La historia rara vez es ordenada. Las épocas se superponen y los asuntos pendientes de un periodo se arrastran al siguiente. La Segunda Guerra Mundial fue una guerra como ninguna otra, por la magnitud de sus efectos en la vida de las personas y en el destino de las naciones. Fue una amalgama de muchos conflictos, alimentada por odios étnicos y nacionales surgidos tras el colapso de cuatro imperios y el rediseño de las fronteras en la Conferencia de Paz de París, después de la Primera Guerra Mundial. Algunos historiadores han sostenido que la Segunda Guerra Mundial fue una fase de una guerra larga que duró de 1914 a 1945, o, incluso, hasta el colapso de la Unión Soviética en 1991: una guerra civil global, primero entre capitalismo y comunismo, y, luego, entre democracia y dictadura.
La Segunda Guerra Mundial integró, sin duda, los hilos de la historia mundial, por su alcance global y por haber acelerado el fin del colonialismo en África, Asia y Oriente Medio. Sin embargo, pese a haber compartido esa experiencia internacional y haber ingresado en el mismo orden surgido tras la contienda, cada país implicado construyó y se aferró a su propia narrativa del gran conflicto.
Incluso, el momento en que empezó la guerra sigue siendo objeto de debate. En la versión estadounidense, comenzó realmente cuando Estados Unidos entró en combate tras el ataque japonés a Pearl Harbor, el 7 de diciembre de 1941, y la declaración de guerra de Adolf Hitler unos días después. El presidente ruso Vladímir Putin, por su parte, insiste en que la guerra comenzó en junio de 1941, cuando Hitler invadió la Unión Soviética, ignorando la invasión conjunta de Polonia por parte de soviéticos y nazis en septiembre de 1939, que marca el inicio del conflicto para la mayoría de los europeos. No obstante, algunos sitúan su origen aún antes. Para China, comenzó en 1937, con la guerra sino-japonesa, o, incluso, más atrás, con la ocupación japonesa de Manchuria, en 1931. Muchos sectores de la izquierda en España están convencidos de que empezó en 1936, con el derrocamiento de la república por parte del general Francisco Franco, que desencadenó la Guerra Civil Española.
Estas visiones del mundo enfrentadas siguen siendo una fuente de tensión e inestabilidad en la política global. Putin selecciona pasajes de la historia rusa a su conveniencia, combinando el homenaje al sacrificio soviético en la “Gran Guerra Patria” —como se conoce en Rusia a la Segunda Guerra Mundial— con ideas reaccionarias de los rusos blancos exiliados tras su derrota frente a los rojos comunistas en la guerra civil de 1917–1922. Estas ideas incluyen justificaciones religiosas del supremacismo ruso sobre toda la masa continental euroasiática —“de Vladivostok a Dublín”, como ha dicho el ideólogo de Putin, Aleksandr Duguin—, así como un odio profundamente arraigado hacia la Europa liberal occidental. Estas ideas han comenzado también a circular en el entorno del presidente estadounidense Donald Trump.
Putin ha rehabilitado la figura de Iósif Stalin, el dirigente soviético durante la Segunda Guerra Mundial, quien, según el físico y disidente Andrei Sájarov, fue directamente responsable de aún más muertes que Hitler. El presidente ruso llega a afirmar que la Unión Soviética habría podido ganar sola la guerra contra la Alemania nazi, cuando incluso Stalin y otros líderes soviéticos reconocían en privado que el país no habría sobrevivido sin la ayuda estadounidense. También sabían que la campaña de bombardeo estratégico de ciudades alemanas por parte de Estados Unidos y Reino Unido obligó a la Luftwaffe a retirarse del frente oriental, lo que proporcionó a los soviéticos la supremacía aérea. Por encima de todo, Putin se niega a reconocer los horrores de la era estalinista. Como me relató Mary Soames, hija del primer ministro británico Winston Churchill, durante una cena en 2003, Churchill preguntó a Stalin, en una reunión informal en octubre de 1944, cuál había sido su mayor arrepentimiento. Stalin se tomó un momento para reflexionar antes de responder en voz baja: “El asesinato de los kulaks”, los campesinos propietarios de tierras. Esta campaña culminó con el Holodomor de 1932–1933, en el que Stalin provocó deliberadamente una hambruna en Ucrania, matando a más de tres millones de personas e infundiendo un odio hacia Moscú entre muchos supervivientes y sus descendientes.
