¿Ai Weiwei en Cuba?

Ai Weiwei es un bloguero y empresario disidente y juguetón, procesual y efímero, agitador y sutil, voluntarioso y paciente. Encarna al histrión modelo del circuito élite internacional. En 2011, encabezó el listado de personalidades del mundo del arte, ranking anual confeccionado por la revista británica ArtReview.

“Ai Weiwei, quien fue detenido y encarcelado por las autoridades chinas durante ochenta y un días a comienzos de este año, ocupó el puesto número uno como resultado tanto de su activismo como de su práctica artística”, según The ArtReview Power 100.

Los golpes enseñan y, en algunos casos, encumbran.

Ai Weiwei invirtió dos años en supervisar la producción de cien millones de semillas de porcelana, hasta sumar quince toneladas. Estas semillas fueron utilizadas en su instalación Sunflower Seeds (2010), concebida para la Sala de las Turbinas londinense. Ya no era cuestión de tumbarse bajo el sol artificial de Olafur Eliasson, rodar por los toboganes de Carsten Höller o esquivar la grieta de Doris Salcedo. Desde una interacción física del espectador con el recinto intervenido, Weiwei concibió un gesto espectacular y cálido que involucró a 1.600 personas.

Atrás quedaba la tradición pictórica de representar al “presidente eterno” rodeado de girasoles, como un emblema solar. Las pipas de Sunflower Seeds, reproducibles y ajenas al Gran Salto Adelante, fórmula desarrollista impulsada por el maoísmo, se revirtieron en un divertimento esteticista.

“Bastaba sentir la obra. Pensarla no era necesario”, aseguró un reportero de un diario británico. Quienes sugieren que lo político puede ser poético o viceversa, tendrían ahí una respuesta.

Después, las semillas de girasol esculpidas serían cotizadas en la casa Sotheby’s. La sutileza política se transformó en botín comercial. Nada tan reconfortante para un fustigador del discurso hegemónico que suplantar el riesgo por una subasta. ¿Quién no preferiría esto antes que ser interrogado, amanecer en un calabozo o ir a prisión?

Ai Weiwei no se alimenta solo del compromiso ético. ¿Qué le interesa más, la justicia social o el beneficio personal? Ningún manipulador que se respete contestaría una pregunta como esa. Los artistas contemporáneos son gozadores por naturaleza, independientemente del contenido de ética o moral que los asista. ¿Acaso el gran Marcel Duchamp no era un gran vividor y defensor del ocio?

Hablar de un “efecto Ai Weiwei” en el ámbito interno cubano es un esnobismo o un vicio periférico. Hay regiones donde los acontecimientos nacionales se vinculan con referentes foráneos; Cuba, una isla cercana a un continente con manía de grandeza, no es la excepción. Más que a una “angustia de las influencias”, según acuñó Harold Bloom, mejor sería referirnos a un síndrome de las secuelas. Siempre hay que mencionar un fenómeno global para descalificar o distinguir un síntoma local. Hermanar a los artistas contestatarios cubanos con la gestualidad multidisciplinaria de Ai Weiwei significa obviar el trayecto sociocultural del país post-1959.

Las actitudes cuestionadoras en la plástica insular resultan más familiares que las coartadas del artista chino. Echarle al vecino el muerto de una movida interna que se roba el show mediático, constituye una solución muy cubana: lavarse las manos e incubar el veneno al margen del tema, conociéndolo. Lo auténtico sería vincular a los artistas incómodos de acá con gestos de un pasado reciente o de actualidad, silenciados en su momento y estigmatizados de por vida.

¿Por qué hablar de Ai Weiwei? ¿Por qué soslayar la tradición iconoclasta entre nosotros? Esa tradición donde confluyen Tomás Esson, mofándose de los héroes de la épica vitalicia; Ángel Delgado, cagándose encima del periódico Granma en El objeto esculturado; el colectivo Art-De, encabezado por el artista Juan Sí-González y el jurista Jorge Crespo, sumando a la intervención pública términos como derechos humanos o libertad de expresión; y Tania Bruguera, incitando al desahogo en el marco de la X Bienal de La Habana.

Han pasado treinta años desde El objeto esculturado (1990), ese epílogo de la movida ochentiana que culminó en el encarcelamiento de Ángel Delgado. Tenía veinticinco años. Lo sancionaron a seis meses de cárcel. Lo que parecía una mierda para Flavio Garciandía, no lo fue para la represión higienista.

Muchos jóvenes artistas, críticos y curadores no vivieron aquellos tiempos. Y quienes tienen una referencia a través de los testimonios orales o la bibliografía epocal, se hacen los que no habían nacido. Como si fuera una historia ajena al arte hecho en Cuba. Como si no fuera preferible una retórica justa a una amnesia oportunista.

