Conocí a Raúl Cordero en La Habana a mediados de los años noventa, pues viví por un tiempo frente a su apartamento en la Avenida de los Presidentes. Su personalidad, su vida, su arte, me cautivaron inmediatamente.
Raúl Cordero vivía como le daba la gana, pintaba cuando quería, salía mucho por la noche, hacía fiestas en su casa, escuchaba buena música, sabía mucho de arte (de todas las artes) y jugaba al tenis, como yo. Aprendí mucho viéndolo, observándolo, tratándolo. Muchas veces, por la tarde, iba a su apartamento, donde vivía con su madre y su tía, para verlo pintar.
Ese apartamento era precioso, minimalista, lleno de cuadros suyos, con vista al mar, al parque deportivo José Martí y a la Avenida de los Presidentes. Olía a pintura, a aguarrás, a salitre.
Raúl Cordero pintaba figuras sacadas de películas norteamericanas, como actores o actrices; recortaba y pegaba, ponía y yuxtaponía imágenes, texturas, signos que nada tenían que ver con Cuba ni con el arte que se hacía en Cuba por aquel entonces. También fue uno de los primeros artistas cubanos en trabajar con ordenadores, videos, procesos de edición digitales…
Cuando se mudó a su apartamento de la calle Línea, en los años 2000, lo seguí visitando; lo miraba pintar, conversábamos mucho, y después íbamos a jugar al tenis.
Observé atentamente la evolución de su obra. Nunca se rebajó a usar fórmulas para crear, ni a ningún simulacro de “iluminación”; su pintura es lo que es: sigue, tantea, como si pintando aprendiera a pintar. De ahí la subversión de su andadura estética, que desafía cualquier categorización simple, ya que instaura una relación distanciada con la pintura que le permite observarla, analizarla mejor (son sus efectos los que le interesan, no sus supuestas causas) y comprobar sus infinitas potencialidades formales, pero también sus escollos.
Recrear las imágenes a través de la pintura, como hace Raúl Cordero, significa pensarlas, darles una calidad analítica, inscribirlas en una duración que excede su temporalidad original, conferirles un aura (la pintura produce aura por el misterio de su apariencia y por ser una materia viva, palpable, cambiante, sensual, lo cual exacerba el anhelo de mirar) que potencia (a través de la iconización que otorga a la imagen un mayor valor simbólico) su posible banalidad o insignificancia. Su pintura pone a prueba el impacto de la belleza. Hace más consciente y menos pasivo el acto de ver; interroga físicamente la visión.
Desde que vive en México, Raúl Cordero y yo no nos hemos vuelto a ver, pero nos mantenemos al tanto de nuestras vivencias. Su obra sigue creciendo; miro todos los días lo que pinta en su cuenta de Instagram y, como Beckett frente a la obra de Bram van Velde, me inclino simplemente, maravillado.
Empecemos por un autorretrato: háblame de tu infancia en Cuba, de tu familia, de tus padres…
Yo nací en El Cerro, en La Habana, y mis padres trabajaban en el gobierno. Mi familia era lo que la gente llama en Cuba una familia “integrada” a la Revolución. Y, posiblemente, haber crecido en un ambiente donde ya todo estaba dicho y no había espacio para otras ideas, me hizo querer algo que no fuera así, admirar a gente diferente y desconfiar un poco de “la lógica” en la que se amparaban todos los razonamientos que me inculcaban, desde mis padres hasta la escuela.
¿Cuál fue tu primera emoción estética? ¿Qué pasó para que te decidieras a ser artista plástico?
A mí, desde muy pequeño, me emocionaba todo lo que demostrara virtud humana. Desde escuchar tocar un violín, hasta ver pinturas, danza, o incluso un edificio muy alto, o decorado. Mi madre siempre me recuerda una vez que comencé a llorar viendo una silla en un museo. Creo que era una silla del estilo de la dinastía Ming en China. Ella nunca pensó que yo estaba emocionado por ver esas formas, y nos tuvimos que ir del museo. Interpretó que yo me sentía mal, o que estar allí me hacía daño.
Desde que era un niño, mis padres evitaron por todas las maneras posibles que yo estudiara arte. Tenían prejuicios hacia la homosexualidad y otras locuras inculcadas por la doctrina revolucionaria. Tuve que ir a clases nocturnas de arte por seis años (nivel elemental y academia), mientras ellos trataban de desviarme hacia una escuela de deporte (porque yo jugaba bien al tenis), o luego hacia una beca de matemáticas. Cualquier cosa menos el arte.
Pero, como dice el dicho: la cabra tira para el monte. Y menos mal que nunca fui obediente…
Te puedo contar esto ahora, treinta años después, como si fuera un chiste. Pero créeme que fue difícil salirme con la mía…
¿Qué formación tuviste? ¿Cómo has evolucionado como artista?
Luego de estudiar academia, en Cuba, escogí la carrera de Diseño. Y después de eso, tuve la fortuna de ganar una beca e irme a estudiar a Holanda. Eso cambió totalmente mi idea de lo que era el arte. Me volví a conectar con la emoción que yo sentía desde niño, más allá de la obligación de tener que “decir algo con eso” o “dialogar con mi contexto”, que eran lastres que yo traía de la educación artística cubana.
