El arte de Ezequiel Suárez constituye una bocanada de aire fresco, un palmo de narices, una burla a costa de la cultura seria, al concepto normativo de la belleza que no es una propiedad objetiva de las cosas.
Una oposición radical al arte establecido, complaciente, ilusionista y sentimental; un rechazo a cualquier forma de arte virtuoso, técnico, profesional, doctrinario.
Ezequiel es un defensor del arte como entretenimiento, como distracción, como juego, como experimento, como laboratorio, como signo, como sensación y no como convención, como religión o como valor superior a la vida. Todo le sirve para hacer arte, su ámbito de acción es sumamente amplio: la pintura, el dibujo, la fotografía, la escultura, el performance, el video, la escritura, la creación de objetos, de libros, de ropa…
Con esta interrelación entre los campos artísticos, Ezequiel cuestiona el papel del artista, el estatuto de la obra de arte y del arte como institución, como producción. Su concepción del arte consiste en agotar y superar todas sus posibilidades, su estatuto representativo, con una actitud anticonformista e iconoclasta; se trata de reducir sus rígidas fronteras, de rebajar sus imaginarias alturas. De ahí su fascinación por el arte infantil, el arte primitivo, las artes populares, esto es: la expresión natural, intensa y espontánea de la creatividad humana irreductible y ajena a cualquier explicación racional.
Ezequiel siempre intenta librarse de lo que nos limita, nos define, lo que Gombrowicz llamaba la forma, es decir: la ropa con la que vestimos nuestra desnudez cuando tenemos que encontrarnos con alguien (ser hombre es simular al hombre). Todo cuanto proviene de afuera, del entorno, de la cultura, de la educación, de la familia, de la ideología, etc., que nos moldea de una manera inequívoca, nos convierte en seres semiclónicos de idénticos gustos, opiniones y modos de vida.
Su obra (y también su vida, ya que son inseparables, Ezequiel rompe las barreras que separan la vida del arte) es un campo conceptual que, en esencia, escapa a las definiciones y reducciones, es una actividad poética profundamente unida a la estructura primitiva de la vida afectiva. Se trata de una experiencia, de un estado de espíritu, y todo su quehacer artístico es un intento de respuesta a la pregunta fundamental de Duchamp: “¿Se puede hacer obras que no sean obras de arte?”.
Su obra no constituye una ruptura, sino una transición entre las vanguardias históricas y las prácticas del arte contemporáneo. Lo ejemplifica el uso sistemático de la escritura en su trabajo, siguiendo una de las características de la estética conceptual disidente de los años setenta; pero lo hace desviando el severo intelectualismo de los artistas de aquellos años hacia una vía original: la de usar la palabra con objeto de restituirle su esencia pictórica para probar que la escritura no es plásticamente neutral, que la palabra puede vehicular pictóricamente estados emocionales y psíquicos. Incluso sus palabras borradas o medio borradas, que son a menudo como lemas o eslóganes, cumplen una función pictórica esencial: ocultar para revelar.
Ezequiel fundamenta su trabajo en una estética de la negación: la negación de los códigos artísticos y culturales de las supuestas élites, la negación de la lógica y de la jerarquía, la negación de cualquier forma de encasillamiento. Sin embargo, el arte para Ezequiel no es el caos, sino el caosmos, como decía Joyce, un caos ordenado que proporciona al espectador una visión, una sensación (el arte dilata la percepción).
El arte, para Ezequiel, constituye la materialización de divagaciones mentales totalmente opuestas a la lógica, al utilitarismo, a los principios; es un juego gratuito y espontáneo del espíritu que consiste en trasponer la continuidad indivisible, y por tanto sustancial, del flujo de la vida interior; así como la heterogeneidad radical de los hechos psicológicos profundos, con el objetivo de sacudir nuestra mirada, nuestros sentimientos influenciados y condicionados por la tradición, la cultura, la educación.
De ahí que recurra sistemáticamente al humor, a la ironía, al absurdo, a la frivolidad, a la risa como higiene, como única actitud violenta permitida a un alma delicada como la suya; la risa como propia afirmación de la existencia (“reír es afirmar la vida”, decía Nietzsche) y destruya con ellos los “cajones del cerebro” a fin de restablecer “la rueda fecunda de un circo universal en las potencias reales y la fantasía de cada individuo” (Tzara).
El arte es siempre algo más que los comentarios que se hacen sobre las obras y la vida del autor: la obra de Ezequiel Suárez se encuentra en otra parte (lo mismo que su vida), es algo más que una visión del mundo y del hombre, su creación es un juego sin ninguna intención precisa, sin plan ni objeto (el arte es como la prolongación de la infancia), es un centro de vida tanto más activo cuanto que puede fingir la insignificancia.
En resumen, la obra de Ezequiel Suárez es una de las más libres, independientes, audaces, irreverentes, refrescantes, brillantes, lúcidas, fecundas, inventivas y valiosas del arte cubano actual. Un mundo liviano y profundo que da lugar a composiciones fluidas y volátiles, composiciones revueltas que son a la vez orden y desorden; un mundo abierto a una variabilidad caótica y productora de fluctuaciones incesantes, ilimitadas y entrelazadas en la fuente de las impalpables sensaciones.
Carlos García de la Nuez: travesía de las apariencias
La obra de Carlos García de la Nuez defiende la abstracción natural de la pintura, esto es: la pintura en sí, la que desde las cuevas de Altamira hasta la obra de Picasso, pasando por Velázquez, siempre ha sido abstracción, o más bien concreción de sensaciones específicas. Para él, hacer una obra de arte es volver a los orígenes.