Escucha mi voz singular que te canta en la sombra
Este canto constelado del estallido de los cometas cantores.
Yo te canto este canto de sombra con voz nueva
Con la voz de la juventud de los mundos.
Léopold Sédar Senghor
Douglas Pérez Castro siempre ha sido un fanático de la historia narrada. Lamentablemente, según él, sólo se le han dado con facilidad la pintura y el dibujo, para nada la escritura, “una pasión encubierta pidiendo secreto lugar…”.
Así que, poder rendir tributo al “relato”, ficticio o verdadero, de la historia de Cuba, desde los atributos de esta representación y sugestión del mundo visible o imaginario, en “una superficie plana cubierta de colores reunidos en cierto orden”, es el rasgo principal que caracteriza toda su obra desde el principio, en los años noventa, hasta hoy.
Douglas Pérez contradice el lugar común de que la pintura es un arte burgués, el vector de una cierta idea de lo que podría ser el buen gusto. Un gusto que no llamaría la atención. Un gusto que no haría pensar ni temblar. Un gusto tranquilizador, que no molesta, que no se desborda.
Sin embargo, desde el arte rupestre, los grandes pintores no han dejado de desmentir este cliché y Douglas Pérez se inscribe en la línea de artistas (El Bosco, Gustave Courbet, Picasso, Otto Dix, Frida Kahlo, Kara Walker, George Condo, John Currin y tantos otros) que han roto con este tópico y han convertido la pintura en un territorio altamente sarcástico, cáustico, irónico, mordaz.
Douglas es uno de los exponentes más agudos de la vertiente neohistoricista de la pintura cubana, con una figuración heredada de la vertiente costumbrista decimonónica. Su obra se distingue por sus recurrentes alusiones al trasfondo histórico de la colonización de la corona española sobre el pueblo cubano, que implicó relaciones de tensión entre culturas y sujetos dominantes y otros dominados; y al ingenio azucarero como espacio determinante de la evolución, de la estructura de la sociedad cubana, y como lugar primigenio de la transculturación, ese proceso de resistencias y permeabilidades de una cultura, en sus prácticas y comportamientos, a la que se había impuesto otra cultura.
Pero su obra pone en solfa la iconografía historicista de la pintura y el grabado decimonónicos cubanos hechos por artistas al servicio de la colonia española, como Eduardo Laplante o Esteban Chartrand, quienes fijaban su atención en la representación romántica del paisaje, en particular el sistema de plantación en la geografía insular.
El tratamiento del paisaje cubano estaba supeditado en aquel entonces a la función descriptiva del territorio colonial, un espacio idealizado donde la presencia de la esclavitud era tratada como algo anecdótico y nada reprensible.
Sucedía lo mismo con la pintura costumbrista, cuyo mayor representante era Víctor Patricio Landaluze, quien reflejaba, también de manera placentera, bucólica e idílica, la sociedad cubana de finales del siglo XIX, en particular la vida de negros exóticos felices y radiantes. De ahí la ironía de Douglas Pérez, que es una clarividencia.
Douglas Pérez se interesa en los personajes de los cómics, de los cuadros de género, de los grabados xilográficos del siglo XV (con su imaginería popular y religiosa), de las pinturas y fotografías decadentes… Los desarticula, los pone en orden y los integra a su cosmos personal elevándolos, en su fábula, a categorías de héroes o antihéroes, según el caso.
Muchos de los temas que usa Douglas en sus obras son extraídos del chiste callejero, de canciones y refranes populares, un imaginario heredado en gran parte de la tradición oral africana. Son estas referencias despreciadas por el mundillo del arte y su áspera competencia de imposturas, de dinero, de esnobismo, las que le interesa llevar a un medio supuestamente culto y refinado como el de la pintura.
La obra de Douglas Pérez es una gran burla, su risa resuena en todas sus obras, una risa que no se restringe a la distracción, sino que se transforma en un gesto de protesta contra normas establecidas, en la encarnación de un desahogo, una liberación ante los desmanes y abusos del pasado y del presente.
Existe un refrán judío que Douglas podría hacer suyo: “El hombre piensa y Dios ríe”. Inspirado por este dicho, trato de imaginarme a Douglas Pérez escuchando la risa de Dios, igual que a Rabelais o a Cervantes, quienes no crearon las primeras novelas europeas desde un espíritu teórico, sino desde el humor, como un eco de la risa de Dios, como contradictoras de las certidumbres ideológicas.