La Segunda Guerra Mundial también dio lugar a un equilibrio muchas veces incómodo entre Europa y Estados Unidos. Las ambiciones hegemónicas de Hitler obligaron al Reino Unido a abandonar su autoproclamado papel de gendarme mundial y a recurrir a los estadounidenses en busca de ayuda. Los británicos se sentían genuinamente orgullosos de su papel en la victoria aliada final, pero intentaron disimular el dolor de su menguante influencia global recurriendo al tópico de que el Reino Unido había logrado “pegar por encima de su peso” durante la guerra, y aferrándose a su “relación especial” con Estados Unidos. Churchill se sintió consternado ante la posibilidad de que las tropas estadounidenses simplemente regresaran a casa tras el fin de la guerra en el Pacífico, en 1945. Aunque las actitudes estadounidenses oscilaron entre la voluntad de desempeñar un papel activo a nivel mundial y el deseo de replegarse en el aislacionismo, la amenaza proveniente de Moscú garantizó que Washington siguiera profundamente implicado en Europa hasta el colapso de la Unión Soviética, en 1991.
Hoy, la primera gran guerra continental en Europa desde la Segunda Guerra Mundial entra en su cuarto año, impulsada en parte por la lectura selectiva de la historia rusa que hace Putin, mientras que los conflictos mortales en Oriente Medio y otras regiones amenazan con extenderse aún más. La administración Trump, por su parte, parece estar dejando de lado el liderazgo global de Estados Unidos en medio de una confusa rabieta. Hace ochenta años, el final de la Segunda Guerra Mundial abrió el camino a un nuevo orden internacional basado en el respeto a la soberanía nacional y las fronteras. Pero ahora, puede que esté llegando la hora de pagar una costosa factura por la ambivalencia estadounidense, la complacencia europea y el revanchismo ruso.
Más que una cifra
La crueldad desmesurada de la Segunda Guerra Mundial quedó grabada en la memoria de varias generaciones. Fue el primer conflicto moderno en el que murieron muchos más civiles que combatientes. Eso solo pudo ser posible mediante una deshumanización del enemigo alimentada ideológicamente: el nacionalismo llevado al paroxismo y el racismo promovido como virtud por un lado, y la lucha de clases leninista, que legitimaba el exterminio de toda oposición, por el otro. (No por casualidad, tras la guerra, los diplomáticos soviéticos se esforzaron por evitar que la lucha de clases —lo que incluía el asesinato masivo de aristócratas, burgueses y campesinos propietarios por parte de la Unión Soviética— fuese mencionada en la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio aprobada por la ONU, en 1948).
En total, unos 85 millones de personas murieron durante la Segunda Guerra Mundial, una cifra que incluye las víctimas de hambrunas y enfermedades. La Alemania nazi asesinó a unos seis millones de judíos, junto con otras personas, durante el Holocausto. Casi una quinta parte de la población polaca —también cerca de seis millones de personas— desapareció. China perdió más de 20 millones de personas, la mayoría a causa de hambrunas y enfermedades más que por los combates en el campo de batalla. Las estimaciones de muertes soviéticas oscilan entre los 24 y los 26 millones, muchas de ellas, evitables. Stalin ya sabía en 1945 que el total superaba los 20 millones, pero solo reconoció un tercio de esa cifra, tratando de ocultar el horror que él mismo había desatado sobre su pueblo. El historiador de las relaciones internacionales, David Reynolds, ha señalado que Stalin “se conformó con 7,5 millones, una cifra que sonaba lo suficientemente heroica, pero no criminalmente homicida”.
No basta con recordar a los muertos, muchos de los cuales fueron deliberadamente despojados de su identidad por sus asesinos. Para los que sobrevivieron —los prisioneros de guerra y los civiles encerrados en campos— el conflicto cambió sus vidas de forma incalculable. Los más resignados a su destino solían ser víctimas tempranas. Los que tenían más probabilidades de sobrevivir eran aquellos que conservaban una determinación ardiente de regresar con sus familias, de aferrarse a sus creencias o de dar testimonio de crímenes indescriptibles.
