfectamente claro y, aunque no había motivos para ceder, merecía ser discutido. Sin embargo, lo que surgió inmediatamente fue la visión de un Putin incomprensible y de unos rusos incomprensibles, sumisos o estúpidos. Lo que siguió fue una ausencia de debate que deshonró a la democracia occidental: totalmente a dos países, Francia y Reino Unido; relativamente, a Alemania y Estados Unidos.

Como la mayoría de las guerras, especialmente las mundiales, ésta no se desarrolló según lo previsto, y ya nos ha deparado muchas sorpresas. He enumerado diez de las principales.

La primera fue el estallido, en Europa, de la guerra propiamente dicha, una guerra real entre dos Estados, un acontecimiento sin precedentes para un continente que creía haberse instalado en una paz perpetua.

El segundo son los dos adversarios en esta guerra: Estados Unidos y Rusia. Durante más de una década, Estados Unidos había identificado a China como su principal enemigo. En Washington, la hostilidad hacia China atravesaba todo el espectro político y era probablemente el único punto en el que republicanos y demócratas habían logrado ponerse de acuerdo en los últimos años. Ahora, a través de los ucranianos, asistimos a un enfrentamiento entre Estados Unidos y Rusia.

Tercera sorpresa: la resistencia militar de Ucrania. Todo el mundo esperaba que fuera rápidamente aplastada. Habiéndose formado una imagen infantil y exagerada de un Putin demoníaco, muchos occidentales se negaron a ver que Rusia sólo había enviado entre 100.000 y 120.000 soldados a Ucrania, un país de 603.700 km2. A modo de comparación, en 1968, para invadir Checoslovaquia, un país de 127.900 km2, la URSS y sus satélites del Pacto de Varsovia habían enviado 500.000 soldados.

Pero los más sorprendidos fueron los propios rusos. En sus mentes, como en las de la mayoría de los occidentales informados —y de hecho, en la realidad—, Ucrania era lo que técnicamente se conoce como un Estado fallido. Desde su independencia en 1991, había perdido unos 11 millones de habitantes debido a la emigración y al descenso de la fertilidad. Estaba dominada por oligarcas; la corrupción alcanzaba niveles demenciales; el país y su gente parecían en venta. En vísperas de la guerra, Ucrania se había convertido en la tierra prometida de los vientres de alquiler baratos.

Ciertamente, Ucrania había sido equipada con misiles antitanque Javelin por la OTAN, y disponía de sistemas de observación y guiado estadounidenses desde el comienzo de la guerra, pero la feroz resistencia de un país en descomposición plantea un problema histórico. Lo que nadie podía prever era que encontraría en la guerra una razón para vivir, una justificación para su propia existencia.

La cuarta sorpresa fue la resistencia económica de Rusia. Nos habían dicho que las sanciones, en particular la exclusión de los bancos rusos del sistema de canje interbancario Swift, pondrían al país de rodillas. Pero si algunas mentes curiosas de nuestro personal político y periodístico se hubieran tomado la molestia de leer el libro de David Teurtrie, Russia. Le retour de la puissance [Rusia. El retorno del poder], publicado unos meses antes de la guerra, nos habríamos ahorrado esta ridícula fe en todo nuestro poder financiero[1]. Teurtrie demuestra que los rusos se habían adaptado a las sanciones de 2014 y estaban preparados para ser autónomos en informática y banca. En este libro descubrimos una Rusia moderna, muy alejada de la rígida autocracia neoestalinista que la prensa retrata día tras día, capaz de una gran flexibilidad técnica, económica y social; en definitiva, un adversario al que hay que tomar en serio.

Quinta sorpresa: la quiebra de toda voluntad europea. Al principio, Europa era la pareja franco-alemana, que, desde la crisis de 2007-2008, había adquirido ciertamente la apariencia de un matrimonio patriarcal, con Alemania como el marido dominante que ya no escuchaba lo que su pareja tenía que decir. Pero, incluso, bajo la hegemonía alemana, se pensaba que Europa conservaba cierta autonomía. A pesar de algunas reticencias iniciales al otro lado del Rin, incluidas las vacilaciones del canciller Scholz, la Unión Europea abandonó muy pronto toda voluntad de defender sus propios intereses; se aisló de su socio energético y (más en general) comercial ruso, castigándose cada vez más severamente. Alemania aceptó de buen grado el sabotaje de los gasoductos Nord Stream, que garantizaban en parte su abastecimiento energético, un acto terrorista dirigido contra ella tanto como contra Rusia, perpetrado por su “protector” estadounidense, asociado para la ocasión a Noruega, país que no pertenece a la Unión.

