¿Se han vuelto excesivamente feminizadas las instituciones?

¿Se han vuelto excesivamente feminizadas las instituciones estadounidenses? Eso es lo que argumentó la escritora Helen Andrews en un discurso pronunciado en septiembre ante la National Conservatism Conference. Un mes después amplió su teoría en un ensayo que se volvió viral en la revista Compact, titulado “The Great Feminization”.

Según Andrews, el auge del wokismo y de la cultura de la cancelación puede atribuirse en gran medida a la creciente presencia de mujeres en campos como el derecho, la medicina y la psicología. Los patrones de comportamiento femeninos, que privilegian la cohesión, la seguridad y la exclusión del enemigo, han ido imponiéndose, afirma, sobre principios como el Estado de derecho y la búsqueda de la verdad. Y nuestra sociedad, sostiene, lo ha pagado caro.

“La cultura de la cancelación es, sencillamente, lo que hacen las mujeres cuando hay suficientes de ellas en una organización o un ámbito determinados”, escribe Andrews.

Su argumento causó gran revuelo en internet: algunos críticos la acusaron de simplificar en exceso una realidad compleja; otros, de misoginia abierta. Y hubo quienes defendieron que Andrews había diagnosticado el problema de forma completamente errónea. “Más que feminizándose, el país se está convirtiendo rápidamente en la manosfera”, escribió una periodista de The Atlantic.

Sea cual sea la opinión que se tenga del planteamiento de Andrews, está claro que tocó un punto sensible. Por eso quisimos profundizar un poco más.

¿Son las mujeres la causa del wokismo? ¿Está su creciente representación en el ámbito laboral amenazando la salud de algunas de nuestras instituciones más importantes? Planteamos estas preguntas a siete colaboradoras —mujeres que trabajan en la medicina, el periodismo, la academia y otros campos.

Esto fue lo que respondieron.



Leah Libresco Sargeant, autora de The Dignity of Dependence y del boletín The Other Feminisms en Substack:

La hipótesis de la “gran feminización” de Helen Andrews se beneficiaría de un análisis más concreto y basado en datos, precisamente el tipo de análisis que, según ella, las mujeres trabajadoras tienden a descuidar. Si le preocupa que “el Estado de derecho no sobreviva a la feminización de la profesión jurídica”, ¿por qué las industrias ya dominadas por mujeres —como la farmacia o la medicina veterinaria— no se han derrumbado? Elijo esos sectores porque, en caso de fracasar, lo harían de forma ruidosa, con un recuento de víctimas visible. Si las mujeres, de manera persistente y perjudicial, priorizan “la empatía sobre la racionalidad, la seguridad sobre el riesgo, la cohesión sobre la competencia”, cabría esperar daños evidentes en ámbitos menos controvertidos políticamente.

Al igual que Andrews, me preocupa que las instituciones se estén “orientando hacia otros fines distintos del debate abierto y la búsqueda libre de la verdad”, pero quisiera proponer una intervención que no dependa del equilibrio de género en la oficina. Nuestro sistema educativo y el estilo de crianza tipo “padres helicóptero” son excesivamente adversos al riesgo, lo que perjudica tanto a niños como a niñas. Los menores necesitan margen para asumir la responsabilidad de sus proyectos, sin una red de seguridad adulta, y la libertad de fracasar. El hábito de buscar la verdad se forja al enfrentarse con las consecuencias de quedarse corto frente a lo que Matthew Crawford llama “el juicio infalible de la realidad”.

En la universidad, parte de mi formación provino de las clases, pero una parte crucial de mi carácter se desarrolló en el taller, donde una mala calibración de un control numérico por computadora hacía que las piezas de mi máquina de vapor no encajaran, y en el equipo de vestuario, donde una construcción descuidada podía dejar desnudo a un bailarín. Todos, hombres o mujeres, necesitamos la experiencia de fracasar de manera inequívoca para comprender por qué la exigencia y el rigor son necesarios.



Joyce F. Benenson, profesora de biología evolutiva humana en Harvard University:

Helen Andrews tiene razón. En todas las culturas humanas y en todas las especies de mamíferos, los jóvenes tienden a relacionarse con sus pares del mismo sexo. La socialización ocurre en culturas segregadas por sexo que difieren notablemente en sus estilos de comunicación y en sus actividades. Por tanto, parece lógico que la proporción de hombres y mujeres en una institución influya de forma decisiva en su cultura, tal como sostiene Andrews.

