En las dos décadas que siguieron al fin de la Guerra Fría, el globalismo ganó terreno sobre el nacionalismo. Al mismo tiempo, el auge de sistemas y redes cada vez más complejos —institucionales, financieros y tecnológicos— eclipsó el papel del individuo en la política. Sin embargo, a comienzos de la década de 2010, comenzó un cambio profundo. Aprendiendo a aprovechar las herramientas de este siglo, un grupo de figuras carismáticas resucitó los arquetipos del siglo anterior: el líder fuerte, la gran nación, la civilización orgullosa.
Este cambio, probablemente, comenzó en Rusia. En 2012, Vladímir Putin puso fin a un breve experimento durante el cual abandonó la presidencia y pasó cuatro años como primer ministro, mientras un aliado dócil ocupaba la jefatura del Estado. Putin regresó al cargo y consolidó su autoridad, aplastando toda oposición y dedicándose a reconstruir el “mundo ruso”, restaurando el estatus de gran potencia que se había desvanecido con la caída de la Unión Soviética y resistiendo la hegemonía de Estados Unidos y sus aliados.
Dos años después, Xi Jinping llegó a la cúspide del poder en China. Sus objetivos eran similares a los de Putin, pero de una escala mucho mayor, y con unas capacidades significativamente superiores.
En 2014, Narendra Modi, un hombre con enormes aspiraciones para la India, culminó su largo ascenso político al ocupar el cargo de primer ministro e instauró el nacionalismo hindú como la ideología dominante del país.
Ese mismo año, Recep Tayyip Erdogan, quien había pasado más de una década como primer ministro de Turquía con un estilo de gobierno enérgico, asumió la presidencia. En poco tiempo, Erdogan transformó el sistema democrático, fragmentado y pluralista de su país, en un régimen autocrático centrado en su figura.
Quizás el momento más trascendental de esta evolución ocurrió en 2016, cuando Donald Trump ganó la presidencia de Estados Unidos. Prometió “hacer que Estados Unidos vuelva a ser grande” y poner “a América primero”, lemas que capturaron un espíritu populista, nacionalista y antiglobalista que venía fermentándose tanto dentro como fuera de Occidente, incluso, cuando el orden liberal internacional liderado por Estados Unidos se afianzaba y expandía.
Sin embargo, Trump no solo cabalgó esta ola global; su visión del papel de EE. UU. en el mundo tenía raíces específicamente estadounidenses, aunque no tanto en el movimiento America First que alcanzó su apogeo en la década de 1930, sino en el anticomunismo de derecha de los años cincuenta.
Por un tiempo, la derrota de Trump ante Joe Biden en las elecciones de 2020 pareció anunciar una restauración. Estados Unidos estaba redescubriendo su postura posterior a la Guerra Fría, dispuesto a apuntalar el orden liberal y contener la marea populista. Pero, tras el extraordinario regreso de Trump, ahora parece más probable que el desvío haya sido Biden y no Trump.
Hoy en día, Trump y otros defensores de la grandeza nacional están marcando la agenda global. Son líderes autoproclamados como hombres fuertes que otorgan poco valor a los sistemas basados en normas, las alianzas o los foros multilaterales. Abrazan la gloria pasada y futura de sus naciones, afirmando un mandato casi místico para su gobierno. Aunque sus programas pueden implicar cambios radicales, sus estrategias políticas se sustentan en corrientes conservadoras, apelando directamente —por encima de las élites liberales, urbanas y cosmopolitas— a electorados movidos por el hambre de tradición y la búsqueda de pertenencia.
En algunos aspectos, estos líderes y sus visiones evocan “el choque de civilizaciones” que el politólogo Samuel Huntington predijo en los años noventa como el motor de los conflictos globales tras la Guerra Fría. Sin embargo, lo hacen de un modo más performativo y flexible, en lugar de categórico y dogmático. Es una versión atenuada del choque de civilizaciones: una serie de gestos y un estilo de liderazgo que pueden reconfigurar la competencia —y la cooperación— económica y geopolítica como una contienda entre Estados-civilización en cruzada.
