José Rosabal: ‘Nosotros somos el país’

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Las proposiciones alrededor de la corriente plástica que constituye la abstracción geométrica no han dejado de germinar, sobre todo desde la segunda mitad del siglo XX hasta hoy día, cuando vemos todavía entrecruzarse teorías que van desde el minimalismo hasta el arte conceptual y hacen confrontarse el legado de artistas como Donald Judd, Daniel Buren, Sol LeWitt, François Morellet, y muchos más.

José Rosabal participa de esta tendencia artística desde hace más de sesenta años y se distingue por su singular visión de la pintura cuyo propósito es interrogar lo visible a fin de crear una poética propia que conforma una maravillosa ceremonia del conocimiento. Sabe que la imagen también es un objeto cuya objetivación plástica significa una representación; se trata de un significado encarnado. 

La pintura de Rosabal no ha dejado de explorar y profundizar la intrigante geometría del signo y alcanzar la belleza pura, compleja, intrigante. Defiende la fantasía de una armonía inicial, recrea un estado primitivo, las condiciones en que la pureza es posible, en que el objeto y el espacio no están disociados. Su pintura es un proceso de sublimación elaborado con una habilidad metódica ejemplar en medio de la ambigua serenidad del silencio y de una tranquilidad extática que tienen mucho que ver con la mística.

Rosabal radicaliza el tema de la pintura como ilusión, como anamorfosis; pone de manifiesto la utilización de la perspectiva como recurso de descripción y de narración. Su inventiva formal es la de un artista intransigente en cada variación que ejecuta a partir de un repertorio figurativo limitado a sus formas ideales de estructuras armónicas. El suyo es un universo de adentro que representa imágenes inmóviles para pensamientos movedizos.

Un universo de adentro que representa imágenes inmóviles para pensamientos movedizos.

La respuesta artística de Rosabal pasa por la emoción: tiene una profunda convicción del poder emotivo y expresivo del arte; pero sus obras no se refieren exclusivamente a experiencias sensoriales, sino que sugieren cuanto dichas experiencias permiten, esto es, explorar su propio espíritu. Concibe la pintura no sólo como un procedimiento geométrico y óptico, sino como una posición espiritual (geometrizar es pensar…) que condiciona la naturaleza de su trabajo y su proceso singular de representación.

En su obra, Rosabal inscribe signos y colores en el espacio y el plano, condición innata de la pintura, mientras con su ejecución le agrega la noción de tiempo. Su pintura es un “espacio-tiempo”, el espaciamiento del lugar o de la forma que representa y el presente del tiempo que le da lugar. Es el momento y el lugar en que el espacio y el tiempo toman cuerpo y se confunden, en que ambos se hacen visibles, tangibles y son experimentados física y espiritualmente.

Rosabal forma parte de una generación de pintores cubanos que nos ha enseñado que la pintura es mucho más que una forma de expresión artística: se trata desde el principio de un concepto. Es un espacio de resistencia contra las imágenes del poder, las pobres y banales imágenes de moda, las imágenes vulgares mercantilizadas: sub-imágenes que pasan y se consumen rápido.

Esta pintura es un escudo protector contra la consolidación de un régimen simbólico de la pacotilla visual. Es saludable, necesaria, higiénica (nos limpia de las malas imágenes). Esta pintura es un vector de verdad, una visión que le permite rehacer las imágenes, inscribirlas en una duración que excede su temporalidad originaria, y conferirles un halo mágico irrepetible y único.


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Forma geométrica, óleo sobre tela, 40x80cm, 1960


Empecemos por un autorretrato: háblame de tu infancia en Cuba, de tu familia


Nací en Manzanillo en 1935. Mi familia estuvo muy ligada a las guerras de independencia contra España. El primer esposo de mi abuela, Ángel de la Guardia Bello, cabalgaba en la manigua de Dos Ríos con José Martí cuando lo mataron, fue el único mambí testigo de su muerte. Murió dos años después peleando en la misma guerra con el grado de comandante.

Al tiempo, mi abuela se volvió a casar con quien fue mi abuelo. De niño, viví por un tiempo con mi familia en la casa de Panchita Rosales Antúnez, viuda de Bartolomé Masó, otro destacado general mambí. Tengo vívidos y hermosos recuerdos de mi infancia en Manzanillo.

