Diango Hernández: el retrato como experiencia interior



No es en el espejo donde hay que considerarse.
Hombres, mírense en el papel.

Henri Michaux, Pasajes

El retrato, la representación esculpida o pintada de la figura humana, es un género profundamente arraigado en la cultura occidental, presente desde la más remota Antigüedad, y que se articula en torno a lo sagrado y lo profano, la sociedad y el individuo.

La ausencia de representaciones pictóricas del ser humano en el arte prehistórico no significa, sin embargo, que no hubiera conciencia del rostro. La cueva de Altamira en España, por ejemplo, muestra un relieve transformado en rostro o máscara. Dos ojos coronados por un arco superciliar y una boca: la cara reducida a los signos necesarios para reconocerlo, un pictograma.

Pero fue sobre todo a partir del Renacimiento, esa época de exaltación del individuo, cuando asistimos al auge del retrato como género artístico por derecho propio, pues una de sus principales corrientes de pensamiento, el humanismo, celebraba la grandeza del hombre y se interesaba por su individualidad.

El arte moderno, a partir de la época de los simbolistas, experimentó una verdadera crisis de la figuración y de la representación en general: no es casualidad, por otra parte, que el síntoma de esta crisis sea más evidente cuando nos referimos al rostro, a la cara, a la cabeza. Retrato o rostro, tipo o singularidad, espejo social o espejo del alma, todas estas distinciones parecen borrarse parcialmente cuando el arte empieza a dudar de su capacidad para representar al ser humano.

En un proceso iniciado por Goya y continuado por Manet y Degas, esta parte del cuerpo, que supuestamente debía ocupar el lugar de la persona entera, fue vaciada de su contenido significativo y expresivo, y transformada en una mera “fachada”.

La mayor parte de la labor de disolución plástica, en la que la despersonalización se transforma en deformación, se concentra en las dos primeras décadas del siglo XX: el retrato se diluye en manchas de pintura coloreada (Matisse), se cosifica en una máscara (Picasso), en una compleja construcción geométrica (Pevsner) o se transforma en un óvalo sin rasgos (los rostros vacíos de Grosz o Chirico).

Al mismo tiempo que se difumina y pierde sus contornos, el rostro deja de ser objeto de significación y abandona cualquier aspiración a desempeñar el papel de garante de la semejanza. De ahí la importancia más que simbólica del resurgimiento del rostro en el arte, observado en los años 1930 en la obra de artistas como Matisse, Picasso, Bacon o también Giacometti, quien en 1935 fue expulsado del movimiento surrealista por André Breton por “delito contra la cabeza”. Breton habría dicho entonces: “¡Una cabeza! ¡Sabemos lo que es una cabeza!”

Ahora bien, la cabeza es precisamente lo que menos conocemos… Y, sin embargo, es lo que más cerca tenemos, lo que quizá más nos pertenece, y lo que no resulta inútil intentar fijar en el espejo del lienzo.

La pregunta que se plantea es por qué se ha vuelto tan difícil representar un rostro. Se trata de un problema a la vez estético y científico, pero también político y ético. Estético: los sistemas clásicos de representación se han quedado anticuados. Científico: ya no vemos lo vivo de la misma manera, diseccionado como lo fue por Freud o Charcot con su lupa psicoanalítica o neurológica. Político y ético: ¿cómo debemos ver el rostro tras el horror desfigurador de Auschwitz? ¿Cuál es la respuesta artística a lo que Jean Clair llama la “desvisibilización” sufrida por el rostro humano en los campos nazis?

Hoy en día, la efigie humana nunca ha tenido tanta difusión ni alcanzado un grado tan elevado de presencia obsesiva. La fotografía y el video han ampliado el alcance de lo que puede mostrarse, las actuales tecnologías de la imagen no sólo son facilitadoras, sino que imponen un modelo de representación a través de los medios de comunicación de masas, avasallando la mirada.

Así, el estado actual del retrato debe verse en términos de hasta qué punto la representación lo ha invadido. De ahí que el orden de la apariencia haya impuesto a algunos pintores un esfuerzo sostenido de imaginación y renovación. Es el caso de Diango Hernández.

Sus retratos se derivan sobre todo de la curiosidad que despiertan en él algunas figuras humanas, a lo que se añade, por así decirlo, su significación estética que se despliega ahí donde el modelo se convierte, para el pintor, en el anuncio de una forma. La prestidigitación del artista consistirá entonces en hacer de esta extinción-combustión del sujeto el tema del arte y la fuente de un nuevo deslumbramiento.

A través de sus retratos, Diango Hernández es un pintor que siente la necesidad vital de captar todas las pulsaciones de una persona, sus líneas de fuerza, de colgar un rostro (ese lugar de la alteridad, ese lugar que está en constante movimiento) al lienzo o al papel para, figurándolo, imprimirlo y fijarlo.

La efigie humana es un significante con múltiples connotaciones; un artefacto a través del cual la relación directa y viva con los demás se transforma en signo. Lo importante es lograr captar lo que va cambiando constantemente: la conciencia de existir y el paso del tiempo (siempre frente a la imagen, estamos frente al tiempo).

El rostro humano es el gran paisaje de Diango Hernández. Sabe que el arte del retratista no puede limitarse a una reproducción exacta; no es en absoluto una réplica servil y exterior del modelo, sino una fidelidad a su esencia interior, a su alma: el poder de la pintura para Diango, como para el pintor chino de la dinastía Song Teng Ch’un, responde a un solo adagio: “Transmitir el espíritu”. Todos los retratos de Diango Hernández atestiguan esta intrusión de un afuera interiorizado por el pintor.

Los retratos de Diango saben, como lo quería Huysmans, “acercarse mucho a la naturaleza para plasmar mejor la discreta vida de la sangre en las redes de la dermis”. Pocos artistas contemporáneos reproducen mejor que él el alma de una mirada cuya agudeza es tal que le obsesiona a uno. En este sentido, su arte es a la vez humano. Es decir, heredero del humanismo renacentista (Gozzoli, Carpaccio, Leonardo da Vinci, Piero della Francesca son referencias para él) y sentimental.

En efecto, para Diango Hernández, pintar un rostro significa proyectar sobre el papel o el lienzo la esencia de un modelo, su doble fluídico, antes que su apariencia: lo que se propone plasmar es cierto fantasma interior y no la nariz, los ojos, el pelo, que están en el exterior.

El trabajo de Diango se inserta ante todo en una indagación de orden puramente estético, en la valorización de los poderes evocadores de la pintura, en el puro genio de la belleza. Aborda el estatus de la imagen en la era de la fotografía y del selfi, ese “egoretrato”.

Diango rehabilita el papel del color y le devuelve su poder emocional. Sus colores son una liberación: proporcionan una condensación de sensaciones físicas y mentales. El rojo del retrato de Marcel, por ejemplo, es el de una sangre joven en un pliegue de carne. En sus retratos, el rostro se desgarra y se convierte en atmósfera.

En realidad, como todos los grandes retratistas, Diango no pinta retratos. Él pinta cuadros en los que, por mucho que quiera pintar a los otros (es decir, medirse con los otros, con una fuerza viva, y crear una representación original de ellos), nunca pintará a nadie más que a sí mismo: ese pintor que nos mira en nuestra amplia y disímil humanidad.



Diango Hernández (Galería)





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