César Beltrán nació en La Habana en 1960. Después de sus estudios en la Academia de Bellas Artes de San Alejandro, se graduó en 1983 del Instituto Superior de Arte de La Habana con especialidad en Pintura. En 1992 dejó Cuba para irse a México. Desde 1994 vive y trabaja en Miami.
La obra de César Beltrán, como el arte pop que constituye una fuente de inspiración mayor en ella, es nostálgica. Primero, porque afirma su creencia en el poder de la imagen, cuyas posibilidades sublimatorias son cada vez más embotadas en nuestra sociedad del espectáculo efímero, en un tiempo codificado, consumible, uniforme, banalizado, indiferenciado. Luego, porque todo su trabajo como pintor y diseñador gráfico gira alrededor de la obsesión que representa Cuba, su país de origen, que abandonó hace casi treinta años sin esperanza de regresar.
La obra de César Beltrán juega con los códigos de aplicación de la gráfica urbana, la gráfica propagandística cubana, las vallas y carteles publicitarios; constituye una confluencia de este diseño gráfico con la pintura pop americana y el fotorrealismo. Con un virtuosismo y una habilidad técnica admirables, utiliza el insoslayable poder iconográfico de los viejos coches americanos (símbolos de supervivencia tecnológica y de resistencia cultural), de las insignias patrióticas de Cuba y de Estados Unidos (símbolos de fuerza e hibridez cultural), o de los próceres cubanos (símbolos de la dignidad histórica, de la nación como institucionalidad, como República), para conjeturar un futuro utópico de la nación cubana.
César Beltrán es un pintor sentimental, un romántico extraviado en un mundo desprovisto de romanticismo, un artista melancólico que restituye la figuración de un mundo cuya matriz es una ruina. Un mundo que ni lo imaginario puede rescatar, pero al cual le da forma la materialidad de la pintura, este filtro que limpia nuestra mirada, nuestra visión, nuestra percepción.
Empecemos por un autorretrato: háblame de tu infancia en Cuba, de tu familia…
Nací en el Cerro y viví mi niñez y mi juventud en Santos Suárez, otro viejo barrio de La Habana. Mi hogar era bastante humilde: mi padre era enfermero y mi madre oficinista.
Tuve una infancia común. Un niño en un barrio urbano con mucho tiempo libre. Con algunos juguetes, una bicicleta, patines, y la televisión. En un área con suficientes atractivos como para aventurarme a las vertiginosas alturas de la Loma de Chaple, o a la Zanja de Palatino a buscar pececitos. Teníamos la costumbre de irnos cada verano a alguna casa de alquiler en las Playas del Este, y uno que otro año hacíamos espectaculares e inolvidables viajes al interior de la Isla: a Santa Clara, a Sancti Spíritus, por la legendaria y entretenida Carretera Central.
Dibujaba constantemente. A menos de dos cuadras de mi casa había dos cines baratos a los que iba varias veces a la semana. Dibujaba sin parar lo que veía en el cine: escenas rusas de la Segunda Guerra Mundial, dramas de toreros y toros madrileños, aldeas japonesas salpicadas de raudos samuráis, paisajes panorámicos de batallas campales de tiempos romanos, con cientos de figuritas de bárbaros y legionarios, murallas y máquinas de guerra. Dibujaba usualmente en amplios papeles blancos con los que mi madre traía envuelta la ropa de la tintorería.
Apenas comenzando la adolescencia, a los trece años, solicité entrar en San Alejandro. Hice la gestión yo solo. Mis padres, que siempre estimularon mi afán de dibujar, me apoyaron, pero sin particular entusiasmo.
¿Qué pasó para que te decidieras a ser artista plástico?
Gracias a unos tíos muy cercanos, más cultos y mejor educados que mis padres, desde muy temprano estuve vinculado a “lo cultural”: la lectura, la prensa, visitar museos y galerías, centros culturales, conciertos, etc.
La decisión de ingresar en la Academia, a una edad tan temprana, creo que evidencia la importancia, el interés que ya tenía en mi vida lo visual, la representación de las cosas, la necesidad de decir algo con imágenes.
¿Cómo valoras la enseñanza que recibiste?