En Holanda experimenté mucho con el video, a la vez que pude estudiar pintura académica según las técnicas flamencas, y entendí que la contemporaneidad no existe sin la tradición. Que en el arte todo vale y a la vez nada está probado. Y que lo único que aprendes estudiando arte, es que de arte no se puede saber. Solo puedes dedicarle la vida entera y disfrutar ese viaje. La verdad, en esto, no la tiene nadie.
¿Qué artistas te han influenciado y a cuáles sigues admirando?
Mis dos delirios en la historia del arte son el arte barroco, principalmente el siglo XVII en Italia y Flandes (Caravaggio, Canaletto, Bernini, Rembrandt, Hals, Hobbema, Van Ruisdael); y la escuela conceptual de California en los años 1960 y 1970 (Baldessari, Acconci, Burden, Nauman, Ruscha). De los primeros aprendí la emoción que uno puede experimentar viendo algo. Y de los segundos aprendí que puede haber una manera más analítica de ver el arte. Pero que este segundo momento analítico nunca ocurrirá si antes no te sientes emocionado por lo que estás viendo. Eso para mí es el arte.
Muchos artistas de hoy me emocionan: Tuymans, Stingel, Marden, Schnabel, Hammons, Philip-Lorca diCorcia, Wool, Börremans, De Cordier, Salle, Prince, Manders… La lista puede ser interminable.
Háblame de tu proceso de creación.
Yo hago arte porque necesito entenderme con el mundo a través de él. Y las obras que hago son las obras que necesito ver y que nadie más las va a hacer si no las hago yo mismo. Y a la vez, lo hago porque creo que tengo algo que ofrecer al mundo en este sentido. Creo que con lo que hago puedo contribuir a la humanidad; quizás de una manera muy exclusiva y peculiar, pero es mi manera. Que es la manera del arte.
Luego de tener una idea de lo que quiero hacer, uso computadoras para bocetarlo. Las computadoras son muy útiles en mi proceso previo de probar, hacer y deshacer. Últimamente boceto mucho con un iPhone, que también es una herramienta magnífica. La idea es que todo este proceso previo no me tome tanto tiempo ni me robe la energía que necesito para construir la pieza real. Y también que, al ser rápido, pueda conservar la frescura de la idea y que esta no envejezca en tanta preparación, o la opaque otra idea nueva.
Para mí, es esencial que el proceso no sea demasiado lento en relación con mi pensamiento creativo. Porque si eso pasa, de pronto te encuentras que antes de terminar una pintura ya estás pensando en la próxima, y ese desfase no me gusta mucho. Aunque mi trabajo no sea muy jazzy, sino más bien bastante premeditado, el azar siempre juega un papel muy importante. Es normal que la idea preliminar que uno pueda hacerse de una obra tenga bastante de pensamiento lógico. Y muchas veces, en el arte, la lógica no funciona. Por lo que, si prestas atención a los “accidentes”, eventualmente puedes conseguir algo que no habías planeado, pero que ahora que tienes la obra delante, por alguna razón, funciona mejor.
Para mí una pintura está acabada cuando sientes como que la pintura ya no pinta sobre ella… ¿Cómo te explico esto? En una tela en blanco, las marcas o trazos que hagas, los colores que pongas, se ven mucho. A medida que sigues pintando en ella durante días, semanas o a veces meses, cada cambio es menos perceptible. Cada nueva adición cambia menos el todo. Hasta que ya el mismo cuadro casi que te dice que no lo pintes más. Es ahí cuando se siente que puede estar acabada. Al menos para mí es así.
¿Qué particularidad tiene la pintura o el dibujo para que continuamente se anuncie su muerte y su resurrección?
Yo siento que pintar o dibujar son de esas cosas esenciales que el hombre siempre hizo. Es casi como caminar, hablar o masticar. Son cosas que puedes hacer incluso sin pensar que lo estás haciendo. Porque son actividades humanas espontáneas. Yo no creo que los humanos dejemos nunca de dibujar o pintar. Sería como dejar de caminar, o de cantar. Tendríamos que volvernos una especie muy diferente.
Claro, es algo innato del capitalismo: hace muchos años que la ideología ha creado el hecho de que para imponer o vender algo nuevo debes demostrar que lo que existía ya no tiene razón de ser. Y cuando todo esto se articula desde un aparato social en el que participan desde las escuelas de arte hasta los museos, y por el medio todos los entes que supuestamente han de entender el asunto (críticos, curadores, escritores, galeristas, etc.), es muy lógico que la mayoría de la gente acepte estas ideas de que en el arte hay manifestaciones válidas y otras que ya no lo son tanto.