Alemania consiguió incluso ignorar la excelente investigación de Seymour Hersh sobre este increíble suceso, que ponía en tela de juicio al Estado que se presenta como garante indispensable del orden internacional. Pero también hemos visto a la Francia de Emmanuel Macron vaporizarse en la escena internacional, mientras que Polonia se ha convertido en el principal agente de Washington en la Unión Europea, sucediendo en ese papel al Reino Unido, que ha quedado fuera de la Unión gracias al Brexit. En el conjunto del continente, el eje París-Berlín ha sido sustituido por un eje Londres-Varsovia-Kiev dirigido desde Washington. Esta evanescencia de Europa como actor geopolítico autónomo es desconcertante si recordamos que, hace apenas veinte años, la oposición conjunta de Alemania y Francia a la guerra de Irak dio lugar a conferencias de prensa conjuntas del canciller Schröder, el presidente Chirac y el presidente Putin.

La sexta sorpresa de la guerra fue la aparición del Reino Unido como regañón antirruso y tábano de la OTAN. Su Ministerio de Defensa (MoD) fue inmediatamente recogido por la prensa occidental como uno de los comentaristas más excitados del conflicto, hasta el punto de hacer que los neoconservadores estadounidenses parecieran militaristas tibios. El Reino Unido quería ser el primero en enviar misiles de largo alcance y tanques pesados a Ucrania.

Este belicismo también afectó de forma igualmente extraña a Escandinavia, que durante mucho tiempo había sido pacífica y más inclinada a la neutralidad que al combate. Así que nos encontramos con una séptima sorpresa, también protestante, unida a la fiebre británica, en el norte de Europa. Noruega y Dinamarca son importantes apoderados militares de Estados Unidos, mientras que Finlandia y Suecia, al ingresar en la OTAN, revelan un nuevo interés por la guerra, que veremos preexistía a la invasión rusa de Ucrania.

La octava sorpresa es la más… sorprendente. Procede de Estados Unidos, la potencia militar dominante. Tras una lenta acumulación, la preocupación se manifestó oficialmente en junio de 2023 en numerosos informes y artículos cuya fuente original era el Pentágono: la industria militar estadounidense es deficiente; la superpotencia mundial es incapaz de garantizar el suministro de proyectiles —o de cualquier otra cosa— a su protegido ucraniano.

Esto es bastante extraordinario si se tiene en cuenta que, en vísperas de la guerra, el producto interior bruto (PIB) combinado de Rusia y Bielorrusia era el 3,3% del de Occidente (Estados Unidos, Canadá, Europa, Japón y Corea). Este 3,3%, que es capaz de producir más armas que todo el mundo occidental, plantea un doble problema: en primer lugar para el ejército ucraniano, que está perdiendo la guerra por falta de recursos materiales; y, en segundo lugar, para la ciencia occidental de la Economía política, cuya —nos atrevemos a decir— naturaleza falsa se revela así al mundo. El concepto de producto interior bruto ha quedado obsoleto, y ahora debemos reflexionar sobre la relación entre la economía política neoliberal y la realidad.

La novena sorpresa fue la soledad ideológica de Occidente y su ignorancia de su propio aislamiento. Habiéndose acostumbrado a dictar los valores que el mundo debe suscribir, Occidente esperaba sincera, estúpidamente, que todo el planeta compartiera su indignación ante Rusia. Se sintieron decepcionados. Una vez pasada la conmoción inicial de la guerra, empezó a aparecer en todas partes un apoyo cada vez menos discreto a Rusia. Cabía esperar que China, a la que los estadounidenses han identificado como el siguiente adversario de su lista, no apoyara a la OTAN. Hay que señalar, sin embargo, que los comentaristas de ambos lados del Atlántico, cegados por su narcisismo ideológico, se las han arreglado durante más de un año para considerar seriamente que China podría no apoyar a Rusia. La negativa de India a implicarse fue aún más decepcionante, sin duda porque India es la mayor democracia del mundo, y esto es un poco vergonzoso para las “democracias liberales”. Nos tranquilizamos pensando que se debía a que el material militar indio era en gran parte de origen soviético. En el caso de Irán, que rápidamente suministró drones a Rusia, los comentaristas de la actualidad inmediata no supieron apreciar la importancia de este acercamiento.