En mi libro Warriors and Worriers y en trabajos posteriores, describo las culturas de pares de niñas y niños, y las comparo con las de los adultos y otras especies. De forma inusual entre los mamíferos, las hembras fueron seleccionadas evolutivamente para ser responsables de la supervivencia de las crías. Además, en los humanos, clásicamente solo alrededor del 50% de los niños sobrevivía hasta la adolescencia.

¿Qué aumenta más las posibilidades de supervivencia de los hijos? Que la madre siga viva. ¿Y cómo compiten las madres por los recursos, el territorio, las parejas y los aliados que garantizan esa supervivencia? De manera segura, sutil y solitaria, para minimizar el riesgo de represalias potencialmente dañinas. La exclusión social destruye de forma segura a los oponentes y reduce su número; la insistencia en la igualdad derroca sutilmente a los rivales de mayor rango; el logro secreto de objetivos impide que los adversarios perciban las intenciones.

En marcado contraste, los machos de los mamíferos compiten por el apareamiento y, en muchas especies de primates, además construyen y protegen la comunidad. Desde la infancia, los niños forman grupos numerosos, sostienen competiciones visibles, constantes y a veces peligrosas, respetan a los ganadores, establecen jerarquías y se reconcilian tras los conflictos. Esa unidad maximiza la victoria frente a los grupos externos, por la cual los hombres están dispuestos a morir.

Algunas instituciones están diseñadas para ofrecer apoyo estable e indispensable a los demás. Otras aspiran a avanzar continuamente, romper moldes y cambiar el mundo. Qué estilo —femenino o masculino— se ajuste mejor depende de los objetivos de cada persona y de cada institución.



Lydia Dugdale, médica, bioeticista en Columbia University y autora de The Lost Art of Dying: Reviving Forgotten Wisdom:

Al confundir el wokismo con la feminización, Helen Andrews afirma que un campo médico feminizado se manifiesta de dos maneras principales: los médicos llevamos insignias que expresan opiniones controvertidas y comprometemos nuestra credibilidad profesional al seguir las modas políticas del momento.

En este punto, Andrews parece canalizar las ideas de Stanley Goldfarb, ex vicedecano de currículo en la Perelman School of Medicine de la University of Pennsylvania, autor en 2019 del artículo “Take Two Aspirin and Call Me by My Pronouns”. Goldfarb lamentaba la incursión de la medicina en asuntos sociales y políticos a costa de un plan de estudios centrado en sanar a los enfermos. Pero en lugar de atribuir ese cambio a la feminización, Goldfarb miraba medio siglo atrás, a cuando los “sociólogos progresistas” comenzaron a condenar la medicina tradicional e intentaron reformar la disciplina. No estoy de acuerdo con todo lo que escribe Goldfarb, pero tiene razón —a diferencia de Andrews— al adoptar una perspectiva más amplia.

Como hija de la generación del baby boom, que alcanzó la madurez justo cuando tomaba el timón de las instituciones sociales, he pasado toda mi vida —infancia, universidad, formación médica y carrera profesional— bajo su tutela y liderazgo. Y su modo de dirigir reproduce exactamente el modo en que se comportaban en los años sesenta.

Entonces, los boomers eran los hippies conocidos por rechazar los valores, las autoridades y las instituciones tradicionales. Se caracterizaban por un activismo selectivo —por la paz, el clima, la igualdad— y por una autocomplacencia centrada en la liberación personal y el abandono de las expectativas convencionales, encarnada en lemas populares como “haz el amor y no la guerra” o “enciéndete, sintoniza, abandona”. Todo ello se tradujo en un estilo de liderazgo que formó a una generación de estudiantes ingenuos que exigían cosas a los administradores, administradores sin raíces que cedían, y un núcleo de la educación médica que se ha ido erosionando un poco más cada año. Andrews lo sabe: escribió un libro sobre los boomers.

Culpar a la feminización de los cambios institucionales en Estados Unidos es fácil y polémico. Pero no es cierto. Estoy convencida de que las mujeres pueden hacerlo mejor que eso.



Larissa Phillips, colaboradora de Free Press y autora del boletín Honey Hollow Farm en Substack:

Había llegado hace poco al norte desde Brooklyn cuando un tipo del campo me explicó las diferencias entre los sexos. Las hembras son neuróticas y quisquillosas, me dijo, mientras que los machos son más tranquilos y estables. De acuerdo, estaba hablando de caballos, pero aun así me sentí ofendida. En aquel momento yo todavía vivía en el mundo del feminismo del “folio en blanco”, según el cual cualquier observación sobre las diferencias de comportamiento entre machos y hembras —incluso en animales— resultaba sospechosa. Obviamente, aquel tipo estaba haciendo propaganda del patriarcado.