Pero en mi familia no había ni hubo artistas. Mi padre no era realmente un intelectual, pero sí leía mucho. Él estaba muy vinculado con los círculos literarios y artísticos de Manzanillo; estaba ligado a las tertulias que se celebraban los fines de semana en el parque Céspedes.

Fue amigo cercano del intelectual, escritor y promotor de las artes Juan Francisco Sariol que, en su imprenta El Arte, creó la revista modernista Orto, una revista de enfoque liberal que se ocupaba de temas estético-literarios.

Publicaba textos sobre cine, música, moral, historia, pero sobre todo sobre artes plásticas. Fue el grupo alrededor de Orto, mi padre entre ellos, quien en los años 1940 invitó a exponer en la ciudad al pintor cubano Carlos Enríquez. Mi padre no solo colaboraba con la revista, sino que publicó artículos en ella.


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Sin título, tinta china sobre papel, 1966


¿Cuándo se convirtió el arte en el centro de tu vida?


Siempre me gustó dibujar. Recuerdo que desde muy pequeño siempre dibujaba y copiaba figuras de los libros, de los periódicos, algo que siempre seguí haciendo. Constantemente lo hacía, me la pasaba dibujando a línea y a color.

Cuando tenía cerca de 9 años mis padres se separaron. Mi madre, mis hermanos y yo nos mudamos a La Habana. Mi padre se casó otra vez y también se mudó a la capital.

A partir de la enseñanza secundaria, siendo aún adolescente y por interés propio, empecé regularmente a visitar museos. Mi hermano Joaquín y yo, quizás estimulados por todo ese ambiente cultural que se respiraba en casa, siempre tuvimos marcados intereses artísticos. Él en la literatura y yo en el arte.

En mi caso, seguía pintando con entusiasmo por mi cuenta; en algún momento, con el apoyo de mi familia, decidí ingresar en la Academia de San Alejandro donde recibí una formación académica.


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Gold Pink, dibujo sobre papel, 56×76 cm, 2000


¿Qué pasó para que te decidieras a ser artista plástico?


No recuerdo a nadie, ni siquiera a algún pintor o artista, que me ayudó o estimuló a ser artista. Todo fue espontáneo y natural. Por ejemplo, a Mariano Rodríguez lo conocí de joven porque su familia vivía cerca de la casa de mi padre en Almendares. Él solía visitar a mi papá y a su esposa.

Como casi todo el mundo, por las tardes salíamos a sentarnos al portal y hablábamos con la gente, con los vecinos y con todo el que pasaba, Mariano entre ellos. Siempre le saludaba y conversábamos un rato.

Un día, mi padre le mostró una carpeta de mis trabajos, eran dibujos geométricos. Él le comentó que la geometría era lo que estaba en boga en el arte contemporáneo y que yo debía seguir por ese camino.

No fue hasta después de terminar los seis años de estudios en San Alejandro, después de la revolución del 59, cuando le conocí mejor en la Unión de Escritores y Artistas de Cuba. Entablamos una buena amistad. Años más tarde, conocí y trabajé en el Palacio de Bellas Artes con Celeste, su segunda esposa.


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Brutalist Series, díptico, 54x160cm, 2020

Brutalist Series, díptico, 140×223 cm, 2020


¿Cómo valoras la enseñanza que recibiste?


Estudié en la anexa de San Alejandro y, en general, fue una buena experiencia, una enseñanza con mucho rigor académico. Tuve buenos maestros como Esteban Valderrama, Ramón Loy, Florencio Gelabert, María Ariza, entre otros.

A pesar de las exigencias académicas, algunos llegaban a ser muy liberales hacia el arte contemporáneo, lo permitían, se conversaba sobre las nuevas tendencias artísticas, pero no estimulaban que los muchachos experimentaran.

Cuando estaba en la Academia, me gustaba mucho dibujar la figura humana, el cuerpo desnudo del ser humano es muy bello, algo que aún a veces sigo haciendo.


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Eppur si muove (red and grey), 122×170 cm, 2015-2019

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Eppur si muove (blanco y negro), 122x170cm, 2015-2019


¿De qué manera has evolucionado como artista?


