Una novela más allá del fenómeno ‘swinger’

¿Qué diferencia hay ente leer una novela por puro placer estético o por entretenimiento y leerla como un crítico? 

No pretendo responder esta pregunta en este artículo, pero comenzar estas páginas señalando cómo una de las discusiones académicas, y que no parecen interesar mucho fuera de esos predios, es si se ha arribado en Cuba a una literatura posnacional. 

Ya desde la sociología, en 1994, Roger Bartra había postulado una identidad posnacional para México en los momentos en que se acercaba su transición a la democracia y cuando la imagen de sí mismos de los mexicanos, que se había constituido como cerrada, un enquistamiento en lo nacional, comenzaba a abrirse. 

Cuba, habiendo estado cerrada a la influencia norteamericana durante más de medio siglo, resulta un caso sobre el que pueden construirse analogías con el México de Bartra. Este tema ha llamado mi atención y he encontrado que todavía el tema nacional está vivo en escritoras cubanas como Dazra Novak, Grethel Delgado o Dayneris Machado, por solo nombrar algunas que casi recién empiezan a ser conocidas. 

Sin embargo, la reciente publicación de Me cansé de compartir a mi pareja de Dania Ferro (1984) constituye una novela a medio camino entre ambas interpretaciones de la literatura cubana del último medio siglo. 

Quien había comenzado hace ya diez años como columnista del Diario de las Américas, ha escrito esta, su primera novela pero no primer libro, sorprendiendo al lector con un tema (o más bien un trasfondo, que es la lectura que defiendo aquí) tan alejado de aquella joven que años atrás veíamos en El show de Cristina queriendo buscar apoyo económico para su primer libro. 

La novela aparentemente explora el mundo de los swingers o de los intercambios de pareja, fenómeno de la contracultura posmoderna norteamericana. Es un tema, por tanto, norteamericano y por eso me sorprendió la falta de la típica cubanidad que uno espera de las novelas hechas en el exilio o lo que Gilberto Padilla llama “el factor Cuba”. 

En efecto, en Me cansé de compartir a mi pareja no se encuentra espacio para la narrativa de la reconciliación, típica de los países excomunistas y donde sí puede situarse a dos de las narradoras arriba mencionadas, pero tampoco se ubica en la propia del exilio, pues no hay un paraíso que recobrar. 

Sin embargo, la novela parece de alguna manera dialogar con esa literatura previa sin mencionarla, lo que la hace más compleja de lo que a primera vista parece ser un ejercicio de narrativa sin entrar en las preguntas que otros autores del exilio se han hecho. 

Sol, una fotógrafa de éxito en el sur de la Florida, decide hacer de su matrimonio una relación abierta. Sin embargo, Sol está cuestionando constantemente su decisión, el arrepentimiento no la abandona y aparece una explicación de su remordimiento, un fugaz vínculo con el pasado, pues la protagonista se pregunta qué se ha hecho de aquella jovencita nacida en Cuba mientras vivió allá, la que a los dieciséis años decidió profesar el cristianismo. 

No hay, sin embargo, un paraíso perdido para recobrar, porque no hay una Cuba prerrevolucionaria que recordar y por tanto, idealizar. El rechazo al régimen imperante en la Isla aparece en lontananza en la novela, escasas pero suficientes veces como para hacer de la narración la propia de la emigrada que quiere acceder al sueño americano.     

Leo, su esposo, parece simbolizar aquí el American Dream: nacido en el país, apenas puede hablar español. Es este sueño que parece escapársele a la protagonista, lo que hace de esta novela algo más que una historia de swingers que tampoco está interesada en los códigos del realismo sucio. 

Aquí no se trata de hablar de lo escabroso y decadente que resulta sobrevivir en Hialeah o La Pequeña Habana (ahora tornada en West Brickell, gracias a la gentrificación), donde la pobreza material también admitiría la precariedad moral del swinger, su “perversión”, como lo llama la protagonista; sino en un sur de la Florida caracterizado por sus recientes urbanizaciones, marinas y malls como los que la autora describe en la nueva Fort Myers que, en dos décadas, ha dejado de ser un pueblo para empezar a emular a Miami. 

Ferro no está interesada en recrear el erotismo que nos haría explicable la conducta swinger. Está lejos de una novela como la de su coterráneo exiliado y ya fallecido Carlos Alberto Montaner en La mujer del coronel. A la protagonista la dominan las inseguridades, los celos, el miedo que desvanecen la auténtica actitud swinger, quizás mostrando la inautenticidad de la misma. 

En ese sur de la Florida donde transcurre la historia se vive desde los valores del emigrante: lograr en el menor tiempo posible el dinero que no se pudo lograr en el país de origen. Ahí, donde reina un individualismo que pone en segundo lugar cualquier otro valor, el único aspecto donde pareciera reinar lo colectivo es en aquella área que debía ser precisamente la más individual e íntima: la vida sexual. 

Y es esto quizás el aspecto más interesante de la novela: cómo a la protagonista la persigue la pesadilla colectivista. De huir de una sociedad que priva al individuo de la propiedad, cae en una subcultura donde se priva al individuo de la intimidad sexual. Este mal que se repite, especie de maldición, hubiera merecido atención mayor en la novela, pero la autora escoge otro camino. 

Ferro, en este sentido, opta por mostrarnos la imposibilidad de esta vida: cómo surgen los celos, cómo se empieza a preferir a una de las parejas sexuales. Este colectivismo por otros medios, fracasa. Al negarse a profundizar en el vínculo entre ambas vidas, la previa de Cuba y la de la emigración a los Estados Unidos, en ese peculiar mundo del sur de la Florida que no es ni carne ni pescado, Ferro se queda en la universalidad del tema swinger y no nos da una novela cubana como su autora. 

Es una novela que pudo entrar en la categoría de novela nacional, pero opta por ser posnacional. Queda así, al menos en nuestra autora, lo posnacional no tanto como una condición libremente elegida sino más bien impuesta por las circunstancias. 

Lo posnacional, sin embargo, se queda en un terreno meramente de negación de un contexto cubano que la situaría en una tradición. Es por esto que lectura de esta novela me recuerda además aquella censura que Jorge Mañach dirigiera a La roca de Patmos de Alberto Lamar Schweyer: el hecho de que el protagonista acepte pasivamente la decadencia del mundo burgués de la primera república cubana del que él forma parte (1902-1933). 

Aquí, la protagonista salva su matrimonio, renuncia a la vida swinger, los valores familiares de la emigración cubana (¿y del deep South?) se imponen pero, a diferencia de aquella novela que fuera considerada escandalosa por su temática erótica en la Cuba de Gerardo Machado, la de Ferro no está interesada en profundizar en el tema de la tradición y su pérdida, la que ambas sociedades, la cubana y la norteamericana, comparten, y que queda entonces como un posible tema posnacional sin llegar a adquirir su forma. 

Por supuesto, es esto lo que he hallado en el libro. Otros preferirán pasar sobre la narración, que es sencilla y atrapa sin dificultad, sin ver esta posibilidad que la conecta con una tradición literaria. 

De cualquier manera, Dania Ferro nos ha dado aquí muestra que ha entrado de lleno en el mundo literario. De atreverse a entrar en las preguntas que hemos formulado, su nombre se dejará oír cuando se hable de la narrativa del exilio.





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