Nicaragua y el autoritarismo de Ortega-Murillo

La república de Nicaragua enfrenta una de sus más severas pruebas en materia de democracia y gobernanza en décadas. El presidente Daniel Ortega y la vicepresidenta Rosario Murillo han intensificado sus tácticas autoritarias, llevando al país centroamericano por un camino que muchos analistas y críticos describen como el de un totalitarismo incipiente.

La familia presidencial Ortega-Murillo ha reforzado su autoritarismo bajo la bandera de una revolución socialista. Esta consolidación de poder ocurre mientras Nicaragua mantiene una economía que, curiosamente, ha recibido el aval del Fondo Monetario Internacional, un pilar del sistema capitalista global. La alianza del país con gobiernos de izquierda en Cuba, Venezuela, así como con potencias como Rusia, Irán y China, plantea un escenario de cooperación ideológica, pero también revela una estrategia de diversificación de aliados geopolíticos.

Desde el retorno de Ortega a la presidencia en 2007, la democracia nicaragüense ha experimentado una regresión sistemática. Las elecciones sucesivas, catalogadas por observadores nacionales e internacionales como plagadas de irregularidades y fraude, han perpetuado el mandato de Ortega en un país que aún lleva las cicatrices de una guerra civil que terminó en 1990.

La socióloga Elvira Cuadra, exiliada en Costa Rica y directora del CETCAM, describe un panorama sombrío: desde la reconfiguración del marco jurídico e institucional hasta la construcción de un aparato de represión y control sobre la ciudadanía que revela la naturaleza autoritaria del proyecto político de Ortega-Murillo. “Comenzaron a construir un grupo de poder económico alrededor de la familia presidencial, un proceso que mantuvo las formalidades democráticas pero que escondía un régimen autoritario competitivo”, explicó Cuadra.

El punto de inflexión se manifestó con claridad en abril de 2018, cuando estallaron protestas callejeras que sacudieron la nación. Los manifestantes, que fueron brutalmente reprimidos, acusaron al gobierno de convertirse en una dictadura dinástica, violadora de los derechos humanos, y clamaron por democracia, libertad y elecciones libres. Ortega y Murillo, por su parte, refutaron las acusaciones y afirmaron haber frustrado un golpe de Estado terrorista, señalando a los Estados Unidos como cómplice.

Recientemente, Murillo ejecutó una maniobra que muchos consideran un golpe de gracia al ya debilitado sistema democrático: la purga en la Corte Suprema de Justicia el 24 de octubre, desplazando a más de 100 funcionarios, incluidos varios magistrados leales. Este acto consolidó el control de la pareja presidencial sobre el poder judicial, el cual ha sido sistemáticamente sometido a sus designios.

El escenario político en Nicaragua está marcado por la ausencia de un multipartidismo saludable. La oposición se ha visto forzada al exilio, a la cárcel o al silencio por miedo a represalias. Aquellos que permanecen activos dentro del país, en su mayoría, se han sometido a un régimen que no tolera la disidencia y que ha desmontado las instituciones democráticas con una eficiencia alarmante.

Pese a las arengas de Murillo, que promete construir la “Nicaragua soñada” con bienestar, derechos, libertad, dignidad y hermandad, la realidad que enfrentan los nicaragüenses parece contradecir este ideal. La comunidad internacional, con la excepción notable de Estados Unidos y a veces Europa, ha mantenido un perfil bajo ante la crisis nicaragüense. El silencio de países como México y otros actores regionales ha dejado un vacío de presión externa que podría haber contrarrestado el avance hacia el totalitarismo.

En medio de esta crisis política y social, las voces de los nicaragüenses claman por atención y ayuda. La democracia en Nicaragua está siendo erosionada a pasos agigantados, y sin una presión internacional significativa