Mientras en San Alejandro aprendía los principios esenciales de la pintura, leía por mi cuenta y con avidez revistas de arte. Frecuentemente, Servando Cabrera Moreno, mi amigo, me invitaba a su casa para consultar revistas y libros de arte contemporáneo que no eran fáciles de encontrar.

Para ese entonces, regularmente solía visitar las galerías de arte que había en La Habana. En esos años de finales de los 50 estaba de moda y se podía encontrar por la ciudad el expresionismo abstracto, la geometría gestual y la geometría concreta de filo duro, cortante.

Así, a partir de 1957 más o menos, conocí y visité con frecuencia la galería Color Luz de Loló Soldevilla, y también la Galería Cubana, de Florencio García Cisneros.

Una década después, ya viviendo en Nueva York, expuse en la galería que él tuvo en la ciudad junto a artistas como Hugo Consuegra, Carmen Herrera, Waldo Balart y Agustín Fernández, entre otros.

En los años 1950 era común que nos reuniéramos en la galería que Cisneros tenía en La Habana con otros estudiantes de San Alejandro, en especial con aquellos no defensores de la academia, los que, como yo, tenían más afinidad hacia el arte contemporáneo.

Se armaban unas tertulias espontáneas, hablábamos mucho sobre arte y se creaba un ambiente intenso de debate; era realmente un lugar interesante. En su galería, Cisneros exponía mucha pintura abstracta de cubanos y artistas internacionales, sobre todo venezolanos.

También nos encontrábamos con frecuencia en el patio central del Museo de Bellas Artes para hablar sobre arte, pasábamos horas y horas conversando.

A tu amigo Salvador Corratgé, no le conocí en San Alejandro, sino después, en el mundillo del arte. En cambio, a quienes conocí en la escuela fue a Carmelo González y a José Mijares, fue en mi último año de San Alejandro. Ambos impartieron clases allí.

Tuve amistad con Carmelo y su esposa, él hacía más bien una pintura figurativa, muchas veces con temas políticos y sociales. Sin embargo, nunca me dijo nada sobre la abstracción que a mí me interesaba, no le importaba que yo la hiciera o no.

Fue con Mijares con quien me metí en la pintura geométrica, y mantuvimos una amistad hasta su muerte. Lo visitaba mucho en su casa de la calle San Miguel donde vivía con su pareja, la crítica de arte Rosa Oliva.

En el exilio, cuando yo iba a Miami, le visitaba y hablábamos con frecuencia por teléfono. Colaboré con él en más de un proyecto editorial. Por ejemplo, en los años 1970 me invitó a ilustrar la revista literaria Alacrán Azul.

Mijares era bohemio y muy sociable. Lezama Lima, con su lenguaje interminable, hablaba de él con cariño y fascinación. A pesar de su interés marcado por la abstracción geométrica, esporádicamente Mijares seguía haciendo de forma comercial pintura figurativa. Pintaba unas figuras alargadas y tristes que casi eran monocromáticas, pero se vendían. Rosa se iba a la esquina de Galiano y Neptuno con un par de ellas bajo el brazo y se las vendía a la gente que pasaba.

Los años en que se dedicó al arte concreto, a finales de la década de los 50, fueron los mejores de Mijares. Fue entonces cuando Loló Soldevilla lo incluyó como miembro del grupo de los 10 Pintores Concretos. Grupo al que años más tarde me invitó Sandú Darié, a través de Corratgé. Para mí, fue una experiencia corta en tiempo, pero trascendental.


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Serie Ventanas, red and yellow, acrílico sobre tela cruda, 122×142 cm, 2018


¿Eres reacio a explicar tu trabajo, al acercamiento crítico?


Soy una persona de pocas palabras y no me gusta explicar mi trabajo, pinto y ya. No me gusta hacer literatura del arte, si fuera así escribiría. Pienso que este es el trabajo de otros y no es para mí. Eso sí, me complace ver cómo otros descubren mi pintura y escuchar lo que tengan que decir. Pero todas mis pautas las doy cuando pinto, en la pintura en sí.


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Sin título, díptico, 172×244 cm, 2019


¿Qué artistas han influido en ti y a cuáles sigues admirando?  


Los primeros artistas que me influenciaron fueron los grandes maestros de la pintura universal, como Da Vinci, Miguel Ángel, Velázquez, Goya y otros; pero con los que me identifiqué fue con aquellos que descubrí en los magazines de arte contemporáneo.