Acostumbrados a agrupar a ambos países como fuerzas del mal, los geopolíticos aficionados de los medios de comunicación y de otros lugares habían olvidado lo lejos que estaba de ser evidente su alianza. Históricamente, Irán tenía dos enemigos: Gran Bretaña, sustituida por Estados Unidos tras la caída del Imperio Británico, y… Rusia. Este giro debería haber sido una llamada de atención sobre la magnitud de la convulsión geopolítica en curso. Turquía, por su parte, miembro de la OTAN, parece estar cada vez más implicada en una estrecha relación con la Rusia de Putin, una relación que ahora mezcla el entendimiento genuino con la rivalidad en torno al Mar Negro. Visto desde Occidente, la única interpretación era que estos colegas dictadores compartían obviamente aspiraciones comunes. Pero desde que Erdoğan fue reelegido democráticamente en mayo de 2023, esta línea se ha vuelto difícil de mantener. De hecho, tras año y medio de guerra, todo el mundo musulmán parece considerar a Rusia como un socio más que como un adversario. Cada vez está más claro que Arabia Saudí y Rusia se ven como socios económicos y no como adversarios ideológicos cuando se trata de gestionar la producción y los precios del petróleo. En términos más generales, día a día, la dinámica económica de la guerra ha aumentado la hostilidad hacia Occidente en el mundo en desarrollo, porque está sufriendo las sanciones.

La décima y última sorpresa está a punto de materializarse. Es la derrota de Occidente. Tal afirmación puede resultar sorprendente cuando la guerra aún no ha terminado. Pero esta derrota es una certeza, porque Occidente se está destruyendo a sí mismo en lugar de ser atacado por Rusia.

Ampliemos nuestra perspectiva y escapemos por un momento de las emociones que legítimamente suscita la violencia de la guerra. Estamos en la era de la globalización completa, en los dos sentidos de la palabra: máxima y completa. Intentemos adoptar una perspectiva geopolítica: en realidad, Rusia no es el principal problema. Demasiado vasta para una población que disminuye, sería incapaz de tomar el control del planeta y no tiene ningún deseo de hacerlo; es una potencia normal cuya evolución no tiene ningún misterio. Ninguna crisis rusa desestabiliza el equilibrio mundial. Es una crisis occidental, y más concretamente una crisis terminal estadounidense, la que pone en peligro el equilibrio del planeta. Sus oleadas más periféricas se toparon con un polo de resistencia ruso, con un Estado nación clásico y conservador.



El 3 de marzo de 2022, apenas una semana después del inicio de la guerra, John Mearsheimer, profesor de Geopolítica de la Universidad de Chicago, presentó un análisis de los acontecimientos en un vídeo que dio la vuelta al mundo. Tenía la interesante particularidad de ser muy compatible con la visión de Vladímir Putin y de aceptar el axioma del pensamiento ruso inteligente y comprensible. Mearsheimer es lo que en geopolítica se conoce como un “realista”, miembro de una escuela de pensamiento que ve las relaciones internacionales como una combinación de relaciones de poder egoístas entre Estados nación. Su análisis puede resumirse así: Rusia lleva muchos años diciéndonos que no toleraría la entrada de Ucrania en la OTAN. Pero Ucrania, cuyo ejército había sido tomado por asesores militares de la Alianza —estadounidenses, británicos y polacos—, estaba en proceso de convertirse en miembro de facto. Así que los rusos hicieron lo que dijeron que harían: fueron a la guerra. Al final, lo llamativo fue nuestra sorpresa.

Mearsheimer añadió que Rusia ganaría la guerra, porque Ucrania era una cuestión existencial para ellos, pero —por supuesto— no para Estados Unidos. Washington sólo se jugaba ganancias al margen, a 8000 kilómetros de distancia. Dedujo de ello que sería un error alegrarnos si los rusos encontraban dificultades militares, porque éstas les llevarían inevitablemente a invertir más en la guerra. Como lo que está en juego es existencial para unos, pero no para otros, Rusia ganaría.

No podemos sino admirar el coraje intelectual y social de Mearsheimer (es estadounidense). Su interpretación, que es clarísima y desarrolla una línea de pensamiento que había expresado en sus libros o en el momento de la anexión de Crimea en 2014, tiene sin embargo un fallo importante: solo permite entender el comportamiento de los rusos. Al igual que nuestros exégetas televisivos, que no veían en la actitud de Putin más que locura asesina, Mearsheimer no ve en las acciones de la OTAN —de estadounidenses, británicos y ucranianos— más que irracionalidad e irresponsabilidad. Estoy de acuerdo con él, pero es un poco miope. Todavía tenemos que explicar esta irracionalidad occidental. Y lo que es más grave, no ha comprendido que la actuación militar de Ucrania ha conducido, paradójicamente, a Estados Unidos a una trampa. Ellos también tienen ahora un problema de supervivencia, mucho más allá de posibles ganancias marginales, una situación peligrosa que les ha llevado a reinvertir constantemente en la guerra. Me recuerda a un jugador de póquer al que un amigo le aconseja que suba la apuesta y acaba arriesgando todo con una pareja de doses. Enfrente tiene a un ajedrecista perplejo que gana.

