Cuatro artistas cubanoamericanos en New Jersey

Hablar de “arte cubanoamericano”, más allá de arte cubano, nos remite necesariamente al exilio. O quizás debo decir exilio(s). En uno u otro caso, exilio(s) alude a un carácter político que se ha manifestado, ahora sí, en singular. 

El exilio ha sido recurrente en la cultura cubana. Desde José María Heredia, nuestro primer exilado, hasta hoy, el exilio es un elemento organizador en nuestra cultura. 

Habría que establecer una distinción entre exilio e inmigración; correlación que cambió radicalmente a partir de 1959 (particularmente en 1961, cuando el régimen cubano declaró su carácter socialista, derivando a un sistema totalitario).

Habría que decir también que los exilios usualmente vienen precedidos de insilios y ostracismos. 

Pensar el arte cubanoamericano podría conducirnos a la búsqueda de aquello que nos ha sido negado (Julia Kristeva aclara esta idea en Strangers to Ourselves). Todo lo que hemos considerado ajeno es simplemente parte de nosotros mismos, ha sido reprimido. El exilio puede tener entonces el “encanto” de encontrarnos, de conocernos a nosotros mismos y a las bases culturales desde las cuales hemos producido (véase On becoming Cuban identity nationality and culture, de Louis A. Pérez Jr.). 

En uno u otro caso, el exilio produce una identidad que se debate entre el carácter cosmopolita del país de acogida y la condición migrante del sujeto. Suerte de tensión donde se pretende preservar los valores de una sociedad que se interpone con los reclamos de lo que Karl Popper llamaba “sociedad abierta”.

Lo que hemos llamado arte cubanoamericano habría que delimitarlo en una temporalidad histórica; de lo contrario, se corre el riesgo de crear una taxonomía supraexplicativa como lo ha sido, o ha pretendido ser, el concepto “arte cubano”.

En los últimos veinte años, el llamado arte cubanoamericano ha generado una nueva manera de narrar desde múltiples poéticas y visualidades, alejándose de forma plausible del canon clásico, o al menos de un entendimiento clásico establecido desde la identidad de lo cubano en el arte.

Ahora bien, el statement arte cubanoamericano es solo eso: un statement que hace alusión a algo que debe ser nombrado. Y digo esto porque no hay en eso que hemos llamado arte cubanoamericano integración simbólica alguna, todo lo contrario. 

En todo caso, la fragmentación de este ¿campo intelectual? obliga a la elaboración de un mapa teórico y visual que nos permita analizar cómo se ha manifestado dicho campo, al menos, en los últimos veinte años. 

Pierre Bourdieu en Las reglas del arte hace alusión a la “emergencia de un campo intelectual”. Cuando se alcanza cierta “autonomía” como negación de la “subordinación estructural” se produce una fractura, que en el caso del arte cubanotuvo como escenario la década de los ochenta.

Los discursos visuales de los artistas de la década de 1980 ya no están tan apegados al nacionalismo, un discurso de marcado carácter teleológico-revolucionario establecido desde las mitologías independentistas: suerte de romanticismo que deriva en un nacionalismo totalitario. En esta generación de creadores hay, en todo caso, una vocación de corte posnacional. Antonio Negri lo establece como el desplazamiento del discurso poscolonial, en el sentido del “Estado-nación”, a un discurso de corte transnacional. En el caso cubano, este se establecería en sentido inverso: el predominio del discurso nacionalista en las artes visuales, sería la respuesta transnacional al esfuerzo poscolonial.

Este desplazamiento en las prácticas visuales de la década de 1980 generó una normativa moral ajena al correlato simbólico del nacionalismo en la cultura, así como de la práctica del totalitarismo establecido desde las políticas culturales. Aunque este fenómeno es visible en los dominios de las artes visuales, no cabe duda de que se hizo presente en el campo literario, sobre todo en los narradores de ficción. 

Como bien afirma Rafael Rojas en Tumbas sin sosiego: “En los ochenta, el posmodernismo fue la matriz de poéticas peligrosas en las artes y las letras cubanas. Sin embargo, ya a mediados de los noventa la posmodernidad estaba domesticada por las instituciones, incorporada a los usos y costumbres del poder”.

Este proceso de ruptura del imaginario nacionalista en las artes visuales de los años ochenta, condujo —entre otros factores— a un exilio que funda de cierta manera eso que hoy llamamos arte cubanoamericano. ¿Quiere decir esto que no existía una producción en el campo de las artes visuales en el exilio, sobre todo ese primer exilio político de 1959 y 1960? No, nada más alejado de la realidad. Sin embargo, la migración de este conjunto de creadores establece las bases de una nueva visualidad del arte cubano en el mundo.