Primero fueron los artistas franceses Auguste Herbin, con el que Carmen Herrera estableció una amistad en París, y Serge Poliakoff. Después, los expresionistas abstractos americanos. Más tarde, Ellsworth Kelly, cuya obra ya conocía desde Cuba.

Cuando llegué a vivir a Nueva York, en el MoMA pude enfrentarme con Barnett Newman y Ad Reinhart, así como con otros artistas de esa generación. Se hacía mucho minimalismo por esos años, y en las galerías neoyorquinas había mucha pintura geométrica, como la de Kenneth Noland, Frank Stella y Brice Marden, que son artistas a los que sigo admirando.


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Serie Windows, Orange, acrílico sobre tela, 218×244 cm, 2018


Desde la distancia, ¿cómo juzgas a tu generación, la de los años 1960?


No soy de juzgar a nada ni a nadie. No hay duda de que, como todos los jóvenes, teníamos muchas ilusiones con respecto al grupo de artistas que surgió en Cuba en los años 1960, pero para muchos no se cumplieron.

La revolución del 59 marcó una pauta, un camino, y muchos se entusiasmaron con los cambios que estaban pasando, pero la escena se ensombreció muy rápido. Se armó una cerrazón.

Enseguida se impuso en el arte la necesidad de defender una ideología política. De pronto se armó toda una lucha entre figuración y abstracción. Fue una batalla lacerante, castrante y, total, para nada. Los comunistas querían un arte didáctico, con mensaje. Para mí, era un sinsentido. Si bien no hubo censura explícita, sí hubo zonas de silencio que desestimularon a muchos.

Por aquella época, mis amigos cercanos eran Umberto Peña, que desgraciadamente acaba de morir, Eduardo Cerviño, Juan Boza, Orfilio Urquiola, Osneldo García, Lesbia Vent Dumois, Ñica Eiriz, Guido Llinás, Ofelia Gronlier, Ana Rosa Gutiérrez, Alfredo Sosabravo, entre otros.

Si revisas la lista, verás que poco a poco casi todos hemos terminado viviendo fuera de Cuba en busca de otros horizontes, de aires frescos.


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Sin título, 150×120 cm, 2020


¿Qué relación mantienes con los artistas cubanos?  


En la última década he regresado de manera estable a exhibir mi trabajo con artistas cubanos, lo cual me agrada mucho, porque me ha reconectado con el pasado que había puesto a mis espaldas, y en especial porque me reconecta con los jóvenes. He logrado tener relación con varios.

Todo empezó en Miami con la exposición The Silent Shout: Voices in Cuban Abstraction 1950-2013 en Art Space Virginia Miller Galleries, que fue una recreación de una exposición histórica, paralela a una Bienal de la Habana, titulada Pinturas del silencio, creo que en 1997. Esa exposición habanera pretendió visitar los pasos del grado de “abandono” de la abstracción en Cuba, más bien de una no abierta censura.

La exposición de pintura abstracta anterior a esta había ocurrido en 1963. En The Silent… se mostraron obras de artistas muertos y viejos, como Loló, Hugo Consuegra, Sandú Darié, Pedro de Oraá y mías, pero también de artistas más jóvenes como Carlos García de la Nuez, Luis Enrique López-Chávez y José Ángel Vincench que fue uno de los curadores junto a Janet Batet y Rafael DiazCasas. Fue un resurgir que tuvo mucho alcance de prensa y repercutió en lo que vino después.

Para mí, fue una exposición importante por varias razones. Entre ellas pude reencontrarme después de casi cuatro décadas con mi amigo de juventud Salvador Corratgé, quien estaba de visita en Miami, y con quien hice una exposición dos años después, a pesar de su repentina y triste muerte.

También me volví a encontrar con Pedro de Oraá, a quien no veía desde los tiempos del grupo de los 10 Pintores Concretos. Nos reencontramos en Nueva York para la exposición Concrete Cuba en David Zwirner Gallery, y finalmente en La Habana para la XII Bienal.