A veces, esta contienda es meramente retórica, lo que permite a los líderes utilizar el lenguaje y las narrativas civilizacionales sin adherirse estrictamente a la tesis de Huntington ni a las divisiones simplistas que predijo. (Rusia ortodoxa está en guerra con Ucrania ortodoxa, no con la Turquía musulmana). En la Convención Republicana de 2020, Trump fue presentado como “el guardián de la civilización occidental”.
El Kremlin ha desarrollado la noción de Rusia como un “Estado-civilización”, utilizando el término para justificar su dominio sobre Bielorrusia y su sometimiento de Ucrania. En la Cumbre por la Democracia de 2024, Modi describió la democracia como “el alma de la civilización india”.
En un discurso de 2020, Erdogan declaró que “nuestra civilización es una civilización de conquista”.
En 2023, en un discurso ante el Comité Central del Partido Comunista Chino, Xi Jinping ensalzó las virtudes de un proyecto nacional de investigación sobre los orígenes de la civilización china, a la que describió como “la única gran civilización ininterrumpida que sigue existiendo en forma de Estado hasta el día de hoy”.
En los próximos años, el tipo de orden mundial que estos líderes configuren dependerá en gran medida del segundo mandato de Trump. Después de todo, fue el orden liderado por Estados Unidos el que promovió el desarrollo de estructuras supranacionales tras la Guerra Fría. Ahora que EE. UU. ha entrado en el “baile de las naciones” del siglo XXI, con frecuencia será quien marque el ritmo.
Con Trump en el poder, la sabiduría convencional en Ankara, Pekín, Moscú, Nueva Delhi y Washington (y muchas otras capitales) establecerá que no hay un único sistema ni un conjunto de reglas aceptado por todos.
En este entorno geopolítico, la ya frágil idea de “Occidente” se desvanecerá aún más, y con ello el estatus de Europa, que en la era posterior a la Guerra Fría había sido el socio de Washington en la representación del “mundo occidental”.
Los países europeos han estado acostumbrados a esperar el liderazgo de EE. UU. en Europa y un orden basado en reglas (no necesariamente de origen estadounidense) fuera de ella. La tarea de sostener este orden, que lleva años desmoronándose, recaerá en Europa, una confederación de estados sin ejército y con escasa capacidad de proyección de poder duro, cuyos líderes atraviesan un periodo de notable debilidad.
La administración Trump tiene el potencial de triunfar en un orden internacional revisado que ha estado gestándose durante años. Sin embargo, EE. UU. solo prosperará si Washington reconoce el peligro de tantas fallas nacionales en intersección y neutraliza estos riesgos mediante una diplomacia paciente y sin un final predefinido. Trump y su equipo deberían considerar la gestión de conflictos no como un obstáculo para la grandeza de Estados Unidos, sino como un requisito para alcanzarla.
Las verdaderas raíces del trumpismo
Los analistas suelen rastrear erróneamente el origen de la política exterior de Trump hasta los años de entreguerras. Cuando el movimiento America First original prosperó en la década de 1930, Estados Unidos tenía un ejército modesto y aún no era una superpotencia. Los America Firsters deseaban, por encima de todo, que esto se mantuviera así; su objetivo era evitar conflictos.
En contraste, Trump valora el estatus de superpotencia de Estados Unidos, como enfatizó repetidamente en su segundo discurso inaugural. Sin duda, aumentará el gasto militar, y al amenazar con apoderarse o de algún modo adquirir Groenlandia y el Canal de Panamá, ya ha demostrado que no rehuirá el conflicto. Trump quiere reducir los compromisos de Washington con las instituciones internacionales y restringir el alcance de las alianzas estadounidenses, pero de ningún modo está interesado en dirigir un repliegue de EE. UU. en el escenario global.