La escuela por excelencia de aprendizaje de artes visuales del país, la vieja Academia de San Alejandro, fundada en 1818, me aportó mucho: desde las herramientas básicas del dibujo, la composición, la teoría del color, hasta un ambiente de cultura general, nuevas lecturas, discusiones estéticas; además de un heterogéneo ambiente de muchachos mayores que yo, pero más o menos con las mismas preocupaciones.
Mucha música americana, mucho cine europeo, mucha consulta de revistas internacionales de arte en la Biblioteca Nacional, caracterizan esos años.
Luego, a los dieciocho años, continué estudios en el flamante Instituto Superior de Arte, la ansiada universidad, el centro de “altos estudios”. Fue otra experiencia de válido rigor académico (buen número de semestres de dibujo y pintura con profesores académicos rusos) y de formación e intercambio en cuanto a cultura en general. Accedí a más lecturas, más “nutrición” secreta de asuntos visuales de Occidente, de música (aún americana, cada vez más), de otras experiencias y sueños.
¿De qué manera has evolucionado como artista? ¿Han cambiado tus ideas sobre el arte?
Me gradué a los veintitrés años, en 1983. ¿Qué podía hacer entonces? No tenía la menor idea. Me cuestioné: bueno, soy un profesional “formado” para hacer arte, al nivel más alto que ofrece el sistema escolar de la nación; ahora, ¿cómo se hace “arte”?, ¿qué “arte” haré, y para qué?, ¿dónde y para quién?
A través de diez largos años en el sistema de escuelas de arte, visitando exposiciones y estudios, conociendo estudiantes y profesionales de todas las edades, había adquirido la confusa noción de que lo importante era el prestigio, la fama de ser “bueno”. Nunca vi a nadie vender ni comprar una pintura. Lo máximo era ganar un premio o un concurso. Viajar era una quimera, un privilegio de las élites.
Y veía que algunos de mis antiguos condiscípulos eran integrados, por obra y decisión del “poder” cultural, de las autoridades, a esas élites.
Por mi vieja vinculación al mundo gráfico, fundamentalmente al del diseño (me había pasado media vida realizando carteles de propaganda política, llenos de patriotas, líderes y banderas), mi primer trabajo fue en eso: en un departamento de diseño y gráfica de propaganda oficialista, y vi cómo aquellos antiguos condiscípulos, que habían quedado dentro del sistema escolar, ahora como maestros, comenzaron a hacer carreras profesionales, a exhibir, a ser promovidos, y lo más ansiado: a viajar al extranjero.
Me alcé. Renuncié a todo lo oficial. Me convertí, muy audazmente, en free lance: sin jefe, sin programa, pero cada vez más lejos de las estructuras oficiales, que precisamente eran las que garantizaban carrera, materiales, exhibiciones, viajes, éxito.
Y comencé a pintar. Casi secretamente. Lejos del sistema de galerías y de la “política cultural”, lejos de las agendas y las selecciones y los programas. Vivía de otra cosa: del diseño gráfico, de diseñar despreocupada e irresponsablemente revistas y otros medios impresos. Pero pintar era muy íntimo, desgarrador y frustrante.
El arte se volvió mi sueño, mi libertad, mi modo de protesta, mi avión que no llegaba.
El arte se convirtió en decir lo que pensaba, pero decirlo distinto a los demás, negando los temas y lenguajes del mainstream, de lo impuesto, de los dóciles y los oficialistas. Era pintar americano, occidental, gusano; pero de manera sutil, acomodable, no demostrablemente culpable. Libre, porque no iba a exhibir; no iba a ser considerado ni evaluado, no iba a vender, no iba a viajar.
Y seguí envenenándome de rock and roll y de prensa y literatura extranjeras, viviendo con mi cerebro lejos del sistema y con mi cuerpo y mi habla fingiendo todo el tiempo, frívolamente, en mi leve contacto con el sistema, que es todo en Cuba.
De repente, se operó el milagro de mi escape: de la mano del Azar Todopoderoso, a los treinta y un años de edad, sin absolutamente ninguna carrera de artista, sin haber tenido nunca contacto con un dealer o una galería. Se operó un milagro cuando la parte cultural del gobierno policiaco permitió, tácitamente, que numerosos jóvenes artistas díscolos y molestos se movieran a México, a Madrid, a otras capitales latinoamericanas o europeas.