En este libro, obviamente, describiré e intentaré comprender lo que está ocurriendo en Ucrania, y plantearé hipótesis sobre lo que probablemente ocurrirá no sólo en Europa, sino en todo el mundo. Mi objetivo es también desentrañar el misterio fundamental de la incomprensión mutua de los dos protagonistas: por un lado, un bando occidental que piensa que Putin está loco, y Rusia con él; por otro, una Rusia o un Mearsheimer que, en el fondo, piensan que son los occidentales los que están locos.

Putin y Mearsheimer no pertenecen al mismo bando, y sin duda les resultaría muy difícil ponerse de acuerdo sobre valores comunes. Si sus visiones son, no obstante, compatibles, es porque comparten la misma representación básica de un mundo formado por Estados nación. Estos Estados nación, que tienen el monopolio de la violencia legítima, garantizan la paz civil dentro de sus fronteras. Podemos hablar, pues, de Estados weberianos. Pero externamente, porque sobreviven en un entorno en el que sólo importa la relación de fuerzas, estos Estados se comportan como agentes hobbesianos[2].

Lo que mejor define la concepción rusa del Estado nación es la noción de soberanía, “entendida”, dice Tatiana Kastouéva-Jean, “como la capacidad del Estado para definir su política interior y exterior de forma independiente, sin ninguna interferencia o influencia externa”.[3] Esta noción “ha adquirido un valor especial bajo las sucesivas presidencias de Vladimir Putin. Se menciona en numerosos documentos y discursos oficiales como el activo más preciado que posee un país, independientemente de su régimen u orientación política”. Es “un bien escaso del que sólo disponen unos pocos Estados, entre los que destacan Estados Unidos, China y la propia Rusia”. Por otra parte, los escritos y discursos más oficialistas se suelen referir despectivamente al “vasallaje” de los países de la Unión Europea a Washington, o describen a Ucrania como un “protectorado estadounidense”.

En The Great Delusion, que data de 2018, Mearsheimer también piensa en términos de Estados nación y soberanía. Para él, el Estado nación no es solo el Estado, o la nación descrita en términos abstractos[4].

Es un Estado y una nación, sin duda, pero arraigada en una cultura y poseedora de valores compartidos. Esta visión, cuando menos tradicional, que tiene en cuenta la dimensión antropológica e histórica del mundo, se presenta en este libro, podríamos decir, de forma axiomática.

La característica de un axioma, o postulado, es que de él pueden deducirse teoremas, pero que el axioma en sí no puede demostrarse. Sin embargo, es tan plausible que puede darse por sentado. Tomemos como ejemplo el quinto postulado de Euclides: por un punto dado sólo puede pasar una paralela a una recta dada. No es demostrable, y las matemáticas posteriores a Euclides, con Riemann y Lobachevsky, partieron de un axioma diferente. Pero de todos modos, para el sentido común, el quinto postulado de Euclides es muy convincente. Del mismo modo, afirmar que existen Estados nación arraigados en culturas diversas es un axioma que, aunque se repita de forma un tanto dogmática como hace Mearsheimer, tiene un alto grado de verosimilitud. Al fin y al cabo, el mundo surgido de las grandes oleadas de descolonización de la segunda mitad del siglo XX estaba organizado en Estados que no podían pensar en otra cosa que en intentar convertirse en naciones. No hay más que ver la composición de la ONU para convencerse.

Este axioma plantea un problema: ciega a Mearsheimer igual que ciega a los rusos; les coloca, frente a los gobiernos occidentales, en una posición de incomprensión simétrica a la de Occidente frente a Rusia. En su discurso de presentación de la guerra, el 24 de febrero de 2022, Putin calificó a Estados Unidos y a sus aliados de “imperio de la mentira”, un apelativo alejado del realismo estratégico y que evoca a un adversario perdido en un estado psicológico mal definido. En cuanto a Mearsheimer, su libro se titula The Great Delusion[El gran espejismo]. Más fuerte que ilusión,delusion puede referirse a psicosis o neurosis. El subtítulo del libro es Liberal Dreams and International Realities [Sueños liberales y realidades internacionales]. El proyecto estadounidense de expansión “liberal” se presenta como un sueño y, frente a este sueño, existe una realidad de la que Mearsheimer es el agente. Trata a los neoconservadores que han llegado a dominar el establishment geopolítico estadounidense como nosotros tratamos a Putin: los psiquiatriza.