Las verdaderas raíces de la política exterior de Trump se encuentran en la década de 1950. Su origen está en el anticomunismo ascendente de aquellos años, aunque no en su variante liberal, que promovía la democracia, la tecnocracia y un internacionalismo vigoroso, defendido por los presidentes Harry Truman, Dwight Eisenhower y John F. Kennedy en respuesta a la amenaza soviética. La visión de Trump proviene de los movimientos anticomunistas de derecha de los años cincuenta, que enfrentaban a Occidente con sus enemigos, recurrían a motivos religiosos y veían con sospecha el liberalismo estadounidense por considerarlo demasiado blando, posnacional y secular para proteger al país.
Este legado político se puede contar a través de tres libros. El primero fue Witness, del periodista estadounidense Whittaker Chambers, un excomunista y espía soviético que acabó rompiendo con el partido y convirtiéndose en un conservador. Witness fue su manifiesto de 1952 contra los liberales estadounidenses simpatizantes del comunismo y su traición, que, según él, envalentonó a la Unión Soviética.
Una visión similar motivó a James Burnham, el principal pensador conservador de política exterior en la posguerra. En su libro de 1964, Suicide of the West, Burnham acusó al establishment de política exterior estadounidense de una deslealtad elitista y de defender “principios que son internacionalistas y universales en lugar de locales o nacionales”. Abogaba por una política exterior basada en “la familia, la comunidad, la Iglesia, la nación y, en última instancia, la civilización, no en un sentido general, sino en esta civilización históricamente específica de la que soy parte”.
Uno de los herederos intelectuales de Burnham fue un joven periodista llamado Pat Buchanan. Buchanan apoyó a Barry Goldwater en las elecciones presidenciales de 1964, fue asesor del presidente Richard Nixon y, en 1992, lanzó una formidable campaña en las primarias republicanas contra el entonces presidente en ejercicio, George H. W. Bush. Sus ideas son las que más precisamente anticipan la era Trump.
En 2002, Buchanan publicó The Death of the West, donde observó que “los blancos pobres se están moviendo hacia la derecha” y argumentó que “el capitalista global y el verdadero conservador son como Caín y Abel”. A pesar del título del libro, Buchanan tenía ciertas esperanzas para Occidente (en su sentido excluyente del término) y confiaba en el colapso inminente del globalismo. “Como es un proyecto de élites, y porque sus arquitectos son desconocidos y no queridos”, escribió, “el globalismo se estrellará contra la Gran Barrera de Coral del patriotismo”.
Trump asimiló esta tradición conservadora de décadas no a través del estudio de estas figuras, sino por instinto e improvisación en la campaña. Al igual que Chambers, Burnham y Buchanan —todos ellos ajenos al establishment pero fascinados por el poder— Trump disfruta de la iconoclasia, busca subvertir el statu quo y desprecia a las élites liberales y a los expertos en política exterior. Puede parecer un heredero improbable de estos hombres y de los movimientos que moldearon, marcados por un moralismo cristiano y, en ocasiones, por un elitismo evidente. Pero ha sabido presentarse, con astucia y éxito, no como un refinado exponente de las virtudes culturales y civilizatorias de Occidente, sino como su más férreo defensor frente a enemigos tanto externos como internos.
Los revisionistas
La aversión de Trump por el internacionalismo universalista lo alinea con Putin, Xi, Modi y Erdogan. Estos cinco líderes comparten una apreciación de los límites de la política exterior y una inquietante incapacidad para quedarse quietos. Todos están impulsando cambios mientras operan dentro de ciertos parámetros autoimpuestos. Putin no intenta rusificar Oriente Medio. Xi no trata de rehacer África, América Latina u Oriente Medio a imagen de China. Modi no busca construir Indias de imitación en el extranjero. Y Erdogan no pretende que Irán o el mundo árabe se vuelvan más turcos. De manera similar, Trump no está interesado en la americanización como agenda de política exterior. Su concepción del excepcionalismo estadounidense separa a Estados Unidos de un mundo exterior intrínsecamente ajeno a su identidad.
