El espejo inmóvil: contemplar al que medita


“Contemplar al que medita”. Tomás Sánchez. Acrílico sobre lino, 1996. 35 x 50 cm.


Hay cuadros que, como una respiración silente, nos arrastran hacia el borde mismo del ser. “Contemplar al que medita”, de Tomás Sánchez (1996, acrílico sobre lino), es uno de esos umbrales silenciosos.

En la escena, dos figuras diminutas —casi invisibles frente a la vastedad del bosque— reposan en márgenes opuestos de un río. No sabemos si sus ojos están abiertos o cerrados, si se miran realmente o si su encuentro sucede en un plano distinto, más allá de lo visible. Solo sabemos que están allí: uno frente al otro, separados por el cauce sereno, conectados por una corriente más profunda que el agua misma.

La meditación en Tomás Sánchez no es evasión ni reclusión: es integración. Es un acto de reconciliación entre el ser humano y su entorno. No hay aquí un paisaje para dominar ni un cuerpo para imponer: hay un latido común, una pertenencia radical. El hombre no está en la naturaleza: es naturaleza.



El río como frontera y espejo

El río, columna vertebral de la composición, actúa como frontera simbólica. Divide, pero también une. Es distancia y es reflejo. Cada meditador contempla al otro como se contempla uno a sí mismo en un espejo de agua: sabiendo que, en el fondo, lo que observa no es más que un pliegue diferente de su propio ser.

Desde una lectura fenomenológica —a la manera de Maurice Merleau-Ponty—, podríamos decir que el yo no se reconoce a sí mismo en el aislamiento, sino en la alteridad. El Otro no es un obstáculo: es el puente hacia la comprensión de lo que somos. Meditar, entonces, no es solo mirar hacia adentro: es también contemplar la profundidad del otro como extensión de nuestro propio abismo.



El doble acto de la contemplación

¿Por qué “contemplar al que medita” y no simplemente “meditar”?

Tomás Sánchez sugiere que la verdadera sabiduría no está solo en el recogimiento interior, sino también en la capacidad de honrar la búsqueda del otro. La escena se convierte así en un ritual de doble humildad: el yo reconoce su fragilidad, y reconoce también la fragilidad del otro. No hay juicio, no hay conquista, solo un mutuo sostenerse en el silencio.

Desde una perspectiva zen, podríamos hablar aquí del ensō, el círculo que se dibuja en una sola pincelada como símbolo de la iluminación, del todo y de la nada simultáneamente. Cada hombre medita en su isla de hierba y agua, pero su círculo está incompleto sin el otro: cada uno es parte de la pincelada que el otro necesita para cerrar su propio vacío.



“Contemplar al que medita” (detalle). Tomás Sánchez. Acrílico sobre lino, 1996. 35 x 50 cm.


La vastedad como recordatorio

La exuberancia del paisaje —con sus árboles que se alzan como columnas de un templo vegetal— no es mera decoración. Es un recordatorio de la desproporción entre el ser humano y el misterio. En Tomás Sánchez, la naturaleza no es telón de fondo: es la verdadera protagonista. Frente a ella, el hombre no puede sino callar, rendirse, agradecer.

Este “detalle” que observamos de la obra nos enseña algo más: lo esencial no es siempre lo grande, lo evidente. A veces, el misterio se condensa en gestos mínimos: dos figuras en el margen de un río; dos respiraciones sincronizadas a través de la distancia; dos conciencias que, al contemplarse, se disuelven en un solo canto mudo.



Epílogo: el arte de estar

“Contemplar al que medita” es una lección silenciosa sobre el arte de estar. No de actuar, no de transformar, no de imponer sentido: simplemente de estar.

Estar frente al otro.

Estar frente al misterio.

Estar frente a uno mismo.

Y entender, al fin, que toda contemplación verdadera es también un acto de amor.






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