Eso fue alrededor de 1991, tras el derrumbe del campo socialista y el fin del subsidio y el control soviético. A través de una amiga conseguí una supuesta invitación a dar unas conferencias sobre arte y diseño cubano en México, y aquella política de “dejar salir” me permitió llegar a la Ciudad de México en 1992. La visa era de un mes, pero salí de mi país para siempre. Ya era “libre”.
No he evolucionado como artista. He envejecido como artista, porque en mi ya larga vida no he hecho otra cosa que pintar. El arte es una locura, una fabricación inútil e invaluable. Un medio de expresión y un oficio.
Con los años, he potenciado estos convencimientos. Con los años, menos obras de arte me conmueven. Con los años, sé menos, acepto menos, finjo más.
Mi práctica ha sido mínima, solo en busca de ser eso: práctica, mínimamente útil.
Soy un creador inexistente, marginal, no tenido en cuenta, no “oficial”.
Nunca he tenido ocasión ni necesidad de discutir mi trabajo, de tener algún debate crítico. Nunca he tenido público ni interlocutor. Creo que aprendería mucho si eso sucediera.
¿Qué artistas te han influenciado y a cuáles sigues admirando?
Desde muy joven idolatro el Pop Art norteamericano de los años cincuenta, sesenta y setenta, y creo que varios de sus artistas, los de la pandilla de Leo Castelli sobre todo, pueden haberme influenciado. Warhol, Lichtenstein, Wesselman, Rosenquist, Indiana, Ramos: los consabidos.
También profeso veneración por todo el realismo estadounidense del siglo XX, desde Hopper y Sheeler hasta Wyeth o Estes, pasando por la ilustración de prensa: Rockwell, Elvgreen, y el diseño gráfico americano en general.
Desde la distancia, ¿cómo juzgas a tu generación, la de los años ochenta?
Los ochenta cubanos son una amalgama de personalidades diferentes con un par de elementos característicos comunes: rebeldía ante los lenguajes “oficialistas” del sistema y profunda asimilación y penetración de lenguajes extranjeros, fundamentalmente norteamericanos.
¿Cómo valoras el arte cubano contemporáneo?
Sé muy poco de él. Toda la información que tengo es de Internet, a través de un pequeño teléfono (semi)inteligente.
¿Qué relación mantienes con los artistas cubanos? ¿Y con los otros?
Apenas tengo relación con otros artistas cubanos. No tengo prácticamente ninguna relación profesional con ellos. Tengo algunas relaciones de amistad que han resistido la prueba de los cincuenta años. Cuando hablamos es solo de recuerdos, de travesuras juveniles. No me relaciono con otros artistas. Saludos y ya.
Háblame de tu proceso de creación.
El proceso es kafkiano, por supuesto. Anarquista, caprichoso, naïf. Se me ocurre la idea, el chiste, el “mensaje”, lo conceptual, el “qué”, y lo pienso bastante: días, semanas; le doy vueltas y conformo la idea esencial. Hago entonces un par de garabatos en papel a manera de croquis compositivo, sobre todo para establecer proporciones, ubicación en el formato, escala de valores. El color, que siempre es básicamente simple e instintivo, lo pongo después. Dibujo con cuidado en la tela lo geométrico, lo figurativo. Si hay imagen de origen fotográfico, suelo usar el método de la cuadrícula para dibujarla.
Por lo general, tengo una idea exacta de cómo será el cuadro antes de hacerlo. Esa es la meta, a donde hay que llegar.
Hay azar, pero poco. Paradójicamente, creo absolutamente en el Azar Todopoderoso, que es mi versión particular de lo que llaman Dios.
¿Qué importancia le das al dibujo en tu obra?
El dibujo es fundamental. Un cuadro sin dibujo no es un cuadro. Es muy difícil encontrarlo, controlarlo, hacerlo en el expresionismo abstracto: la pintura que más envidio, pero para la cual nací negado.
¿Cuándo sabes que una obra está terminada?
Soy un vago a nivel psiquiátrico. Tengo parálisis de semanas y meses. Tengo también rachas frenéticas de trabajo. El cuadro está terminado cuando uno llega a la meta, a lo que pensó antes de hacerlo.
