Ajustada a las claves de un pasado y presente con sus propios dramas, la narrativa visual cubana ha jugado con astucia a aquello de reinventar procesos, estilos, discursos, hasta peroratas ya agotadas. Me parece un camino perfectamente natural en un contexto para el que moverse a destiempo ha sido, más que una cuestión de lamento, una apuesta segura para tomarnos las cosas con cierta distancia reflexiva.
La maña de “tropicalizarlo” todo se sedimentó un tiempo antes de aquella oportuna vanguardia y, en determinada medida, ha venido reorganizando estamentos en cada generación de artistas cubanos. De más está decir que no hablamos de un síndrome canceroso. Al contrario, los localismos le han valido al arte cubano su condición de deliciosamente identificable y le han permitido jactarse de un cuerpo lingüístico propio. Aprendimos muy temprano que enfocar la cuestión visual desde nuestra exótica realidad sociohistórica funciona demasiado bien en un mundo cada vez más similar.
Por supuesto, caer en generalizaciones es un error mayúsculo. Hay sobrados ejemplos de artistas cubanos produciendo al ritmo de las exigencias visuales ultracontemporáneas. Otros que ni se toman el trabajo de remitir a un contexto disonante con su discurso individual, o que ya les resulta narrativamente inservible. Y otros que se formaron en un entramado simbólico ya divorciado desde sus inicios, o que ven en la renuncia la posición histórica más efectiva. No obstante, ¿qué pasa con el disenso reflexivo desde el arte cubano?
Disentir, para el artista cubano, parece extender muy pocas veces los límites de posicionar su obra respecto a un referente político. El cuestionamiento caliente se queda en el artivismo. Y, en este sentido, cada propuesta visual organiza su repertorio desde una readecuación, generación o sugestión de un referente direccionado hacia el urgente drama local. Cosa que, más allá de estar mal o bien, se antoja una constante difícil de pasar por alto. La cuestión es que, desde el arte cubano, existen otros tipos de disenso, ni tan urgentemente locales ni tan tradicionalmente políticos. De uno de ellos, quisiera hablar un poco.
Desde los años 80, varios artistas cubanos echaron mano de un discurso sintonizado con el origen geológico, litúrgico o étnico del hombre americano. Un discurso que no se enfocaba precisamente en lo que pudiera hacer o ser una movida indigenista, sino en articular las bases para el cuestionamiento de una lógica de pensamiento aceitada en Occidente y exportada a todo el mundo. De si esto se explotó con toda efectividad, según impactos o presencias determinadas, ya sería tema para otro texto.
Lo cierto es que esta movida, en lo que a escala de pensamiento refiere, en lo que a enfoque del disenso refiere, se acomoda como antesala perfecta a una obra como la de Ernesto Benítez. Porque Benítez, como aquellos de los 80, se sabe universalmente incómodo, filosóficamente hiriente, históricamente perturbado y genéticamente rebelde.
Lúcido deudor de sus maestros —quizás Bedia, Torres Llorca o Elso Padilla— , Benítez comienza su obra echando por tierra el repertorio del pastiche tropical. Incluso se aventura a la renuncia, a desalojar referentes simbólicos que conecten con facilidad arquetipos insulares o latinoamericanos.
En otras palabras, su discurso no se conforma desde la posición poscolonial usual o la puesta a tono subida de escala: aquí hablamos de un artista muy auténtico, configurado desde un sistema de referencias propio y, más de una vez, extra-artístico.
Si fuera a establecer una herencia visual inmediata, esta se diseminaría en algún remedo al cuerpo analítico desempolvado en el trabajo de On Kawara; o la cuestión base en la conformación del ser occidental —muy importante esto— al orden del trabajo de Joseph Beuys. También, la incómoda deuda expresionista de gran parte de la neofiguración alemana de posguerra, sobre todo los hirientes antojos formales de Anselm Kiefer.
Por supuesto, a estas posibles cercanías se suma el engranaje con los mencionados precedentes del patio y las marcas que supo dejar Arte Calle:[1] escuela de rebeldía, posicionamientos marcados y construcción de un discurso artístico desde códigos no tradicionales. Este apresurado mapeo asoma pistas del que me parece el aspecto formal de mayor recurrencia en la inquieta obra de Benítez: hablo de su naturaleza incómoda, su desafiante antiesteticismo, su abierto pleito con el panfleto de lo adecuado, con el estándar clásico de lo bello.