El revisionismo puede coexistir con esta evitación colectiva de la construcción de un sistema global y con el progresivo debilitamiento del orden internacional. Para Xi, la historia y el poder chino —y no la Carta de la ONU ni las preferencias de Washington— son los verdaderos árbitros del estatus de Taiwán, ya que China es lo que él diga que es. Aunque la India no se encuentra junto a un punto de conflicto global como Taiwán, sigue litigando sus fronteras con China y Pakistán, que han permanecido sin resolver desde que el país obtuvo su independencia en 1947. Para Modi, la India termina donde él diga que termina.
El revisionismo de Erdogan es más literal. Para favorecer a sus aliados en Azerbaiyán, Turquía facilitó la expulsión de los armenios del disputado territorio de Nagorno-Karabaj, no mediante la negociación, sino mediante el uso de la fuerza militar. La pertenencia de Turquía a la OTAN —una alianza que implica un compromiso formal con la democracia y la integridad de las fronteras— no fue un obstáculo para Erdogan. Turquía también se ha consolidado como una presencia militar en Siria. No se trata exactamente de una reconstitución del Imperio otomano. Erdogan no busca conservar territorio sirio de manera permanente. Pero los proyectos político-militares de Turquía en el Cáucaso Sur y Oriente Medio tienen un eco histórico para él. Son pruebas de la grandeza turca, demostraciones de que Turquía estará donde Erdogan diga que debe estar.
En medio de esta creciente ola de revisionismo, la guerra de Rusia contra Ucrania es la historia central. Actuando en nombre de la “grandeza” rusa y al mando de un país que, a sus ojos, no tiene fronteras definidas, los discursos de Putin están repletos de alusiones históricas. Serguéi Lavrov, el ministro de Asuntos Exteriores ruso, bromeó una vez diciendo que los asesores más cercanos de Putin son “Iván el Terrible, Pedro el Grande y Catalina la Grande”.
Sin embargo, lo que realmente preocupa a Putin no es el pasado, sino el futuro. La invasión de Rusia en 2022 fue un punto de inflexión geopolítico comparable a los que el mundo presenció en 1914, 1939 y 1989. Putin hizo la guerra para dividir o colonizar Ucrania. Su intención era sentar un precedente que justificara conflictos similares en otros escenarios y, posiblemente, inspirara a otros actores (incluida China) a considerar las posibilidades de aventuras militares disruptivas. Putin reescribió las reglas, y aún no ha dejado de hacerlo: aunque la invasión ha resultado desastrosa para Rusia, no ha conducido a su aislamiento global. Putin ha vuelto a normalizar la idea de la guerra a gran escala como un medio de conquista territorial. Lo ha hecho en Europa, el continente que alguna vez representó el orden internacional basado en normas.
Sin embargo, la guerra en Ucrania no anuncia la muerte de la diplomacia internacional. En ciertos aspectos, la ha reactivado. Por ejemplo, el grupo BRICS, que formalmente vincula a China, India y Rusia (junto con Brasil, Sudáfrica y otros países no occidentales), ha crecido y, en cierto modo, se ha vuelto más cohesionado. Asimismo, la coalición de apoyo a Ucrania se ha expandido mucho más allá del ámbito transatlántico e incluye a Australia, Japón, Nueva Zelanda, Singapur y Corea del Sur. El multilateralismo sigue vivo y en buena forma; simplemente, ya no es abarcador.
En este paisaje geopolítico caleidoscópico, las relaciones son cambiantes y complejas. Putin y Xi han construido una asociación, aunque no exactamente una alianza. Xi no tiene razones para imitar la ruptura imprudente de Putin con Europa y Estados Unidos. A pesar de ser rivales, Rusia y Turquía han logrado evitar conflictos directos en Oriente Medio y el Cáucaso Sur. India ve a China con recelo. Y aunque algunos analistas han descrito a China, Irán, Corea del Norte y Rusia como formando un “eje”, se trata de cuatro países profundamente distintos, con intereses y visiones del mundo que divergen con frecuencia.