Aludir a nuestros artistas políticos con un simple “efecto Ai Weiwei”, en nombre de una impostada visión global, es una hipocresía y un deseo de caerle en gracia a los funcionarios que han expulsado de la república del arte cubano a Tania Bruguera o a Luis Manuel Otero Alcántara, entre otros que cultivan el desacato al régimen. Es un modo de tomar distancia de los fenómenos locales que el poder escamotea. Lo creíble o atendible sería demostrar las fallas de oficio y las imposturas de actitud, incluyendo nombres y apellidos de los presuntos implicados. Una temeridad para respetar. Lo demás, son pendejadas de turno.

El juicio impersonal es repudiable. Ese juicio que ejercen quienes solo nombran para elogiar. Esto se torna chocante cuando el mote “efecto Ai Weiwei” es lanzado por un artista que se siente en inferioridad o nulidad mediática ante unos colegas a los que, al parecer, teme identificar. Una ambigüedad presta a todo.

Wilfredo Prieto, el vocero de tal “ajuste de cuentas”, ¿se encargó de complacer a la nomenclatura que lo ampara?

Ya sabemos que a expensas de los cánones de las bellas artes y sus ardides, se refugia la vulgaridad autoritaria. Ciertos artistas se prestan a traquimañas. Hay funcionarios cazadores de marionetas, a las que seducen con migajas burocráticas y económicas: te resuelvo esto a cambio de aquello. No son pocos quienes sueñan precozmente con el Premio Nacional de Artes Plásticas. Así sobrevive una relación de amor-odio que puede ser prolongada, traumática.

Los panfletos, sean a favor o en contra, deben tener nombres y apellidos. De lo contrario resultan abstractos, falsamente apolíticos. En Cuba no hace falta lo “históricamente exacto” para descalificar a las voces incorrectas que sobreviven en el arte y la vida. Mientras, lo “simbólicamente verdadero” puede ser cualquier cosa, hasta un soberano disparate; pero si el criterio se pronuncia para agradecer la permanencia de la Revolución, bienvenidos los deslices.

Para contrarrestar malentendidos, se dispone de un ejército experto en justificaciones. Salvas de fuego o pompas de jabón en masa: la cantaleta de que la Isla es un contexto de lujo para crear en libertad.

Totalitarismo y eufemismo riman. Si admitimos, con el cineasta ruso Andréi Tarkovski, que el “artista jamás es libre”, nada mejor que obviar el tema con relación a Cuba. Un país donde no se tolera la resistencia pacífica. ¿Para qué hablar? ¿Quién se tragará esa píldora? Habría que ser un entrevistador de otra galaxia, o carente de sentido común, para transcribir sandeces de esta envergadura.

Un artista cubano al que le convenga hacerle el juego a la política cultural del presente, con aspiraciones de imponerse en el patio, debería calcular mejor su modo de ponerse del lado de los “fuertes”. Puede ocurrir que el cinismo se vuelva ingenuidad. La ironía, una farsa. Un estratega fatal que acabaría como el mismo Kcho, quien con su fidelidad ideológica extralimitada se adueñó del protagonismo oficial y se ganó el descrédito de los de adentro y los de afuera.

Ai Wewei es un estratega total. Representa al artista como un filósofo de pacotilla. Flirtea con necios y sesudos de la jungla artística. Sus peripecias pueden ser útiles lo mismo para un publicista, un posminimalista perverso y un saboteador del establishment. Ai Weiwei es un provocador impredecible convertido en una Big Factory creciente; un empresario artístico a quien seguirán acusando de evadir impuestos. Ai Weiwei ya se transformó en algo más que un medio para conseguir un fin.

Si Wilfredo Prieto es el menos cubano de los artistas cubanos, resulta absurdo que promueva la etiqueta de un “efecto Ai Weiwei” en el gremio plástico.

Si Wilfredo Prieto es tan reconocido internacionalmente, ¿cómo es posible que le preocupen “tópicos de aldea”, según deja entrever en piezas y maniobras? Insistir en pactar con una institución arte en crisis es un trance equívocamente superado, aunque orgánico en políticas del remiendo consoladas por arribistas de bajo calibre.




¿Frankenstein versus Drácula? - Héctor Antón

¿Frankenstein versus Drácula?

Héctor Antón

“¿No crees que el Ministerio del Interior construye mejor a sus ‘artistas’ que los galeristas o los espacios supuestamente destinados a cimentar una red comercial capaz, estimulante y rentable? Los agentes de la Seguridad del Estado son los mejores publicistas del arte cubano…”.