Muchos otros soldados capturados no lograron regresar a casa. Aquellos del Ejército Rojo que habían sido reclutados a la fuerza por el ejército alemán fueron capturados mientras vestían uniforme alemán en Francia y entregados a oficiales soviéticos, quienes ejecutaron a los líderes sospechosos en los bosques, antes de transportar al resto de regreso a la Unión Soviética. Allí, los soldados fueron condenados a trabajos forzados en el norte helado. Pocos días después de la rendición de Alemania, las fuerzas británicas en Austria ordenaron entregar a las autoridades yugoslavas comunistas a más de 20.000 yugoslavos anticomunistas que se encontraban en la zona bajo su jurisdicción. Estos fueron fusilados y enterrados en fosas comunes. Las fuerzas británicas también entregaron a las autoridades soviéticas a cosacos que, aunque eran ciudadanos soviéticos, habían luchado por Alemania. Es casi seguro que el gobierno británico sabía que les aguardaba una sentencia severa, pero temía que, si los dejaban en libertad, las autoridades soviéticas retendrían a los prisioneros de guerra británicos que el Ejército Rojo había liberado en Polonia y Alemania oriental. Por su parte, el Ejército Rojo capturó a 600.000 soldados japoneses en el norte de China y Manchuria; todos fueron enviados a campos de trabajo en Siberia, donde murieron trabajando.
Durante décadas después de la guerra, su memoria perduró entre quienes la vivieron en carne propia. El orden de posguerra fue moldeado por generaciones cuyo objetivo era impedir que se repitiera semejante tragedia. Pero para quienes no vivieron el conflicto y lo observan hoy desde la distancia, el número de víctimas de la Segunda Guerra Mundial puede ser solo una cifra: cuesta asimilar realmente la magnitud de decenas de millones de muertes. Perder esa conexión directa con el pasado supone perder también la determinación compartida que, durante 80 años, ha sostenido una paz, aunque imperfecta, entre las grandes potencias.
Las luchas que no terminaron
La guerra dejó un mundo completamente transformado. En los países combatientes, pocas vidas quedaron intactas. Muchas mujeres, cuyos prometidos murieron en combate, nunca se casaron ni tuvieron hijos. Otras descubrieron que los hombres que regresaban no eran capaces de afrontar una realidad en la que ellas se habían hecho cargo de todo, lo que hacía que ellos se sintieran prescindibles. La reacción fue más fuerte en Europa continental. En Alemania, los hombres que habían estado prisioneros durante la guerra se enteraron por primera vez de las violaciones masivas cometidas, en su mayoría, por el Ejército Rojo. Se sintieron humillados por no haber estado allí para proteger a sus mujeres. Tampoco podían soportar saber que ellas habían sobrellevado el trauma como único medio posible: hablándolo entre ellas. En Francia y en otros países ocupados, los hombres que regresaban de los campos de prisioneros o del trabajo forzado en Alemania se preguntaban cómo se habían mantenido las mujeres sin recursos durante su ausencia, y empezaron a sospechar que habían tenido relaciones con soldados enemigos o con traficantes del mercado negro. No sorprende que estas reacciones dieran lugar a un periodo socialmente reaccionario que se extendió durante las décadas de 1940 y 1950.
El conflicto político intenso persistió, incluso, después del fin de las hostilidades. En agosto de 1945, cuando ya había terminado la lucha en Europa, la Unión Soviética empezó a liberar a los soldados italianos rasos que había capturado durante la campaña del Eje para tomar Stalingrado. Sin embargo, estos soldados regresaron sin sus oficiales, porque el líder del Partido Comunista Italiano había solicitado a Moscú que retrasara el regreso de los prisioneros de mayor rango, temiendo que criticaran públicamente a la Unión Soviética y perjudicaran las perspectivas electorales del partido. Grupos comunistas se congregaron en las estaciones de tren en Italia para recibir a los soldados, esperando que fueran afines a su causa. Pero quedaron consternados al ver que los soldados habían escrito en los vagones las palabras abbasso comunismo —abajo el comunismo—, y estallaron peleas en las estaciones. La prensa comunista tildó de fascistas a los repatriados que criticaron a la Unión Soviética de cualquier forma.