El carácter sintomático de la ruptura del imaginario nacionalista en las artes visuales de los ochenta no debe ser asociado al conflicto de la memoria histórica, tan evidente en algunos sectores de la cultura cubana, expresado y somatizado en las tensiones políticas entre la República y la Revolución de 1959. Este dilema, tan latente en la literatura y en los campos de las ciencias sociales, particularmente en la sociología y la historia, carece de presencia en el campo de las artes visuales.

Aunque existe aún hoy toda una producción que sigue apostando por un discurso nacionalista —pensemos por un instante en la obra de Juanma García—, ya hay más de una generación en búsqueda de una universalidad que disuelva la manera hegemónica de pensar lo cubano, incluso mas allá del arte. La ausencia de una política intelectual —a diferencia de la literatura— centrada en el discurso nacional, ha sido quizás el elemento mas distintivo en la producción visual de eso que se ha llamado arte cubanoamericano.

Si el arte cubano en el exilio ha derivado en arte cubanoamericano, y si este no establece vínculos con el discurso nacionalista, para bien o para mal, ¿cómo puede esta producción visual contribuir a la restauración o recomposición simbólica y ética de la nación?


Sandra Cordero, William Pérez, Douglas Argüelles, Jorge Wellesley 

El arte cubano de la década de 1980 no solo rompe el patrón ideológico y la manera de interactuar con la Institución Arte, sino que deriva a un carácter gregario. El exilio casi multitudinario de los creadores visuales erosionó notablemente las ya precarias relaciones con las instituciones políticas. Los años noventa, y la profunda crisis asociada a la desarticulación del campo socialista, acentúa esta ruptura; de modo que, si se quiere, la radicalización del discurso visual desde el arte vino a enfatizar una nueva manera de gestionar la producción. 

Al prescindir de la institucionalidad política-arte, los creadores visuales generan sus propios espacios académicos y de exhibición, producción, representación y comercialización, creando una alternatividad sin precedentes en ningún campo del arte. (Quizás se puede establecer una diferencia similar en la producción literaria cubana a partir de la década de 1990, pero en sentido inverso. La internacionalización de la literatura cubana en esta década, obedece esencialmente a la voluntad de los autores por entregar sus trabajos a grandes casas editoriales, sobre todo españolas).

Aunque este proceso tiene sus altas y bajas, no puede dejar de ser considerado una tendencia en los últimos veinte años. ¿Qué es la Cátedra de Arte de Conducta gestionada por Tania Bruguera e infiltrada por el Partido Comunista de Cuba —condición necesaria para su existencia—, sino una clara competencia a la institucionalidad académica del Instituto Superior de Arte?

Un ejemplo de derivación y evolución en el campo del arte cubanoamericano es la obra de Sandra Cordero, William Pérez, Douglas Argüelles y Jorge Wellesley. Estos cuatro cubanoamericanos, en New Jersey, han hecho suyo el carácter gregario para construir un espacio de visualidades divergentes. 

Articulados desde una fuerte vocación conceptual, la voluntad de llamarse a sí mismos “artistas multidisciplinarios”, aglutina una búsqueda epistemológica como comunidad. Es desde este empeño que nace ACPW Art Factory como identidad grupal. Recuérdese que muchos de sus miembros vienen de experiencias gregarias.

Más allá de una u otra visualidad —visualidades, en todos los casos, contundentes en tanto morfología y concepción—,Sandra, William, Douglas y Jorge han logrado incitarse, producir y gestionar sus obras desde un espacio autónomo. ACPW Art Factory es, para estos creadores, una extensión de experiencias como DUPP (Desde una Pragmática Pedagógica) o DIP (Departamento de Intervenciones Públicas), o —en el caso de William Pérez— como el Grupo Punto(1995-1998). 

Ligada igualmente a prácticas de trabajo grupal desde el campo cinematográfico, Sandra Cordero, por su parte, vienen a reafirmar eso que diría —y con razón— Guillermo Cabrera Infante en Cine o sardina: “El cine no es una invención sino un proceso de colaboración”. 

De este modo, estas experiencias grupales vienen a complementar esta tetralogía de interacciones.

Vamos por partes, como diría Jack the Ripper:


ACPW Art Factory 

Las obras de Sandra Cordero son de una delicadeza exasperante, una finura que irrita al sinsentido. Sandra se maneja con perfecta autoridad en el dibujo, la instalación, el collage y una imaginería profunda plagada de ironía. 

Amparada en la inofensiva “inocencia” del delirio, las obras de Sandra Cordero son ventanas al mundo onírico (como Abenjacán, que muriendo en el laberinto que Borges describe en “El Aleph”, termina devorado por un centro gravitatorio que todo lo difumina). 

Con una fuerte vocación para el ejercicio de la deconstrucción, como los postestructuralistas franceses, Sandra pondera eso que Lyotard llama la “deslegitimación” del significado en función de una nueva operatividad semántica, y en función a su vez de una nueva “operatividad” lingüística.