Pensé en él, y en mi reacción a su comentario, mientras leía las críticas indignadas a la teoría de la “gran feminización” de Helen Andrews, muchas de las cuales parecen empeñadas en seguir ignorando las diferencias conductuales entre los sexos. Lo entiendo: a mí también me costó ver esas cosas.

A estas alturas llevo quince años viviendo en una granja, un lugar donde sería una necedad ignorar las diferencias sexuales. Están, por supuesto, las características físicas evidentes: los cuernos de los carneros, las crestas de los gallos y esas espléndidas colas que se abren en cascada. Pero las diferencias de comportamiento son igual de claras: cuando los machos se enfrentan en interminables escaramuzas por el territorio y el estatus, o cuando las hembras se convierten en madres ferozmente protectoras que se lanzan contra una amenaza —ya sea un perro grande o yo misma— en un estallido de furia. O, por supuesto, cuando la mayoría de las yeguas (y también las perras y las gatas, ahora que lo pienso) resultan ser más nerviosas y temperamentales que los machos.

Pero la lección más importante que he aprendido en la granja no tiene que ver específicamente con las diferencias sexuales. Tiene que ver con aprender a ver lo que está delante de uno, en lugar de lo que uno desea ver o espera ver en la próxima generación si se esfuerza lo bastante por rediseñar la sociedad, el lenguaje y el lugar de trabajo. Eso se aplica al punto más básico de Andrews: ha llegado la hora de quitar el pulgar de la balanza. Se reconozcan o no las diferencias de comportamiento entre los sexos, dejemos que las proporciones sean las que resulten, y que los más competentes —hombres o mujeres— sean quienes obtengan los puestos y marquen el rumbo.



Carole Hooven, bióloga evolutiva, nonresident senior fellow en el American Enterprise Institute, autora de T: The Story of Testosterone, the Hormone That Dominates and Divides Us y asociada del departamento de Psicología de Harvard University:

En la edición de marzo de 2005 de The Harvard Crimson apareció una entrevista conmigo titulada “The Larry Summers Fan Club”. En ese momento, Summers —entonces presidente de Harvard— era objeto de una ola de indignación moral pública. ¿Su pecado? Sugerir que las diferencias naturales entre los sexos podían contribuir a la infrarrepresentación de las mujeres en los campos de ciencia, tecnología, ingeniería y matemáticas (STEM). Yo impartía una asignatura nueva titulada “The Evolution of Human Sex Differences” y sabía que las hipótesis de Summers estaban respaldadas por evidencia y merecían ser debatidas. Aun así, fue expulsado de la presidencia. Las mujeres desempeñaron un papel desproporcionado en su caída.

En agosto de 2021, The Crimson publicó el artículo “Biology Lecturer’s Comments on Biological Sex Draw Backlash”. Mis “comentarios” (en Fox and Friends) fueron que existen dos sexos: masculino y femenino. Como en el caso de Summers, fueron sobre todo mujeres quienes encabezaron los ataques, mostrando una agresión típica del estilo femenino: pasiva, indirecta y de carácter reputacional. En lugar de llamar a mi puerta, mis críticas acudieron a plataformas públicas para declarar que yo y mis opiniones éramos “peligrosas”. La situación se volvió tan insoportable que terminé dimitiendo al año siguiente.

Si alguna universidad se ha feminizado, esa es Harvard. Primero, porque la proporción de mujeres aumentó a lo largo de mis dos décadas allí. Segundo, porque la cultura se desplazó gradualmente hacia las preferencias típicamente femeninas: un lento alejamiento del debate abierto y vigoroso en favor de un entorno que prioriza la seguridad y la comodidad.

Entonces, ¿causa lo primero lo segundo —y el wokismo en general—, como propone Andrews? Me gustaría una explicación que lo conectara todo y que, además, retratara a las mujeres que atacaron a Summers, a mí y a otros como ideólogas traicioneras que perjudican a la ciencia y —por qué no— a la civilización occidental. 

La tesis de Andrews resulta sugerente, pero va más allá de lo que la investigación justifica. Para aceptar la idea de que la correlación equivale a una causalidad femenina y al wokismo, la científica que hay en mí necesita un examen más riguroso de las hipótesis alternativas, tal como hizo Summers en 2005. Pero al menos ha conseguido que la gente debata las pruebas y sus implicaciones, que es exactamente lo que debería ocurrir.