Las fronteras fueron borradas o redibujadas durante y después de la guerra. Muchas personas desplazadas ya no sabían cuál era su nacionalidad. Grandes poblaciones —a veces ciudades enteras— fueron desarraigadas, evacuadas o aniquiladas por paramilitares, policías secretos y tropas. En 1939, polacos de lo que de pronto se convirtió en el oeste de Ucrania fueron abandonados en las vastas y deshabitadas extensiones de Kazajistán o Siberia, dejados allí para morir de hambre. La ciudad polaca de Lwów fue ocupada dos veces por los soviéticos y una por los nazis, que enviaron a sus judíos a los campos de exterminio. Tras la guerra, Lwów recibió un nuevo nombre ucraniano: Lviv. En la conferencia de Yalta, en febrero de 1945, donde los líderes británicos, soviéticos y estadounidenses se reunieron para debatir la organización de la Europa de posguerra, Stalin obligó a las potencias aliadas a aceptar que la totalidad de Polonia sería trasladada hacia el oeste, recibiendo antiguas provincias alemanas en su frontera occidental mientras que la Unión Soviética absorbía las provincias polacas del este. Para ejecutar este plan, el Ejército Rojo llevó a cabo la mayor expulsión sistemática de población de la era moderna, desplazando a más de 13 millones de alemanes, polacos y ucranianos.
A medida que las conversaciones de Yalta continuaban en la conferencia de Potsdam, en agosto de 1945, el deseo de Stalin de expandir el territorio soviético se hizo evidente. Mostró interés en hacerse con el control de las antiguas colonias italianas en África y sugirió la destitución de Franco en España. “Debe de ser muy agradable para usted estar en Berlín ahora, después de todo lo que ha sufrido su país”, comentó Averell Harriman, embajador de Estados Unidos ante la Unión Soviética, a Stalin durante una pausa en las negociaciones. Stalin lo miró sin cambiar el gesto. “El zar Alejandro llegó hasta París”, replicó. La frase no era precisamente una broma: el año anterior, el liderazgo soviético había ordenado trazar planes para una invasión de Francia e Italia y la toma de los estrechos entre Dinamarca y Noruega. En 1945, el general soviético Serguéi Shtemenko dijo a Sergo Beria, cuyo padre había sido un temido jefe de la policía secreta soviética en la era de Stalin: “Se esperaba que los estadounidenses abandonaran una Europa sumida en el caos, mientras que británicos y franceses quedarían paralizados por sus problemas coloniales”. Esto, pensaban los líderes soviéticos, abría una oportunidad. Solo al enterarse de que Estados Unidos estaba cerca de construir la bomba atómica, fueron abandonados los planes —aunque no el apetito expansionista de Moscú.
La Segunda Guerra Mundial fue, por supuesto, también el amanecer de la era nuclear. Muchos contemplaron con horror la invención de la bomba atómica y consideraron que el bombardeo de Hiroshima y Nagasaki por parte de Estados Unidos constituyó un crimen de guerra. Y, sin embargo, el ataque contra esas dos ciudades japonesas, en agosto de 1945, implicó una elección moral de gran peso. Antes de los bombardeos, que aceleraron el final de la guerra, los generales japoneses estaban decididos a continuar la lucha en lugar de aceptar los términos de rendición establecidos por las potencias aliadas en la Declaración de Potsdam, de julio de 1945. Estaban preparados para sacrificar a millones de civiles japoneses, obligándolos a resistir una invasión aliada, armados solo con lanzas de bambú y explosivos atados al cuerpo. Para 1944, cerca de 400.000 civiles morían cada mes por hambre en las zonas del este de Asia, el Pacífico y el sudeste asiático ocupadas por las fuerzas japonesas. Los aliados también querían salvar a los prisioneros de guerra estadounidenses, australianos y británicos, que morían de inanición en los campos japoneses o eran masacrados por sus captores por orden de Tokio. Así, aunque la bomba atómica acabó con más de 200.000 vidas japonesas, ese arma terrible puede haber salvado muchas más en una inquietante paradoja moral.
El mundo que hizo la guerra
Para bien o para mal, la Segunda Guerra Mundial reconfiguró el rumbo de la política global. La derrota de Japón allanó finalmente el camino para el ascenso de la China moderna. El colapso de los imperios británico, neerlandés y francés entre 1941 y 1942 marcó el fin de la Europa imperial, y la experiencia de la guerra impulsó el movimiento hacia la integración europea. Tanto Estados Unidos como la Unión Soviética, por su parte, ascendieron al estatus de superpotencias. La Segunda Guerra Mundial también dio lugar a la creación de las Naciones Unidas, cuyos objetivos fundamentales eran salvaguardar la soberanía de los Estados y prohibir la agresión armada y la conquista territorial. La ONU fue, en gran medida, el sueño del presidente Franklin Roosevelt, y él estuvo dispuesto a permitir que Stalin tuviera un control absoluto sobre Polonia con tal de conseguirlo. Sin embargo, en febrero de este año, Estados Unidos dio la espalda a los principios fundacionales de la ONU, votando junto a Rusia y negándose a condenar la agresión rusa contra Ucrania.