Las políticas exteriores de estos países enfatizan la historia y la singularidad, bajo la premisa de que los líderes carismáticos deben defender heroicamente los intereses rusos, chinos, indios o turcos. Esto dificulta la convergencia entre ellos y complica la formación de ejes estables. Un eje requiere coordinación, mientras que la interacción entre estos países es fluida, transaccional y depende de la personalidad de sus líderes. Nada aquí es blanco o negro, nada está grabado en piedra, nada es innegociable.
Este entorno es perfecto para Trump. No está excesivamente limitado por divisiones religiosas o culturales predefinidas. A menudo valora más a los individuos que a los gobiernos y prioriza las relaciones personales sobre las alianzas formales. Aunque Alemania es un aliado de EE. UU. en la OTAN y Rusia un adversario histórico, en su primer mandato Trump tuvo enfrentamientos con la canciller alemana Angela Merkel y trató a Putin con respeto. Los países con los que Trump choca más son precisamente los que forman parte de Occidente. Si Samuel Huntington hubiera vivido para verlo, habría quedado desconcertado.
Una visión de la guerra
Durante el primer mandato de Trump, el panorama internacional fue relativamente tranquilo. No hubo guerras importantes. Rusia parecía haber sido contenida en Ucrania. Oriente Medio parecía estar entrando en un periodo de estabilidad relativa, facilitado en parte por los Acuerdos de Abraham de la administración Trump, un conjunto de acuerdos destinados a mejorar el orden regional. China parecía disuadida en Taiwán; nunca estuvo cerca de invadir. Y, en los hechos, aunque no siempre en sus palabras, Trump actuó como un presidente republicano típico. Aumentó los compromisos de defensa de EE. UU. en Europa, dando la bienvenida a dos nuevos países en la OTAN. No alcanzó ningún acuerdo con Rusia. Habló con dureza sobre China y maniobró para obtener ventajas en Oriente Medio.
Pero hoy, una guerra de gran magnitud asola Europa, Oriente Medio está sumido en el caos y el viejo sistema internacional está hecho trizas. Una confluencia de factores podría conducir al desastre: la erosión cada vez mayor de las normas y las fronteras, el choque de proyectos dispares de grandeza nacional impulsados por líderes erráticos y por la comunicación vertiginosa en las redes sociales, y la creciente desesperación de los Estados medianos y pequeños, que resienten las prerrogativas sin control de las grandes potencias y se sienten amenazados por las consecuencias de la anarquía internacional. La catástrofe es más probable en Ucrania que en Taiwán o en Oriente Medio, porque el potencial de una guerra mundial y de un conflicto nuclear es mayor en Ucrania.
Incluso dentro del orden basado en normas, la integridad de las fronteras nunca ha sido absoluta, especialmente en los países cercanos a Rusia. Pero desde el final de la Guerra Fría, Europa y Estados Unidos se han mantenido firmes en el principio de la soberanía territorial. Su enorme inversión en Ucrania responde a una visión particular de la seguridad europea: si las fronteras pueden modificarse por la fuerza, Europa —donde las fronteras han sido históricamente fuente de resentimientos— caería en una guerra total.
La paz en Europa solo es posible si las fronteras no pueden ajustarse fácilmente. En su primer mandato, Trump subrayó la importancia de la soberanía territorial, prometiendo construir un “gran y hermoso muro” en la frontera de EE. UU. con México. Sin embargo, en aquel primer mandato, Trump no tuvo que lidiar con una gran guerra en Europa. Y ahora está claro que su creencia en la inviolabilidad de las fronteras se aplica principalmente a las de Estados Unidos.
Mientras tanto, China e India tienen reservas sobre la guerra de Rusia, pero, junto con Brasil, Filipinas y muchas otras potencias regionales, han tomado la decisión estratégica de mantener sus lazos con Rusia, incluso mientras Putin se empeña en destruir Ucrania. Para estos países “neutrales”, la soberanía ucraniana es irrelevante en comparación con el valor de una Rusia estable bajo Putin y con la continuidad de sus acuerdos energéticos y de defensa.