Desde de The Silent…, nació una amistad mutua con Vincench, que nos ha mantenido en contacto, y hoy estamos estudiando la posibilidad de hacer un proyecto juntos. Algo que me ilusiona porque respeto su trabajo por la calidad artística y su integridad conceptual, a pesar de las restricciones.

También he estado en contacto con un grupo muy activo de jóvenes artistas de Manzanillo, la ciudad donde nací. Entre ellos, y en especial con José Yaque, quien incluso me ha visitado aquí en New York City.

No sé si lo has notado, pero algo pasó en Manzanillo con la abstracción, muchos artistas de allí se han interesado en lo abstracto, como Julio Girona, Joaquín Ferrer y Yaque, quien la usa, entre otros artistas cuyos nombres no recuerdo ahora.

Estos encuentros con artistas cubanos jóvenes han sido algo muy estimulante que me ayuda a seguir trabajando, porque a pesar de las décadas de exilio y el “desarraigo” la conexión con el lugar de donde vengo sigue siendo fuerte y emotiva. Me siento muy cubano.


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Sin título, serigrafía, 38×28 cm, 1961


Háblame de tu proceso de creación.


Me gusta dibujar, me gusta pintar. Hago muchos bocetos, dibujo mucho, los coloreo, los miro y los vuelvo a recrear y, al final, los paso definitivamente a la pintura, a la tela. Esta es la esencia de mi proceso.

Antes de pintar, hago una infinidad de bocetos, proyectos previos para de ellos escoger con qué me quedo. Los bocetos son tanteos, hago cambios sobre los cambios. Igual, al pintar no me falta la espontaneidad, a pesar de haber trabajado la idea anteriormente.

Hay veces en que también modifico mis bocetos finales, si se quiere es como una especie de “geometría gestual”, donde de alguna manera no dejan de estar vivas la improvisación y la espontaneidad.

No hay duda de que la geometría concreta es racional, para mí su esencia es ir combinando y componiendo con las formas geométricas que son de mi agrado como el cuadrado, el rectángulo, el triángulo, el círculo, el semicírculo. Me siento muy bien trabajando con ellas.

Así, en la medida en que voy ajustando la composición hago lo mismo con los colores, juego con su intensidad y busco el contraste. De la infinita gama de colores me siento mejor trabajando con los brillantes-intensos, aunque he usado en oportunidades tonos pasteles.

Para mí, está claro que un color cambia su valor al estar al lado de otro, independientemente los colores no funcionan igual. En mi proceso de trabajo la relación entre los colores es importante, y tiene mucho que ver con la teoría del color de Josef Albers.

Al pintar, juego con esas ideas de combinaciones, voy tanteando. Cuando pongo un rojo al lado de un verde, cuando pongo un amarillo al lado de un rojo… voy experimentando con sus valores y tonos.

Conocer y manejar estas teorías del color me ayudó mucho durante los años en que trabajaba en el diseño textil; a diario las ponía en práctica. Fue una época intensa e interesante de mucho ejercicio visual con el color, que de alguna manera veo ahora que sale en mi pintura. No puedo ocultar que me gusta el color, no me restrinjo en su uso, no lo temo. En mis pinturas de los últimos años encontrarás que hay una explosión de color, un uso pleno de este.

De igual manera, nada de esto impide que en ocasiones, cuando tengo deseo de hacer algo expresionista o puramente gestual, lo haga también, no me autolimito. Pero es lo menos, esos impulsos han quedado cada vez más atrás, porque me identifico con lo geométrico.


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Sin título, tinta china sobre papel, 1966


¿Qué relación mantienes con las otras artes? ¿Cuál es su importancia en tu vida y en tu trabajo?


El ballet y la música me gustan mucho. Disfruto mucho el ballet, el movimiento, la belleza del cuerpo de los bailarines desplazándose en el espacio. En algunas de las últimas series de pinturas le he dado mucha importancia al movimiento, a la óptica y al ritmo del movimiento visual.

En el momento de componer una pintura, voy creando un ritmo visual, y para hacerlo me ayuda el considerar el ritmo del movimiento que experimente en una función de danza o ballet. Asimismo, formalmente, al componer visualmente en mi cabeza, con frecuencia me remito a la música, tanto clásica como popular, que escucho cotidianamente.

La ópera es un arte que me fascina, por el drama y la grandilocuencia del espectáculo. Fui por años suscriptor del Metropolitan Opera House aquí en Nueva York, pero desde la pandemia no he regresado. No puedo caminar como antes.