La Segunda Guerra Mundial desembocó también en la Guerra Fría. Algunos historiadores sostienen que este nuevo conflicto comenzó en 1947, con el acuerdo Clay-Robertson, en el que las autoridades británicas y estadounidenses decidieron industrializar Alemania Occidental, provocando la paranoia de Stalin. Ese año, en efecto, las tensiones se intensificaron: en septiembre, Stalin dio la orden de que los partidos comunistas europeos desenterraran sus armas en previsión de una guerra futura y sentó las bases para el bloqueo soviético de Berlín al año siguiente. Pero los orígenes de esa tensión se remontan mucho más atrás, a junio de 1941. Stalin quedó traumatizado por la Operación Barbarroja, la invasión nazi de la Unión Soviética iniciada ese mes. A partir de entonces, se obsesionó con rodearse de Estados satélites en Europa central y meridional para que ningún invasor pudiera volver a tomar a la URSS por sorpresa.
Durante siglos, Rusia ha estado obsesionada con dominar a sus vecinos para evitar el cerco. La gran obsesión de Stalin fue Polonia. Putin ha conservado esa misma lógica básica —solo que, para él, la frontera más vulnerable del país es Ucrania—, cuya pertenencia a Rusia, él afirma. Cuando Putin actuó en consecuencia con la invasión de Ucrania en 2022, reintrodujo una característica propia de la era de la Segunda Guerra Mundial que había estado ausente en gran medida de la política internacional desde entonces. Líderes, varios de ellos empoderados por sistemas totalitarios, marcaron el rumbo de aquel conflicto monumental. De Churchill a Roosevelt y Stalin, sus maniobras reactivaron en la imaginación popular la idea del “gran hombre” que define el curso de la historia. En años recientes, los líderes políticos han tenido un margen de acción comparativamente menor. El sistema económico globalizado, por ejemplo, limita enormemente su libertad de maniobra, y la necesidad constante de pensar cómo impactará cada decisión en los medios vuelve a muchos más cautos que audaces. Durante décadas, pareció que el carácter de los líderes no volvería a determinar los acontecimientos como en la Segunda Guerra Mundial. La invasión de Putin ha cambiado eso, y Trump, tomando a Putin como modelo, también lo ha hecho.
Hoy, mientras Rusia se prepara para celebrar el Día de la Victoria el 9 de mayo, Putin está decidido a exprimir todo el valor simbólico de la narrativa de la “Gran Guerra Patria”. Incluso podría restituir el nombre de la ciudad de Volgogrado por el de Stalingrado —nombre que fue eliminado en 1961 como parte de la campaña de desestalinización del líder soviético Nikita Jrushchov— para subrayar la victoria del Ejército Rojo sobre los invasores del Eje en la Batalla de Stalingrado, en 1943, el gran punto de inflexión psicológico de la guerra. También podría intensificar sus peores distorsiones históricas, intentando justificar su guerra en Ucrania con el argumento de que los ucranianos son “nazis”, contradiciendo su propia afirmación anterior a la invasión de que los ucranianos no se diferenciaban de los rusos.
En verdad, no existe una única conclusión que pueda extraerse de la Segunda Guerra Mundial. La guerra escapa a las generalizaciones y no encaja fácilmente en categorías. Contiene innumerables historias de tragedia, corrupción, hipocresía, egolatría, traición, decisiones imposibles y sadismo inimaginable. Pero también alberga historias de sacrificio y compasión, en las que personas se aferraron a una fe fundamental en la humanidad a pesar de condiciones espantosas y una opresión abrumadora. Su ejemplo siempre será digno de ser recordado e imitado, por oscuros que se tornen los conflictos actuales.
* Antony Beevor es autor de Berlin: The Downfall 1945 y Russia: Revolution and Civil War 1917–1921.
* Artículo original: “We Are Still Fighting World War II”. Traducción: ‘Hypermedia Magazine’.

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