Lo que Putin, practicante de las relaciones internacionales, intuye en su expresión “imperio de la mentira” pero no llega a definir del todo, y lo que Mearsheimer, teórico de las relaciones internacionales, se niega rotundamente a ver, es una verdad muy simple: en Occidente, el Estado nación ya no existe.

En este libro propongo una interpretación de la geopolítica mundial que es, por así decirlo, post-euclidiana. No dará por sentado el axioma de un mundo de Estados nación. Al contrario, partiendo de la hipótesis de su desaparición en Occidente, hará comprensible el comportamiento de los occidentales.



El concepto de Estado nación presupone que los distintos estratos de la población de un territorio pertenecen a una cultura común, dentro de un sistema político que puede ser democrático, oligárquico, autoritario o totalitario. Para ser aplicable, también requiere que el territorio en cuestión disfrute de un grado mínimo de autonomía económica; esta autonomía no excluye, por supuesto, el comercio, pero éste debe ser, a medio o largo plazo, más o menos equilibrado. Un déficit sistemático deja obsoleto el concepto de Estado-nación, ya que la entidad territorial en cuestión sólo puede sobrevivir cobrando un tributo o una prebenda del exterior, sin nada a cambio. Este criterio por sí solo nos permite afirmar, que Francia, el Reino Unido y Estados Unidos, cuyo comercio exterior nunca está equilibrado sino que siempre es deficitario, ya no son completamente Estados nación.

Un Estado nación que funcione correctamente presupone también una estructura de clases específica, con las clases medias como centro de gravedad, lo que significa algo más que un buen entendimiento entre la élite dirigente y las masas. Seamos aún más concretos y situemos los grupos sociales en el espacio geográfico. En la historia de las sociedades humanas, las clases medias, junto con otros grupos, forman una red urbana. Es gracias a una jerarquía urbana concreta, poblada por una clase media culta y diferenciada, que puede surgir el Estado, el sistema nervioso de la nación. Veremos hasta qué punto el desarrollo tardío, desigual y trágico de las clases medias urbanas en Europa del Este es un factor explicativo central de su historia hasta la guerra de Ucrania. También veremos cómo la destrucción de las clases medias contribuyó a la desintegración del Estado nación estadounidense.

La idea de un Estado nación que sólo puede funcionar gracias a unas clases medias fuertes que rieguen y nutran el Estado recuerda mucho a la Ciudad Equilibrada de Aristóteles. Así habla Aristóteles de las clases medias en su Política:

Pero el legislador siempre debe hacer sitio en su constitución a la clase media: si hace sus leyes oligárquicas, no perderá de vista a la clase media; si sus leyes son democráticas, debe conciliarla a través de sus leyes. Allí donde la clase media supera a los dos extremos juntos, o a uno de ellos solo, podemos tener un gobierno estable. No hay que temer, en efecto, ver nunca a los ricos unir sus votos a los de los pobres contra la clase media: ninguno de los dos grupos aceptará jamás ser esclavo del otro y, si buscan una forma de gobierno que sirva mejor al interés común, no encontrarán otra que ésta, pues no soportarían, a causa de su desconfianza mutua, mandar sólo por turno; en efecto, en todas partes, el que inspira más confianza es el árbitro; y el árbitro aquí es el hombre que tiene una posición intermedia[5].

Prosigamos, sin aspirar a ninguna originalidad, nuestro inventario de los conceptos cuya articulación permite la existencia misma del Estado nación. Sin conciencia nacional, por definición, no hay Estado nación, pero aquí estamos rozando la tautología.

En el caso de la Unión Europea, ir más allá de la nación es bastante fácil de aceptar, ya que está en el corazón mismo del proyecto, incluso si la forma que ha tomado no es la que se había previsto. Lo curioso es la pretensión de las élites europeas de hacer coexistir la superación de la nación y su persistencia. En el caso de Estados Unidos, no existen planes oficiales para ir más allá de la nación. Sin embargo, el sistema estadounidense, aunque haya logrado subyugar a Europa, padece espontáneamente el mismo mal que Europa: la desaparición de una cultura nacional compartida por las masas y las clases dirigentes. La implosión progresiva de la cultura WASP —blanca, anglosajona y protestante— desde los años 60 ha creado un imperio desprovisto de centro y de proyecto, una organización esencialmente militar dirigida por un grupo sin cultura (en el sentido antropológico) cuyos únicos valores fundamentales son el poder y la violencia. A este grupo se le suele denominar “neoconservadores”. Es un grupo bastante reducido, pero se mueve en el seno de una clase alta atomizada y anómica, y tiene una gran capacidad de daño geopolítico e histórico.