De igual modo, Douglas concibe el arte como el contradictor perfecto de todas las verdades, de todos los dogmas. Su risa es, a la vez, su combate contra los agelastas de Rabelais, quienes no sabían reír y estaban persuadidos de que la verdad era clara, de que todos los hombres debían pensar lo mismo, de que ellos eran exactamente lo que imaginaban ser, por no haber escuchado nunca la risa de Dios…
Basta con atisbar su trayectoria artística, exuberante, prolífica, diversa, para descubrir la constante incorporación a su faena de la imaginería y de la memoria que se sustentan con la narrativa histórica, la búsqueda y redefinición identitarias, así como con la historia del arte. Segmenta las barreras de las referencias de la pintura académica para rendir culto a la Pintura, con mayúscula; a la gran pintura antigua y moderna, pero también a la pintura popular, ingenua, primitiva, infantil.
Douglas hace de su conocimiento enciclopédico de la historia del arte el depósito del que extrae su iconografía y, desde el principio, se sitúa en las antípodas del conformismo imperante de las vanguardias que dudan soberanamente de todo y, en especial, de la pintura figurativa. Considera que el arte no puede existir sin memoria ni pasado, sin raíces, lo que sin duda provocará la ira de los idiotas capaces de ver fascismo en cualquier lugar donde se afirme una pertenencia, una identidad, un vínculo con la tradición y el pasado.
Cada obra suya rebosa detalles, referencias, indicios o incluso anacronismos reveladores que provienen de su propia historia, de su intimidad, de sus observaciones, y que confronta con otros indicios extraídos de la historia en general y del arte en particular, de la política, la economía, la ideología, la antropología, la sociología, la filosofía, la religión, etc.
En su formidable capacidad inventiva, en su júbilo por hacer convivir los universos más diversos y contradictorios, en su ambivalencia, en su sentido del choteo, el humor, la parodia, la sátira, lo grotesco y lo carnavalesco, encuentro rasgos que lo acercan de nuevo a mi querido François Rabelais, cuya obra se erige como un monumento literario que transita entre lo real y lo imaginario, y es capaz de abrazar tanto las alturas del idealismo humanista como los excesos de una comedia exuberante y visceral.
Desde la naturaleza muerta hasta la escena costumbrista, desde el fresco mitológico hasta la realidad política y social cubanas, desde los retratos históricos hasta las evocaciones y alegorías religiosas, nada parece ajeno a Douglas Pérez. Esta contagiosidad, esta dilatación semántica, proliferan en oleadas, provocando gangrenas, hibridaciones e hinchazones de los géneros y especies constituidos.
En estas entremezclas de referencias y temas, en estos vertiginosos enredos de formas y figuras, se produce una especie de transubstanciación de lo popular y lo noble, que trastoca y desestabiliza las jerarquías y las convenciones.
La pintura de Douglas Pérez es una zarabanda sagaz. Hay algo mágico, burlesco, extravagante en toda su obra. Hay algo en ella meticuloso, minucioso, abigarrado y mayúsculo, hiperbólico, caricaturesco y fantasmagórico. Pero todo ello está combinado, mezclado en composiciones muy orquestadas, deudoras de una constelación plural, a semejanza de la propia cubanidad, este “ajiaco” según Fernando Ortiz, o de su devenir histórico, esta “causalidad acrónica, isomorfía no contigua, o consecuencia de algo que aún no se ha producido, parecido con algo que aún no existe”, según Severo Sarduy.
Lo impresionante en la pintura de Douglas Pérez es la presencia explícita de su mundo real cercano y su potencia imaginaria. Tiene el poder admirable de arrebatar a lo real una parte de realidad y transportarla en su arte, hacerla existir autónomamente en él y generar una transfiguración de lo trivial. Presenta imágenes de la vida cotidiana cubana, a la manera de un comentario irónico del estado del mundo.
Su obra es una tentativa para volver a dar a la representación una insolencia objetiva y dejar al espectador la tarea de inferir las connotaciones de la interdependencia de las imágenes que aglutina.Sabe que es porque ya no les damos importancia al significado, al valor, al poder y al peligro de las imágenes, por lo que permitimos que una obra de arte sea insignificante. Sabe que la negación de lo sagrado se ha convertido hoy día, por capricho de la dialéctica, en la sacralización de la nada. La nada, es decir, la negación de la memoria en favor de la exaltación del ego.
Así es el trabajo de Douglas Pérez: una secuencia de cuadros pintados al óleo con singular habilidad durante casi 30 años, devenidos nueva alternativa a la percepción divina del mundo, mitológico tamiz que filtra y cuestiona la gran ilusión de que lo que tenemos es garantía para resguardar nuestra posteridad.
Douglas Pérez (Galería):

Cómo resistir a un dictador
La líder opositora Svetlana Tijanóvskaya analiza la oposición democrática de Bielorrusia y lo que necesita para ganar.