En medio de un total desprendimiento del soporte, Benítez explora desbocado el refuerzo de un discurso vertebral y, para ello, se aferra a su inquietante arsenal simbólico. Cráneos olvidados en cuencos de cenizas, ataúdes en forma de barco, lápidas high-tech extrañamente funcionales, órganos retroiluminados, cuadros de un calcinado y voraz expresionismo, cuchillos rituales o puñales de mesa, son algunas constantes de su universo visual. Y, aunque no sea nada nuevo, entendemos la actitud desafiante en la crisis referencial frente al cuerpo simbólico atribuído al arte occidental.
Por supuesto que este ejercicio ya viene dando vueltas desde las vanguardias europeas del siglo pasado, con los surrealistas y dadaístas como pioneros del gesto. Pero, en Benítez, el viejo gesto adquiere una nueva dimensión: el quiebre con los medios de expresión tradicionales en el arte cubano.
Aquí no interesa ningún discurso identitario, menos recurrir a localismos. Disiente de cualquier apología banal o de oposición explícita a cualquier sistema social. Él reacciona, en primera instancia, a lo supuestamente inmediato y, desentendiéndose de reclamos, va al comienzo de un interés atropológico que rebasó hace mucho la militancia social.
Benítez es un artista político, pero desde la horizontalidad que construye lo político como medio rector de las interacciones extra-individuales del ser humano originario. Sí le interesa quebrar relatos, pero en el orden de las toxicidades que componen esa masa “política” entre persona y persona. Es un pretencioso, su atinado delirio de grandeza encuentra la urgencia en desmantelar, a golpe de símbolo, los estándares que fundamentan los procesos sociales, culturales y —claro está— políticos en la lógica occidental.
Dicha pretensión se lee en un trueque concienzudo de la idea tradicional de lo político: no entendido como sistema social, sino como entidad sociológica. Veamos lo político al centro de aquellos ajustes sociales que excluyen lo individual como concepto, algo así como un espacio intermedio entre hombre y hombre —escamoteando vagamente las ideas de Hannah Arendt en torno al hecho.
Entonces, aquella sustancia política intermedia se nutre en materia ideológica y física de permisibilidades, exclusiones o patrones que se replican en el individuo y condicionan su sensibilidad, proyección o determinación hacia lo externo: el cánon cultural que trauma al individuo (yo) freudiano. Y es la milenaria receta alquímica, de aquella sustancia intermedia, el cadáver que Benítez ha decidido eviscerar. Porque es su putrefacto cuerpo simbólico el único combustible para su obra.
Esta desmantelación del vínculo político se estratifica en discursos bien crípticos que sondean lo universal desde lo personal. El artista remite a intervalos traumáticos de cruzadas propias; intervalos que —alterando o adecuando claves simbólicas— se expanden intencionalmente hacia un discurso colectivo.
Entonces surgen leitmotivs como la migración, la agonía del “otro” y el (des)posicionamiento filosófico ante un imaginario construido desde el cánon occidental. Y, al centro de todo, un cuestionamiento ontológico relativo a la desgarradora vindicación del “otro”, en un relato universal que se mantiene excluyente. Benítez parte de la escición, de la herida cultural y es ese el cuenco infinito de sus agonías: allí nacen y vuelven sus instalaciones, sus retorcidas esculturas, sus silenciosos dibujos, sus melancólicas fotografías o sus violentas abstracciones.
Como isla, en medio de lenguajes reutilizados, atinadas “tropicalizaciones” o herejías políticas, Benítez es un rara avis. Un romántico a destiempo aislado de movidas generales, difícil de clasificar, ermitanño auto-condenado a sus propias cavilaciones. Se olvidó de la historia urgente, se sublevó de los libros y las grandes gestas, se hartó de relatos para fundamentar su renuncia y embarcarse, como viejo caballero andante, a la interminable tarea de desmembrar el cuerpo histórico en trozos escondidos.
Su lado más fascinante radica precisamente en ese aislamiento consciente de todo tradicionalismo lingüístico, en entender a su manera la herencia y —como último paso— disentir de todo para su propio fin. Benítez es un rebelde del “peor” tipo, un rebelde con causa. Esa, su propia causa, su quimera filosófico-estética, lo hace de todos el más rebelde.
Ernesto Benítez (galería):
© Imagen de portada: Ernesto Benítez durante la inauguración de su muestra personal Reset Work, exhibida en Mallorca Progress Society (Nit de l´Art 2022).
Nota:
[1] Grupo artístico activo en la segunda mitad de los años 80 e inicios de los 90. Arte Calle funcionaba y se organizaba desde la reacción al sistema de gestión artística en Cuba y los ensamblajes de las políticas culturales. Proponían una obra disruptiva frente a una mirada tradicionalista, se servían del bad painting, el performance, el anonimato y la pugna directa.