El cambio social en los países occidentales ha provocado una difícil relación entre las élites y la realidad. Pero no podemos limitarnos a clasificar los actos “posnacionales” como locos o incomprensibles; estos fenómenos tienen una lógica. Es otro mundo, un nuevo espacio mental que debemos definir, estudiar y comprender.

Volvamos a Mearsheimer y a su trascendental vídeo del 3 de marzo de 2022. En él, decía, pronosticaba una victoria inevitable de los rusos porque, a sus ojos, la cuestión ucraniana es existencial, mientras que no lo sería para Estados Unidos. Pero si nos deshacemos de la idea de que Estados Unidos es un Estado nación y aceptamos que el sistema estadounidense se ha convertido en algo totalmente distinto; que el nivel de vida estadounidense depende de importaciones que las exportaciones ya no cubren; que Estados Unidos ya no tiene una clase dirigente nacional en el sentido clásico; que ya ni siquiera tiene una cultura central bien definida, pero que sigue contando con una gigantesca maquinaria estatal y militar, se hacen concebibles otros desenlaces que el simple repliegue de un Estado nación que, tras sus retiradas de Vietnam, Irak y Afganistán, asumiría una enésima derrota en Ucrania, a través de los ucranianos.

¿Debería considerarse a Estados Unidos un Estado imperial en lugar de un Estado nación? Muchos lo han hecho. Los propios rusos no son ajenos a ello. Lo que ellos llaman el “Occidente colectivo”, en el que los europeos son meros vasallos, es una especie de sistema imperial pluralista. Pero utilizar el concepto de imperio exige el cumplimiento de ciertos criterios: un centro dominante y una periferia dominada. Se supone que el centro tiene una cultura de élite común y una vida intelectual razonable. Como veremos, éste ya no es el caso de Estados Unidos.

¿Un Estado bajo imperial, entonces? Los paralelismos entre Estados Unidos y la Roma de la Antigüedad son muy atractivos. En Après l’empire [Después del Imperio], señalé que Roma, al hacerse con el control de toda la cuenca mediterránea e improvisar una especie de primera globalización, también había acabado con su clase media[6]. La afluencia masiva de trigo, productos manufacturados y esclavos a Italia había destruido el campesinado y la artesanía, de un modo no muy distinto a como la clase obrera estadounidense sucumbió a la afluencia de productos chinos. En ambos casos, por exagerar, surgió una sociedad polarizada entre una plebe económicamente inútil y una plutocracia depredadora. El camino hacia una larga decadencia estaba ya trazado y, a pesar de algunas rachas, era ineludible.

El término “bajo imperial” es, sin embargo, insatisfactorio debido a la novedad de muchos de los elementos actuales: la existencia de Internet, la velocidad de los cambios (sin parangón) y la presencia alrededor de Estados Unidos de las gigantescas naciones de Rusia y China (el Imperio Romano no tenía vecinos comparables; aparte de la lejana Persia, estaba prácticamente solo en su mundo). Por último, una diferencia fundamental: en el Bajo Imperio Romano se instauró el cristianismo. Ahora bien, una de las características esenciales de nuestro tiempo es la completa desaparición del sustrato cristiano, un fenómeno histórico crucial que explica la pulverización de las clases dominantes estadounidenses. El protestantismo, que sustentaba en gran medida la pujanza económica de Occidente, ha muerto. Fenómeno tan masivo como invisible, incluso vertiginoso si se piensa en él, veremos que es una de las claves, si no la clave explicativa decisiva, de las actuales turbulencias mundiales.

Volviendo a nuestro intento de clasificación, estaría tentado de hablar de Estados Unidos y sus dependencias como un Estado posimperial: aunque Estados Unidos conserva la maquinaria militar del imperio, ya no tiene en su seno una cultura de la inteligencia, razón por la cual en la práctica emprende acciones poco meditadas y contradictorias como la expansión diplomática y militar en un momento de contracción masiva de su base industrial —teniendo en cuenta que “guerra moderna sin industria” es un oxímoron.

Desde 2002 (año de Après l’empire), vengo observando la evolución de Estados Unidos. En aquel momento, tenía la esperanza de que volvieran a ser una forma de Estado nación gigante, lo que fueron en su fase imperial positiva de 1945-1990, frente a la URSS. Hoy, como el protestantismo ha muerto, tengo que admitir que este renacimiento es imposible, lo que en el fondo no hace sino confirmar un fenómeno histórico bastante general: la no reversibilidad de la mayoría de los procesos fundamentales. Este principio se aplica aquí a varios campos esenciales: a la secuencia “etapa nacional, luego imperial, luego posimperial”; a la extinción religiosa, que acabó por conducir a la desaparición de la moral social y del sentimiento colectivo; a un proceso de expansión geográfica centrífuga combinado con la desintegración del núcleo original del sistema. El aumento de la mortalidad estadounidense, concretamente en los Estados del interior, republicano y trumpista, al mismo tiempo que se destinan cientos de miles de millones de dólares a Kiev, es característico de este proceso.

