A finales del verano del año pasado, el pintor Baruj Salinas (1935-2024) falleció a los 89 años en el sur de Florida.
Me entristeció enterarme de su muerte algunos meses después, justo porque tenía la intención de escribirle para reencontrarnos en otoño. Durante mucho tiempo mantuve un intercambio con este extraordinario pintor y, mirando al pasado, mi primera visita a su estudio de Coral Gables, cuando yo era apenas un estudiante, se ha vuelto vívida e inolvidable.
Era un estudio pequeño y modesto, lleno de latas y pinceles y arecas y lienzos que adornaban sus paredes. Recuerdo que, durante mi primera visita, me mostró una Torá ilustrada, conmemorativa del quincuagésimo aniversario de la expulsión de los judíos de España, de la cual solo se hicieron unas pocas copias (una de ellas fue regalada al difunto Papa Francisco).
Era un pintor que llevaba consigo, al igual que Edmond Jabès, una especie de cultura clandestina del Libro Sagrado.
De hecho, en la última carta que me escribió en abril de 2022, Baruj recordaba con cariño su temprana colaboración con el poeta español José Ángel Valente, en Tres lecciones de tinieblas (La Gaya Ciencia, 1981), cuyas páginas ilustró con letras hebreas salpicadas en magenta.
Abro una de las páginas, la dedicada a la letra Guimel:
“El movimiento: exilio: regreso: vértigo: el solo movimiento es la quietud”, escribe el poeta, como si describiera el gesto pictórico de Baruj.
Una vida en doble exilio, la pintura de Baruj oscila entre el movimiento y el reposo, la descarga y el vacío, la figuración y la desintegración absoluta de la línea.
Si Baruj se sintió cautivado por la cultura clandestina del Libro, esto se debió a su interés por las posibilidades místicas del lenguaje. Esto supone un desafío cada vez que nos enfrentamos a una pintura de Baruj: ¿cómo podemos afirmar con el lenguaje lo que la pintura representa, sin caer en una cierta fascinación por la ornamentación, o por remitirla a la prescripción de imágenes del arte judío?
Cuando escribí sobre su obra en un número de Espacio Laical de 2011, esta tensión estática me parecía atractiva, pero ahora solo puedo entenderlo como enfáticamente redoblado en el sentido.
Lo cierto es que un lenguaje certero delata aquello por lo cual el movimiento de la pintura se resiste una y otra vez. En realidad, no existe el “arte judío” como ámbito autónomo de la tradición pictórica.
De hecho, siempre que surgía este tema en nuestras conversaciones, Baruj permanecía inalterado y silencioso, guardando distancia sobre el peso de su significado, mas insistiendo en el don de la expresividad etérea de sus cuadros.
La abstracción de Baruj se aviene con la persistencia de todo lo vivo y pensante. Las formas espumosas levitan hacia formas concretas de recogimiento y despeje del espacio pictórico. Por eso su amiga María Zambrano, quien escribió sobre su obra, nos dice que en las pinturas de Baruj se emancipa “un pensar que se hace, como se hace aquí vida en su modalidad propia que es la pintura”.
En Baruj, la pintura es un acontecimiento que coincide con una imagen del pensamiento, mientras que la imagen del pensamiento, obstinadamente en retirada de la representación, logra materializar la proximidad que solo la pintura le entrega al mundo.
En cada tela de Baruj es como si la pintura permitiera que el pensamiento respire y, al respirar, mutar en una extensión que es también el cuerpo en el mundo. Esto podría explicar por qué la obsesión pictórica recurrente de Baruj era el paisaje visto desde lo más alto, rodeado por el aura de un espacio nublado.
Como observó Kurt Badt respecto a los cuadros de Constable, en la pintura el cielo es el órgano del sentimiento, que trasciende el apego terrenal de nuestra existencia.
Anterior al acontecimiento del lenguaje, la luz de la pintura elucida el espacio invisible donde todas las formas se acomodan. La mano de Baruj Salinas nos enseña a orientarnos en la divinidad de todo lo aparente, que es eterna porque logra despejar el lugar de lo invisible entre nosotros.

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