Estos países pueden estar subestimando los riesgos de aceptar el revisionismo ruso, que podría no llevar a la estabilidad sino a una guerra aún mayor. El espectáculo de una Ucrania desmembrada o derrotada aterrorizaría a sus vecinos. Estonia, Letonia, Lituania y Polonia son miembros de la OTAN que encuentran seguridad en el compromiso de defensa mutua del Artículo 5. Pero ese artículo está respaldado por Estados Unidos —y Estados Unidos está lejos.
Si Polonia y las repúblicas bálticas llegaran a la conclusión de que Ucrania está al borde de la derrota y que ello pondría en peligro su propia soberanía, podrían optar por unirse directamente a la lucha. Rusia podría responder llevando la guerra a sus territorios. Un desenlace similar podría derivarse de un gran acuerdo entre Washington, los países de Europa occidental y Moscú que pusiera fin a la guerra en términos favorables a Rusia, pero que radicalizara a los vecinos de Ucrania.
Ante el temor a la agresión rusa por un lado y al abandono de sus aliados por otro, estos países podrían optar por la ofensiva. Incluso si Estados Unidos se mantuviera al margen de una guerra en toda Europa, Francia, Alemania y el Reino Unido probablemente no permanecerían neutrales.
Si la guerra en Ucrania se expandiera de este modo, su desenlace afectaría enormemente la reputación de Trump y Putin. La vanidad jugaría un papel determinante, como tantas veces ocurre en los asuntos internacionales.
Así como Putin no puede permitirse perder una guerra contra Ucrania, Trump no puede permitirse “perder” Europa. Derrochar la prosperidad y la capacidad de proyección de poder que Estados Unidos obtiene de su presencia militar en Europa sería humillante para cualquier presidente estadounidense. Los incentivos psicológicos para la escalada serían fuertes. Y en un sistema internacional altamente personalista, especialmente uno agitado por una diplomacia digital indisciplinada, una dinámica similar podría desencadenarse en otros lugares. Podría provocar hostilidades entre China e India, o entre Rusia y Turquía.
Una visión de paz
Junto a estos escenarios de peor caso, cabe considerar cómo un segundo mandato de Trump también podría mejorar una situación internacional en deterioro. Una combinación de relaciones pragmáticas entre EE. UU., Pekín y Moscú, un enfoque ágil de la diplomacia en Washington y un poco de suerte estratégica no necesariamente conducirían a grandes avances, pero podrían generar un statu quo más favorable.
No el fin de la guerra en Ucrania, sino una reducción en su intensidad.
No la resolución del dilema de Taiwán, sino salvaguardas que impidan una guerra de gran magnitud en el Indo-Pacífico.
No una solución al conflicto israelo-palestino, sino algún tipo de distensión entre EE. UU. y un Irán debilitado, además de la aparición de un gobierno viable en Siria.
Trump quizá no se convierta en un pacificador absoluto, pero podría contribuir a forjar un mundo menos devastado por la guerra.
Bajo Biden y sus predecesores, Barack Obama y George W. Bush, Rusia y China tuvieron que lidiar con la presión sistémica de Washington. Moscú y Pekín quedaron fuera del orden internacional liberal, en parte por elección y en parte porque no eran democracias.
Los líderes rusos y chinos exageraron esta presión, como si el cambio de régimen fuera una política explícita de EE. UU., pero no se equivocaban al percibir una preferencia en Washington por el pluralismo político, las libertades civiles y la separación de poderes.
Con Trump de regreso en el cargo, esa presión ha desaparecido. La forma de gobierno en Rusia y China no le preocupa, pues su rechazo a la construcción de naciones y al cambio de régimen es absoluto. Aunque las fuentes de tensión persisten, el ambiente general será menos tenso, lo que permitirá una mayor actividad diplomática. Podría haber más concesiones en aspectos menores dentro del triángulo Pekín-Moscú-Washington, más disposición a la negociación y mayores medidas de confianza en zonas de guerra y conflicto.