En La Chute finale (1976) y Après l’empire (2002) (dos libros que especulaban sobre futuros colapsos sistémicos), utilicé representaciones “racionalizadoras” de la historia humana y la actividad estatal[7]. En Après l’empire, por ejemplo, interpreté la agitación diplomática y militar de Estados Unidos como “micromilitarismo teatral”, una postura diseñada para dar, a un coste razonable, la impresión de que Estados Unidos seguía siendo indispensable para el mundo tras la caída de la Unión Soviética. Básicamente, se trataba de asumir un objetivo racional de poder. En este libro conservaré, por supuesto, los elementos de la geopolítica clásica: nivel de vida, fuerza del dólar, mecanismos de explotación, relaciones objetivas de poder militar, un universo más o menos racional en apariencia. La cuestión del nivel de vida estadounidense y del riesgo que correría en caso de colapso sistémico estará muy presente. Pero abandonaré la hipótesis exclusiva de una razón razonable y propondré una visión más amplia de la geopolítica y de la historia, que integre mejor lo que hay de absolutamente irracional en el hombre, en particular sus necesidades espirituales.

Por ello, los capítulos que siguen tratarán también de la matriz religiosa de las sociedades, de las soluciones que el hombre ha intentado encontrar al misterio de su condición y a su naturaleza difícil de aceptar, y de los tormentos que puede causar la desintegración terminal de la matriz religiosa cristiana en Occidente, en particular de la variante protestante. No todo sobre sus efectos se presentará como negativo, y este libro no es radicalmente pesimista. Pero veremos el surgimiento de un “nihilismo” que nos ocupará mucho. Lo que llamaré el ‘estado religioso cero’ producirá, en algunos casos, los peores, una deificación del vacío.

Utilizaré la palabra “nihilismo” en un sentido que no es necesariamente el más común, y que recuerda más —no por casualidad— al nihilismo ruso del siglo XIX. Es sobre una base nihilista que Estados Unidos y Ucrania han unido sus fuerzas, aunque estos dos nihilismos sean de hecho el resultado de dinámicas bastante diferentes. El nihilismo, tal y como yo lo entiendo, tiene dos dimensiones fundamentales. La más visible es la dimensión física: un impulso a destruir cosas y personas, una noción que a veces resulta muy útil a la hora de estudiar la guerra. La segunda dimensión es conceptual, pero no menos esencial, sobre todo cuando pensamos en el destino de las sociedades y en la reversibilidad o no de su decadencia: el nihilismo tiende irresistiblemente a destruir la noción misma de verdad, a prohibir cualquier descripción razonable del mundo. En cierto modo, esta segunda dimensión coincide con la interpretación más común de la palabra, que la define como un amoralismo derivado de la ausencia de valores. Siendo científico por naturaleza, me resulta muy difícil distinguir entre los binomios de lo correcto y lo incorrecto, lo verdadero y lo falso; para mí, estos pares conceptuales son una misma cosa. 



Se enfrentan así dos mentalidades. Por un lado, el realismo estratégico de los Estados nación y, por otro, la mentalidad posimperial, emanada de un imperio en desintegración. Ninguna de las dos tiene una visión completa de la realidad, ya que la primera no ha comprendido que Occidente ya no está formado por Estados nación, que se ha convertido en otra cosa; y la segunda se ha vuelto impermeable a la idea de soberanía nacional. Pero su comprensión de la realidad no es equivalente, y la asimetría juega a favor de Rusia.

Como demostró Adam Ferguson, hombre de la Ilustración escocesa, en su Ensayo sobre la historia de la sociedad civil(1767), los grupos humanos no existen en sí mismos, sino siempre en relación con otros grupos humanos equivalentes. En la más pequeña y remota de las islas, explica, si está habitada, siempre habrá dos grupos humanos enfrentados. La pluralidad de sistemas sociales es consustancial a la humanidad, y estos sistemas se organizan unos contra otros. “Los títulos de conciudadanos y compatriotas”, escribió Ferguson, “si no se opusieran a los de extranjero y alógeno […] caerían en desuso y perderían su significado. Amamos a los individuos por sus cualidades personales, pero amamos a nuestro país como una parte en las divisiones de la humanidad”.[8]

El surgimiento de Francia e Inglaterra es una espléndida ilustración de ello. Durante la Edad Media, estas dos producciones estatales del valle del Sena debían definirse la una frente a la otra. Luego, para nosotros los franceses, el adversario sustituto fue Alemania, principal rival de Inglaterra en vísperas de la guerra de 1914.