En mi pintura, también mantengo un diálogo con el cine que en oportunidades me aporta temas. Veo y disfruto mucho cine clásico, en especial norteamericano, lo que se conoce como el viejo Hollywood. Disfruto de sus temas transcendentales y del drama entre personajes que en ocasiones dan motivo a mis pinturas: se transfiguran para mí en formas geométricas y colores.

Definitivamente, una de las artes con la que más converso es la arquitectura; me fascinan los nuevos edificios. En eso, Nueva York es la ciudad ideal, se renueva constantemente. Es increíble la rapidez con la que se construye aquí, la velocidad con la que cambia la ciudad.

En más de una pintura he tratado de captar la ebullición de ese crecimiento, su ritmo y dinámica. He vivido por décadas en Manhattan Upper West Side y las edificaciones a mi alrededor no dejan de inspirarme.

Por ejemplo, tengo predilección por la arquitectura de Jean Nouvel. Ha diseñado varios edificios aquí, pero hay uno en especial en el área de Chelsea que es muy interesante para mí por la forma abstracta con que define la façade.

Crea una tensión muy particular, cuando cubre en su totalidad la fachada semicurva, combinando ventanas de diferentes tamaños y formas que simulan cierto caos por apuntar a diferentes direcciones. La forma en que Nouvel organiza esas ventanas me recuerda a cómo Mondrian organizaba internamente sus pinturas. Teniendo ese edificio en mente pinté una serie que llamé Windows.


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Sin título, acrílico sobre madera, 1967


¿Cuándo y por qué te exiliaste?


En 1968. Fue una decisión que tuvo fuertes raíces familiares y profesionales a la vez. A los 30 años, nunca había salido de la Isla y necesitaba salir; lo necesitaba, en particular para mi formación artística.

Sentía una increíble atracción por el mundo, por enfrentarme a los museos, ver las obras de los artistas que conocía a través de libros y revistas. En la Cuba de aquella época, en los círculos pictóricos, si tú no habías tenido formación europea, no te consideraban.

Al que no había ido a París o a Nueva York, no lo respetaban. Imaginarás que el no haber viajado fuera me hacía sentir inseguro. Inseguro por mis conocimientos, por mi manera de expresarme artísticamente. No era lo mismo estar viendo las obras en publicaciones que estar frente a ellas directamente en un museo, ver su escala, analizar su ejecución, etc.

En esa época, en Nueva York vibraba el Pop Art de Andy Warhol y Lichtenstein, del grupo que ya conocemos, estaba también en auge el minimalismo. Y en Cuba no se veía nada de eso.

A la Revolución la abstracción no le interesaba. Si bien a nadie le prohibieron pintar abstracciones, no había duda de que en la Isla después de 1959 el arte abstracto estaba fuera de lugar, no era apreciado. Era percibido como elitista, era acusado de darle la espalda a la realidad. A los tres o cuatro años del cambio de gobierno, la situación se puso tensa.

Fueron momentos difíciles, mis hermanas se habían ido del país, y con mi madre quedamos mi hermano y yo. A ambos nos obligaron a ir a trabajar en la agricultura por varios meses antes de autorizarnos a salir del país.

Cuando dije que pensaba viajar, perdí mi trabajo en el Palacio de Bellas Artes como asistente de Lezama Lima, trabajaba con Ofelia Gronlier. Por ese tiempo ya Umberto Peña me había invitado al Taller Experimental de Gráfica. Mientras tanto, tenía mi estudio en la casa de Julio Berestein, fotógrafo oficial del museo.

Esa decisión de querer uno irse de inmediato te convertía en un apestado, la gente dejaba de tratarte, de visitarte, de saludarte, por miedo. Igual muchos me apoyaron. Por ejemplo, recuerdo a Marta Arjona, una intelectual y artista muy comprometida con el Gobierno, que se hizo funcionaria cultural. Fue muy gentil conmigo, y de gran ayuda a pesar de que me pidió que repensara mi decisión de migrar.

Sigo queriendo a mi tierra y prácticamente puedo decir que lo mío no fue un exilio, sino una salida voluntaria. Nadie me obligó a irme, como hacen ahora, simplemente yo quería y necesitaba vivir fuera, tener otras experiencias, pero en ese momento eso no era posible, todo era muy radical, en blanco y negro.