Si Trump y su equipo logran implementarla, una diplomacia flexible —la gestión hábil de tensiones constantes y conflictos fluctuantes— podría generar beneficios significativos. Trump es el presidente menos wilsoniano desde el propio Woodrow Wilson. No tiene interés en grandes estructuras de cooperación internacional como la ONU o la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa. En su lugar, él y sus asesores, especialmente aquellos con formación en el mundo tecnológico, podrían abordar el escenario global con la mentalidad de una start-up, una empresa recién creada que podría disolverse en cualquier momento, pero que es capaz de reaccionar con rapidez y creatividad a las condiciones del momento.
Ucrania será una primera prueba. En lugar de apresurarse a negociar la paz, la administración Trump debería centrarse en proteger la soberanía ucraniana, algo que Putin nunca aceptará. Permitir que Rusia recorte la soberanía de Ucrania podría ofrecer una apariencia de estabilidad, pero en realidad podría desencadenar una nueva guerra.
En lugar de una paz ilusoria, Washington debería ayudar a Ucrania a definir las reglas del juego con Rusia, y a través de estas reglas, el conflicto podría reducirse gradualmente. Estados Unidos podría entonces compartimentar su relación con Rusia, como lo hizo con la Unión Soviética durante la Guerra Fría, acordando discrepar sobre Ucrania mientras busca puntos de acuerdo en temas como la no proliferación nuclear, el control de armas, el cambio climático, las pandemias, la lucha contra el terrorismo, el Ártico y la exploración espacial.
La compartimentación del conflicto con Rusia serviría a un interés central de EE. UU., uno que Trump valora especialmente: evitar un intercambio nuclear entre Estados Unidos y Rusia.
Un estilo espontáneo de diplomacia puede facilitar la capacidad de aprovechar la suerte estratégica. Las revoluciones en Europa en 1989 son un buen ejemplo. La disolución del comunismo y el colapso de la Unión Soviética han sido interpretados en ocasiones como una jugada maestra de la planificación estadounidense. Sin embargo, la caída del Muro de Berlín ese año tuvo poco que ver con la estrategia estadounidense, y la desintegración soviética no era algo que Washington esperara: todo fue accidente y suerte. El equipo de seguridad nacional del presidente George H. W. Bush se destacó no por predecir o controlar eventos, sino por responder a ellos con prudencia: ni haciendo demasiado (provocando a la URSS) ni haciendo demasiado poco (permitiendo que una Alemania unificada escapara de la OTAN). Siguiendo este espíritu, la administración Trump debería estar preparada para aprovechar el momento. Para maximizar cualquier oportunidad que surja, no debe quedar atrapada en sistemas y estructuras rígidas.
Pero aprovechar golpes de suerte requiere preparación y agilidad. En este sentido, Estados Unidos cuenta con dos activos clave. El primero es su red de alianzas, que amplía enormemente la influencia de Washington y su margen de maniobra. El segundo es la práctica estadounidense de la diplomacia económica, que expande el acceso de EE. UU. a mercados y recursos críticos, atrae inversiones extranjeras y mantiene al sistema financiero estadounidense como un nodo central de la economía global. El proteccionismo y las políticas económicas coercitivas tienen su lugar, pero deberían estar subordinados a una visión más amplia y optimista de la prosperidad estadounidense, una que priorice a los aliados y socios de larga data.
Ninguna de las descripciones habituales del orden mundial sigue siendo aplicable: el sistema internacional ya no es unipolar, bipolar o multipolar. Pero incluso en un mundo sin una estructura estable, la administración Trump aún puede utilizar el poder estadounidense, sus alianzas y su estrategia económica para reducir tensiones, minimizar conflictos y garantizar un nivel básico de cooperación entre países grandes y pequeños. Esto podría contribuir a la intención de Trump de dejar a Estados Unidos en una mejor posición al final de su segundo mandato que al inicio.
* Artículo original: “The World Trump Wants”. Traducción: ‘Hypermedia Magazine’.
Sobre el autor: Michael Kimmage es director del Kennan Institute del Wilson Center y autor de The Abandonment of the West: The History of an Idea in American Foreign Policy.

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En la decadente y glamurosa Habana de los años 50, el único lugar donde había que estar era Tropicana.