Una de las tesis clave de Ferguson es que la moralidad interna de una sociedad está relacionada con su inmoralidad externa. Es la hostilidad hacia otro grupo lo que crea solidaridad con el propio. Sin la rivalidad de las naciones y la práctica de la guerra, escribe, “la propia sociedad civil difícilmente habría encontrado un objeto o una forma”.[9]  Continúa diciendo que “[e]s vano esperar dar a la multitud de un pueblo un sentimiento de unión en su seno sin admitir la hostilidad hacia los que se le oponen. Si, de repente, se quisiera extinguir la emulación que se suscita desde el extranjero, es probable que se rompieran o debilitaran los lazos sociales en el interior y que se clausuraran las escenas más animadas de la actividad y de las virtudes nacionales”.[10]

El sistema occidental actual aspira a representar la totalidad del mundo y ya no reconoce la existencia de otro. Pero la lección de Ferguson es que si dejamos de reconocer la existencia de un otro legítimo, dejamos de existir nosotros mismos. La fuerza de Rusia, en cambio, reside en su capacidad de pensar en términos de soberanía y de equivalencia de las naciones: teniendo en cuenta la existencia de fuerzas hostiles, puede garantizar su cohesión social.



La paradoja de este libro es que, partiendo de la acción militar de Rusia, nos conducirá a la crisis de Occidente. El análisis de la dinámica social rusa entre 1990 y 2022, con el que comenzaré, resultará sencillo y fácil. Las trayectorias de Ucrania y de las antiguas democracias populares, paradójicas a su manera, no parecerán muy complicadas. En cambio, examinar Europa, el Reino Unido y aún más Estados Unidos será un ejercicio intelectual más difícil. Tendremos que enfrentarnos a ilusiones, reflejos y espejismos antes de penetrar en la realidad de lo que cada vez se parece más a un agujero negro: más allá de la espiral descendente de Europa, encontraremos, en el Reino Unido y Estados Unidos, desequilibrios internos de tal magnitud que se convertirán en amenazas para la estabilidad del mundo.

La última paradoja es que tenemos que admitir que la guerra, la experiencia de la violencia y el sufrimiento, el reino de la insensatez y el error, es también una comprobación de la realidad. La guerra nos lleva al otro lado del espejo, a un mundo en el que la ideología, los engaños estadísticos, los fallos de los medios de comunicación y las mentiras del Estado, por no mencionar los delirios de los teóricos de la conspiración, pierden poco a poco su poder. Emergerá una verdad simple: la crisis occidental es la fuerza motriz de la historia que estamos viviendo. Algunos lo sabían. Al final de la guerra, nadie podrá negarlo.



* Texto original publicado como “Les dix surprises de la guerre”, capítulo del libro ‘La Défaite de l’Occident’ (Gallimard, 2024). Traducción ‘Hypermedia Magazine’.





Notas:
[1] David Teurtrie, Rusia. Le retour de la puissance, Dunod, 2021.
[2] Weber define el Estado por su monopolio de la violencia legítima; Hobbes presenta el estado de naturaleza como una guerra de todos contra todos.
[3] Tatiana Kastouéva-Jean, “La souveraineté nationale dans la vision russe”, Revue Défense nationale, n 848, marzo de 2022, p. 26-31.
[4] Publicado por Yale University Press: así que no estamos en la periferia del sistema estadounidense.
[5] Aristóteles, Politique, Les Belles Lettres, 1989, t. II, p. 174.
[6] Emmanuel Todd, Après l’empire. Essai sur la décomposition du système américain, Gallimard, 2002; véase reimpresión en “Folio actuel”, con un epílogo inédito del autor, 2004, p. 94-95.
[7] Emmanuel Todd, La Chute finale. Essai sur la décomposition de la sphère soviétique, Robert Laffont, 1976; nueva edición ampliada, 1990.
[8] Adam Ferguson, An Essay on the History of Civil Society, Cambridge University Press, 1996, p. 25.
[9] Ibid, p. 28.
[10] Ibid, p. 29.





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Ucrania: De la Revolución Naranja a la Revolución de la Dignidad

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Desde la reanudación de su independencia en 1991, Ucrania ha sufrido cuatro intentos autocráticos. Dos de ellos acabaron en revoluciones.