¿Qué particularidad tienen la pintura y el dibujo para que continuamente se anuncie su muerte y su resurrección?
Como todo arte antiguo, cavernícola, clásico, medieval, de la edad del hombre, la pintura ha muerto muchas veces, pero nunca se ha muerto de verdad. Y no creo que dependa de los nuevos inventos o la tecnología. El hombre siempre va a pintar. Lo que sí puede morir es su valor o su valoración, porque se agotarán los parámetros para hacerlo. Ya esa crisis existe.
¿Creas sin pensar en un público, sean amigos, coleccionistas, galeristas…?
Pinto pensando en un espectador culto e informado, cubano, cubano-americano, americano, y luego hispano en general. En ese orden.
¿Qué relación mantienes con las otras artes?
Me gustaba el cine, pero hace décadas que no lo consumo.
Llevo más de cincuenta años escuchando rock and roll de radio.
La literatura me formó. Sólida y masivamente. Hoy leo poco.
Cine: Kubrick.
Música: Stevie Ray Vaughan.
Literatura: Hemingway.
No sé un carajo de ballet o teatro o poesía o esas cosas.
Pinto escuchando classic rock de radio, y noticias y comentarios de la radio gusana de Miami.
¿Qué opinión te merece el mercado del arte y el lugar que ocupa el dinero hoy día en este mundo? ¿Piensas que el mercado orienta la creación?
No sé nada del mercado del arte. No estoy relacionado con él en absoluto. No sé vender ni poner precio.
¿Qué relación tienes con los galeristas?
Nunca he tenido relación con galerías. No he conocido nunca a ningún galerista.
¿Qué papel le concedes al arte en nuestra sociedad actual?
Creo que el arte es un lujo de élites que se convierte en patrimonio valioso, en material atesorable, en altas sumas de dinero, en depósito, en inversión. Existe una versión popular en muchos otros medios, para las masas de menos nivel que lo consumen como “arte” en medios populares: murales, televisión, ediciones impresas, medios electrónicos. Las ligas menores, en las que todos saben, pero nadie paga.
¿Cómo valoras tu experiencia como diseñador gráfico? ¿Qué impacto ha tenido en tu obra?
Mi “obra” es diseño gráfico e ilustración en soportes y formatos de pintura.
¿Cuándo y por qué decidiste exiliarte?
Me fui de Cuba por motivos políticos. Sufrí mucho toda mi vida allí. Desde Mariel y la muerte de mi padre en 1981, creció en mí la idea fija de irme para siempre. Me convencí íntimamente de que aquella era la sociedad más injusta y corrupta, donde absolutamente todo era controlado por la cruel y omnipresente policía política; donde todo el mundo era desconfiable, potencial delator, espía o informante; donde para trascender o progresar había que participar definitivamente en ese juego macabro.
Me juré a mí mismo que el primer avión que tomara sería el definitivo: el de escapar para siempre. Pero no tenía ninguna esperanza. Nunca entré en el sistema. Aborrezco profundamente al comunismo.
¿Qué queda de Cuba, y de La Habana, en tu vida y en tu arte?
Cuba y La Habana son una obsesión, un padecimiento psiquiátrico. Todo mi trabajo está relacionado con Cuba. Toda mi vida también. Pero no regresaré nunca, es un viejo presentimiento que tengo.
La Cuba de hoy, en lo político y en lo policiaco, en lo abusivo y lo impune, sigue igual o peor que cuando me fui. Las razones que fundamentaron mi “odio”, mi aborrecimiento, siguen ahí. Tampoco tengo motivos personales: mi madre murió, perdí mi casa. No tengo nada que hacer allí.
Para colmo, no me gustan la mayoría de los cubanos de ahora: los encuentro vulgares, alardosos, incultos e hipócritas, interesados y manipuladores.
Galería
César Beltrán – Galería.
Eduardo Sarmiento: “No me interesa el arte cubano. Me interesa el arte”
“Competir conmigo mismo, no con los demás, (…) esa enseñanza ha sido esencial en todas las esferas de mi vida, fundamentalmente en el arte, pues es estéril comparar el trabajo de uno con el de otros”.