Douglas Argüelles está en el otro extremo, y no porque su obra sea menos delicada, sino por la pertinente voluntad críptica: su trabajo ha girado en torno a un heteromorfismo de juegos lingüísticos. 

Lo procesual en Douglas es profuso en referentes fundamentales, de los sistemas comunicacionales a la remembranza; su muy particular producción metodológica ha generado una idea de lo arqueológico y de la documentación de lo efímero, así como otras zonas de lo simbólico que propician una rica y compleja construcción. 

La naturaleza experimental y sociológica de la obra de Douglas Argüelles queda anclada en el dibujo, la pintura, la intervención pública, el arte conceptual, lo escultórico, lo instalativo y el trabajo teórico y docente que ha desarrollado durante años. Con un meticuloso desarrollo formal y conceptual, Douglas sugiere y provoca desde la concepción del manuscrito, del documento que en su interior conserva huellas, residuos de un acercamiento perpetuo a campos “opuestos”, a zonas no siempre definidas en las obras.

A diferencia de Douglas, Sandra y Wellesley, William Pérez es la apoteosis de la imagen en la discontinuidad. Como los sistemas no lineales, William Pérez tiende a la deriva, devorado —como afirmaba Severo Sarduy— por la imagen, por una imagen infinita. No hay en su obra un sentido de “continuidad” morfológica: toda ella es una constante derivación formal. El ingenio industrial en la solución formal es uno de los centros de su producción.

William Pérez refuerza en su obra, plagada de alusiones filosóficas, el fatuo carácter instrumental que prevalece en nuestras vidas. A la vez, renovándose de forma irritante, pone en cuestión toda la tradición canónica del arte en sus diversas manifestaciones. Quizás el único elemento que prevalece como sentido de continuidad en su obra sea el desplazamiento del cuerpo al objeto, articulando una suerte de fascinación por la artificialidad. Los objetos-arte de William Pérez son, en todo caso, la sustitución de la naturalidad de nuestra existencia por el travestismo de nuestra conciencia.

William Pérez es un creador que ha superado el carácter estructural en su obra: esta solo se puede consumir en totalidad simbólica. Si el observador no cae bajo la mirada del objeto, poco o nada se puede hacer. Quizás sea este el mayor reto que afronta en su trabajo, toda vez que la presencia del observador como vector ha sido fundamental en las prácticas artísticas desde los años sesenta.

Y digo esto porque el historiador y filósofo francés Georges Didi-Huberman ha insistido en que una de las tendencias del arte contemporáneo es la actitud de “negación” de ese esencial elemento de articulación que es el observador. El “desprecio” del observador, como diría Didi-Huberman, es no crítico por definición. Si toda imagen es manipulación, este elemento tiene que ser considerado en la conformación de la obra. 

Finalmente, Jorge Wellesley complementa esta tetralogía visual. Se trata de un creador que ha gravitado en torno a una profunda indagación conceptual: articula una analítica cuyo carácter tríadico es poco frecuente en los dominios del arte cubano o cubanoamericano

En Jorge Wellesley, las relaciones e interacciones entre Verdad, Realidad y Lenguaje van más allá del giro lingüístico, más allá de la reafirmación nomológica. Muchas veces la sola exposición del concepto, su grafía o sus relaciones y derivaciones, subraya una ontología subyacente; ontología muchas veces vacía, pero en todo caso, abierta a una salida postanalítica. Del concepto a la noción, y de esta al reino de la imagen.

Jorge Wellesley llama la atención sobre la “in-su-ficiencia” de nuestro universo conceptual. Tratamos de expresar, con lo que decimos, aquello que por naturaleza ya es inexpresable. ¿Qué es, en definitiva, la pregunta por el arte y por la representación metalinguística?

Douglas Argüelles, Sandra Cordero, William Pérez, y Jorge Wellesley son ACPW Art Factory y más: un espacio multidisciplinario que ha consolidado una compresión del arte posnacional para abrirse a experiencias que dialoguen de forma mucho más orgánica con el acontecer internacional del arte; un espacio aglutinador para proveer al arte cubanoamericano de una nueva plataforma de interacción visual y académica.

Como ya habíamos dicho, hablar de arte cubanoamericano nos remite necesariamente al exilio; a diferencia del exilio histórico, estos nuevos sujetos del éxodo intentan desterrar, desde sus obras, la percepción que los convierte en despojos territoriales, en sujetos apátridas.

Douglas Argüelles, Sandra Cordero, William Pérez y Jorge Wellesley han logrado emanciparse de la tutela secular —en el sentido nietzscheano del término— de un sistema totalitario, para reclamar el humano derecho de la libertad.