Por aquellos años, muchos artistas buscaban becas del gobierno o puestos diplomáticos para tener esas experiencias y poder viajar, como Corratgé lo hizo, pero no fue mi caso.


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Estructura, acrílico sobre madera, 80×68 cm, 2008


¿Cómo fue tu vida en el exilio?


Nunca más regresé a Cuba, porque toda la situación se fue complicando mucho con la Guerra Fría, los viajes se dificultaban y casi no me quedaba familia allí.

En Estados Unidos, después de intentar muchas veces encontrar un lugar como pintor, se hizo complicado. En un principio, en Nueva York expuse en instituciones y galerías que se concentraban en mostrar a artistas de origen latino, pero tuve problemas de subsistencia y dejé la pintura a un lado por un tiempo.

Enseñé arte en diferentes escuelas y universidades, junto a Juan Downey por ejemplo, un artista conceptual de origen chileno con el que tuve una cercana amistad.

Dando tumbos, me reencontré con Inverna Lockpez, joven artista muy interesante, miembro del Grupo Espacio, el segundo que fundó Loló Soldevilla. Hacía un tiempo que ella vivía acá y me dio buenos consejos, pero como yo, ella buscaba su propio camino. Supe luego que llegó a marcar pauta en el arte en Nueva York con la galería que creó en INTAR.

En esos primeros años, también conocí a Waldo Díaz-Balart y trabajé en su estudio, se convirtió en amigo cercano. Ya había puesto distancia con el círculo de Andy Warhol donde se movía, y al poco tiempo se fue a vivir a Europa.

Fue Waldo quien me presentó a Carmen Herrera. Ella siempre fue una señora respetable que gozaba de una situación económica estable, proveída por su esposo. Compartimos muchas veces en exposiciones y con amigos comunes, como el arquitecto Enrique Fuentes y con el también arquitecto y pintor, alma del grupo cubano Los Once, Hugo Consuegra.

Conocía a ambos desde Cuba. Enrique cruzó la frontera con Canadá después de que terminó su compromiso de diseñar y producir, en la feria de Montreal 1967, el Pabellón de Cuba junto a Vittorio Garatti.

Él, aunque tenía una posición en el gobierno como ayudante de Celia Sánchez, la secretaria personal de Fidel Castro, venía huyendo de la persecución que se había desatado en la Isla contra los homosexuales. Aún hoy somos vecinos.

Hugo Consuegra y Rita, su esposa, fueron amigos cercanos desde Cuba. Cuando en 1962 dijo que se iba del país, nunca le di la espalda y seguimos visitándonos. Fuimos amigos hasta que él murió aquí en Queens, este enero hizo veinte años.

Después de un tiempo, encontré un trabajo estable como diseñador textil, donde conocí y compartí con muchos artistas que venían huyendo de Europa del Este. Tuve que enfocarme mucho en mi trabajo de diseñador. Era un trabajo que requería mucho tiempo y esfuerzo, todo se hacía manualmente, no con computadoras como ahora, y tenía que trabajar mucho. Me pasaba horas y horas diseñando, dibujando, pintando.

Después del trabajo, no me quedaban tiempo ni fuerzas para hacer mi obra. En esos años viajé mucho a México y Europa, donde me encontraba con amigos. En París, siempre me recibía con cariño Guido Llinás. Era una persona muy jovial y dicharachera. Muchas de las fotos de mis visitas a la ciudad fueron hechas por él.


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Estructura, acrílico sobre madera, 80×68 cm, 2008


¿Y nunca regresaste a Cuba?


A Cuba no regresé hasta el año 2015, y ha sido solo una vez, por invitación de Juanito Delgado para su proyecto de Detrás del Muro a raíz de la XII Bienal de La Habana.

Unos años antes, mi trabajo había empezado a aparecer en exposiciones allá. Tuvo que ver con la renovada atención que se le dio al grupo de los 10 Pintores Concretos. Fue la entonces curadora del Museo Nacional de Bellas Artes, Elsa Vega, quien mostró mis pinturas, y desde entonces han aparecido de forma regular en exposiciones del museo, que tiene una cantidad considerable de mis trabajos en su colección.