Pero la experiencia demuestra que, más allá de la voluntad que tenga una industria de masificar su producto haciéndolo mutar en formas más fáciles, rápidas, productivas o efímeras, un día puedes entrar a un lugar y ver una pintura que te dobla las rodillas, que no necesitas que nadie te explique nada sobre ella, y no quieres moverte de ahí, y luego aquello no se te olvida nunca. Y todo eso pasa porque seguimos teniendo la misma naturaleza humana de siempre, y por muy políticos, robóticos, sistémicos e hiperconectados que nos volvamos, siempre nos va a impresionar la virtud humana sin necesidad de que nos la expliquen, como mismo no pides que te expliquen una danza o el sonido de un piano.
Para mí, eso es lo que tiene la pintura que la hará sobrevivir siempre. Es parte de la naturaleza humana.
¿Creas sin pensar en un público, sean amigos, coleccionistas, galeristas…?
Pienso en la gente, pero en nadie específicamente. Porque el arte un día lo haces y antes de que te des cuenta ya no te pertenece. Está en un museo, o en la casa de alguien, y entonces se convirtió en cultura. Ahora le pertenece a la gente. Y al final, yo creo que el arte es un diálogo, a través del amor, entre quien lo hace y quien luego lo acoge.
¿Qué relación mantienes con las otras artes? Supongo que tu biblioteca puede decir mucho de tu obra. ¿Qué libros predominan en ella? ¿Cuál es la importancia de las otras artes en tu vida y en tu trabajo?
Siempre he leído mucha filosofía. Creo que reflexionar sobre por qué pensamos como pensamos y hacemos lo que hacemos es lo que nos diferencia del resto de los animales. Por eso me interesa mucho.
La música también es mi pasión. Toda la música. No me interesa un género u otro. Música es música, y si te la explicas no la disfrutas igual. Desde hace muchos años hago música también. Música electrónica.
¿Cuál es tu relación con el mercado del arte? ¿Qué opinión te merece el lugar que ocupa el dinero hoy día en el mundo del arte? ¿Piensas que el mercado orienta la creación?
El mercado tiene una gran función para las artes: traducir en valor monetario otras virtudes que hay en la cultura, pero que la mayoría de la gente no puede apreciar. También permite que los artistas podamos vivir de lo que hacemos. Y el dinero se ha convertido en el atributo más “visible” de la cultura.
Puedes tratar de mostrarle a alguien, en una obra de arte, cosas que esa persona nunca va a ver. Pero si le dices que es muy cara, en ese momento su actitud hacia la obra cambia inmediatamente y, de pronto, los atributos antes explicados cobran sentido y empiezan a verse.
Para bien o mal, el dinero lo modifica todo. Yo te diría que más de la mitad de la gente que hace una fila interminable para entrar en el Louvre, lo que quiere es estar cerca de los millones de euros que hay colgados en sus corredores. Pero, ¿qué pasa si, mirando dinero en la pared, un día descubren a Caravaggio y esto les cambia la vida?
¿Qué papel le concedes al arte en la sociedad actual?
El arte es belleza. Aunque sea la belleza de la idea que tuvo el artista cuando lo hizo. Pero belleza, al fin y al cabo. Y siempre será algo maravilloso.
El arte casi siempre tiene la capacidad de mostrarnos otra nueva realidad posible, diferente. Incluso cuando se regodee en lo ya existente.
Mucha gente critica la masificación del arte con la Internet, las nuevas tecnologías, Instagram…, pero yo pienso que si ya todo eso existe y la gente va a vivir todo el día viendo el mundo a través de la pantalla de un teléfono, es preferible que estén mirando un muñeco flotante de Kaws que el último tuit del presidente de Estados Unidos.
¿Cuándo y por qué decidiste exiliarte?
Yo no me considero un exiliado. Nadie me mandó a irme de Cuba por ninguna razón. Me fui desde muy joven porque me gustaba más el mundo que el lugar donde yo nací. Si un francés se va a vivir a Japón nadie le dice que es un exiliado. A un suizo que se enamoró de California y vive allí, nadie le dice exiliado. ¿Por qué un cubano se muda a otro país y lo clasifican como exiliado? ¿En qué radica la diferencia?
Yo primero me fui a estudiar a Holanda, luego viví en Suecia, en Estados Unidos, y ahora vivo en México. He tratado de regresar a vivir a Cuba varias veces, pero ahora me interesa menos, me atraen más otros lugares. Si la capacidad de vivir donde te gusta se llama “exilio”, las personas que sí son realmente exiliadas por razones políticas, y exhiben orgullo en serlo, se pueden sentir mal en comparación.
Mi arte se alimenta también mucho de esto, porque tiene que ver más con la idea de hacia donde yo quiero ir, que con el lugar de donde vengo.
¿Y qué queda de Cuba, y de La Habana, en tu vida y en tu arte?
De Cuba queda mucho. No sé si en mi arte, pero sí en mí. El país donde yo nací y crecí contiene mis recuerdos, y para mí siempre es lindo volver a él. Hace poco hice una exhibición en el Museo Nacional de Cuba, y créeme que eso emociona mucho.
Pero hasta que los cubanos no logremos superar esa musaraña psicológica que divide y compara constantemente a nuestra pequeña islita con el resto del mundo, continuaremos sintiendo que todo está muy lejos, y una mudanza nos seguirá pareciendo un exilio.
¿O no?
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