Kat Rosenfield, colaboradora de Free Press, novelista y presentadora de pódcast:

No me convence que lo que Andrews llama feminización no pueda describirse mejor con otro término: ¿refinamiento, quizá? Algo que refleje hasta qué punto este fenómeno está ligado no solo al aumento de la presencia femenina en ciertos ámbitos, sino también a la revolución digital, a la pérdida de corporeidad en la vida cotidiana y a la tendencia natural de las sociedades a volverse más blandas a medida que se civilizan. No hace falta culpar a las mujeres como clase para reconocer que la sociedad contemporánea es un lugar que, en general, privilegia los rasgos codificados como femeninos —incluidos, aunque no exclusivamente, la capacidad de formar alianzas sociales, hablar de los sentimientos y arruinar la vida de las personas que se detestan mediante el poder del cotilleo convertido en arma.

Y, sin embargo, todo esto también tiene algo que ver con las mujeres. Se puede trazar una línea que va, por ejemplo, desde la práctica del trashing en los espacios feministas de los años setenta hasta la cultura de la cancelación de los últimos diez años. Hay una razón por la que las comunidades consumidas por este tipo de dramas tienden a estar compuestas o dominadas por mujeres, y por la que hacia 2020 eran las comunidades de tejido en línea o las autoras de literatura juvenil las que se devoraban entre sí por microagresiones —y no, digamos, las ligas de fantasy football—. En conjunto, las mujeres son más censoras, más conformistas y más hostiles hacia las ideas que consideran ofensivas o dañinas.

Por supuesto, los hombres son más propensos a literalmente golpearse hasta la muerte, así que no es que sean mejores. Pero nadie está tratando de reescribir las normas de las instituciones para situar en el centro a las personas cuya forma preferida de resolver conflictos es a puñetazos, ni estamos en medio de un proyecto de décadas para hacer los lugares de trabajo más cómodos para los hombres estigmatizando las formas en que las mujeres prefieren interactuar. Hoy, una mujer en un sector dominado por hombres que no soporta el calendario de chicas pin-up colgado en la pared de su jefe puede demandarlo por crear un “entorno hostil”, ganar y ser aplaudida, mientras que un hombre en un entorno dominado por mujeres que no soporta la taza con el lema “Lágrimas masculinas” sobre el escritorio de su jefa solo puede irse a llorar por ello (preferiblemente, dentro de la taza).

Puede que no sea el mayor problema del mundo —ni siquiera un problema, en realidad—. Pero sin duda es algo que vale la pena debatir.



Betsy DeVos, ex secretaria de Educación de Estados Unidos, actual presidenta del Manhattan Institute y autora del bestseller Hostages No More: The Fight for Education Freedom and the Future of the American Child:

La feminización de la sociedad ha tomado muchas formas perniciosas, pero una en particular, señalada por Helen Andrews, merece un análisis más profundo: ¿y si toda la sociedad funcionara del mismo modo que la administración Obama aplicó el Título IX?

Antes de que deshiciéramos aquel despropósito durante la primera administración Trump, el lema “cree a todas las mujeres” sustituyó el debido proceso, y la emoción eclipsó las pruebas sólidas. Los resultados deseados fueron la consecuencia natural de subordinar los hechos a los sentimientos y la verdad a “mi verdad”. No sorprende que, en general, todos los implicados salieran perdiendo.

Corremos el riesgo de reproducir ese mismo fenómeno en el mercado laboral. Las leyes y las prácticas en los lugares de trabajo han reforzado un desplazamiento desde una cultura orientada a los resultados hacia un entorno dominado por los departamentos de recursos humanos, con conversaciones edulcoradas y una rendición de cuentas cada vez más diluida. Las verdaderas consecuencias solo recaen sobre quienes se atreven a apartarse de la conformidad, sea de forma consciente o no.

La solución consiste en evaluar y recompensar el mérito individual, no los rasgos inmutables. La vida tiene victorias y derrotas, altibajos. No reconocerlo perjudica a todos; y no reconocer la singularidad de cada persona produce el mismo daño.

La feminización que debemos rechazar no tiene que ver con el género en sí, sino con la idea de medir la compasión por la intensidad de lo que sentimos, en lugar de por la honestidad con que perseguimos la verdad y la justicia.

Las palabras de Miqueas 6:8 sirven como buen barómetro personal: “Él te ha declarado, oh hombre, lo que es bueno; y qué pide de ti el Señor, sino hacer justicia, amar la misericordia y humillarte ante tu Dios”.

No se trata solo de ser bondadosos. Podemos ser justos y bondadosos. Estas dos ideas pueden coexistir, y haríamos bien en aplicarlas en igual medida en todos los aspectos de la vida.






* Artículo original: “Have American Institutions Become Overly Feminized?”. Traducción: ‘Hypermedia Magazine’.