Esa visita durante la Bienal fue inesperada, muy agitada y corta, apenas unos días. A la vez, fue muy emotiva, pues exponer en el Malecón, a unas cuadras de nuestra última casa familiar en La Habana, fue un azar agradable.

La idea del mural portátil, Fuente de Luz, era jugar con la reflexión de la luz sobre el mar Caribe que llega al muro. Todo fue tan rápido que no pude contactar con viejas amistades y conocidos. Pero tuve el gusto de caminar por el Prado, sentarme en el Parque Central, en el mismo lugar donde lo hacía de adolescente, cuando trabajaba para un agente naviero americano que tenía sus oficinas en la Manzana de Gómez.

Ahora tiene lugar en la galería Factoría Habana la exposición La Línea en fulguración dedicada a mi obra, pero no pude viajar. En este momento allá todo es muy precario, y no quiero exponerme a un accidente; además hay otros temas legales. Pero estoy muy contento con la exposición y me gustaría verla.

Me ha emocionado saber que las instituciones cubanas guardaban tanta obra mía, como la Casa de las Américas, el Taller Experimental de la Gráfica y el Museo Nacional de Bellas Artes. La de Casa fue donación por los premios que gané.

El Taller de Gráfica guarda muchísima obra que hice allí. El Museo Nacional me compró una obra, pero las otras fueron las que se quedaron en mi estudio en casa de Berestein. De alguna forma, a la muerte de su madre terminaron allí.

En esta exposición, siento gratitud por la cuidadosa selección de la curadora Concha Fontela, pues muchas de esas obras nunca se habían expuesto. No hay duda de que ella logró con La Línea… presentarme en La Habana a los más jóvenes, así como fracturar el estereotipo que se tenía de mí, como que lo único que hice fue ser miembro del grupo de los 10 Pintores Concretos, el más joven y el único que aún vive.

Ha sido muy agradable reencontrarme con mi propia historia, pero en eso también Rafael Díaz Casas es responsable porque, como lo hizo con Carmen Herrera, ha sabido encontrar cada paso que di y me ha empujado a seguir trabajando. Ha hecho un minucioso trabajo de reconstrucción histórica que agradezco.

Décadas atrás, en una mudada entre Los Ángeles y Nueva York, se perdieron unas cajas que tenían materiales de mi archivo artístico. Todo se perdió y ha costado recuperar lo que tenemos.


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José Rosabal en La Habana, Cuba.


¿Qué representa Cuba en tu vida y en tu arte?


Artísticamente, me agrada y me siento orgulloso de que se me vea como artista cubano, aunque no viva o vuelva a vivir allí. Saber que los de mi generación, a pesar de los años de silencio, se acuerdan de mí y que los jóvenes se interesan en mi obra y quieren conversar conmigo, es una sensación de pertenencia muy agradable. Lo que no me sucede en Nueva York, porque de alguna manera vivo cada vez más aislado.

Además, tú sabes que a pesar de los años de vida fuera de la Isla, de no visitarla durante tanto tiempo, del obvio desarraigo, me siento cubano. Le sucedía lo mismo a Carmen Herrera. Uno nace con esa marca, es de aquel lugar.

Asombra ver cómo políticos, gobiernos y regímenes se esfuerzan en definir quién es uno, es absurdo. En mi caso, mi historia personal y la de mi familia, es parte de la historia del país. Nosotros somos el país, somos Cuba.



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1-Alfredo Sosabravo, 2-Eduardo Abela, 3-José Rosabal, 4-Salvador Corratge, 5-Antonia Eiriz, 6-José Masiques, 7-José Antonio Díaz Peláez, 8-Lesbia Vent Dumois, 9-Manuel Vidal, 10-Pablo Armando Fernández, 11-Fayad Jamís, 12-Raúl Martínez, 13-Mariano Rodríguez, 14-Servando Cabrera Moreno, 15-Antonio Vidal.




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Carlos Rodríguez Cárdenas: ‘Cuba y La Habana se van a recuperar’

François Vallée

Luchamos contra el régimen desde los valores del arte y su posición, pero llegaron los años 90 y todo siguió igual, llegó el 2000 y siguió igual, y llegó el 2020 y siguió igual.






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