El aura de los judíos de Frank Guiller

Cuando en 1937 a André Kertész le negaron la publicación de sus imágenes en Life, lo hicieron con una frase que no era del todo incierta; dijeron: “sus fotos hablan demasiado”. Y lo mismo podría decirse de la fotografía de Frank Guiller.

Sus Jews, que es lo mismo que decir sus barbas, sus tirabuzones, sus sombreros, sus zapatos, sus ropas, sus gafas, sus movimientos, su silk…, en esta serie, hablan demasiado.

Y lo hacen por una razón muy simple: en ellas (en ellos) todo es hábitat.

Todo es interior y todo es “adentro”.

Cosa que hace que en esta serie se haga muy evidente el modo de vida de los jasidim en Nueva York (o en Brooklyn o en Union City), esa diferencia que los hace tan característicos, y nos haga entender lo que sería un territorio de recogimiento, de maleabilidad nula ante el otro.

Territorio que según Joseph Roth, en uno de sus ensayos menos literarios: Judíos errantes (1927), define como una característica de esos hombres piadosos del este que al emigrar al ruido y la destrucción de las urbes en busca de una cuota más alta de capital, intentan conservar su sentimiento de shtetl, de microcosmos familia. 

Familia que en el peor de los casos quedaba atrás, a la espera de algún dinero, y en el mejor, después de una etapa de nervios, tacitas de té y desmayos, volvía a reencontrar a sus parientes en una de estas “infernales” Weltstädte.  

De hecho, el mismo Roth, apodado por sus amigos Joseph “el rojo”, en parte por su viaje a la URSS y en parte por sus a posteriori frustradas simpatías por el comunismo y, quien quizá escribiera el kadish más grande que se le haya dedicado alguna vez al imperio austrohúngaro[i], describe en una de sus primeras novelas, Job (1930), la emigración a ciudades como Nueva York o Boston “como un proceso de descomposición del universo tradicional judío”. 

Universo que se debatía entre esos ortodoxos que mencionaba antes y los que a partir de su nueva vida borraban todo tipo de huella, territorio.

Tal y como hiciera él mismo a principios de siglo cuando se decantó por Viena, al desaparecer por un tiempo su primer nombre, Moses, de su cédula de identidad, e intentar neutralizar al máximo su acento del este.

Neutralización que en uno de sus mejores ensayos Hannah Arendt llegaría a clasificar de “parvenu”, es decir: allí donde la asimilación deviene coartada y sirve como neoidentidad a esas personas, generalmente de clase media y alta, que aspiran a ser reconocidos como alemanes o vieneses y, a posteriori, en el siglo XX, como norteamericanos; cosa que conllevaba un corte radical con el pasado, con la shtetl y la institución familia.[ii]

Pero si aquellos que se reinventaban eran los parvenu, los asimilados, los aborrecibles, los amnésicos, ¿cómo definir a estos judíos que no perdían su “alma”, que sobrevivían en un mundo propio rumiando la propia lengua y la propia religión, y se entendían a sí mismos como guardianes de la tradición y el archivo?

Enzo Traverso, el ensayista y politólogo italiano, en Los judíos y Alemania (1992), un estudio sobre la autora de Los orígenes del totalitarismo y las conexiones identitarias entre eso que los antiguos llamaban el “pueblo del libro” y la asimilación alemana, lo aclara así: 

“Hannah Arendt caracterizaba el desarraigo del paria como un estado de ‘acosmia’, es decir, de ausencia del mundo, que le obligaba a recrear su propio universo sobre la base de valores distintos de los dominantes en la sociedad. Pero, sobre todo, lo que marcaba profundamente al paria era su falta de derechos, su estatuto de apátrida y de fuera de la ley; un hecho que le convertía en el chivo expiatorio y la víctima privilegiada de todas las crisis que zarandeaban una sociedad ordenada según el principio de Estado-Nación”.[iii]

¿Vendrán a ser entonces estos ortodoxos de hoy, bichos raros dentro de una ciudad que sobre todo es conocida por su velocidad, su masificación, su street, su mezcla, su neón…, esos nuevos parias obligados “a recrear su propio universo sobre la base de valores distintos” a los ya conocidos y, más que todo, obligados a desarrollar su muy particular ethos, su singularidad?

Pienso que sí y estos “valores distintos”, creo, se hacen del todo claros en la serie de Frank Guiller.

Y no solo lo digo por la ropa, las kipás o los roches (sombreros negros tradicionales) tan abundantes en The Jews, al punto que se podría pensar en un juego con el tiempo, un homenaje a aquellos fotógrafos que a inicios del siglo XX lograron imágenes similares en Varsovia, Berlín o Praga, antes que la simbiosis judío-europea fuera en gran parte destruida.

Sino por algo que The Jews capta de manera radical y pudiera ser pensado como lo íntimo.

Lo íntimo-ojo. 

Lo íntimo-casa.

Lo íntimo-estudio.

Lo íntimo-cuerpo.

Lo íntimo-mundo.

Intimidad que aunque parezca lo contrario no es atrapada en el momento en que se hace visible a través de lo público: ese dispositivo que lo mismo puede ramificarse en una fábrica o una yeshivá, para citar solo dos lugares comunes a la rutina jasidim.

O en el momento en que atraviesa lo privado: una comida o una conversación entre grupos de hombres y grupos de mujeres, por ejemplo.

No.

La capta en una zona que solo puede ser pensada como espectro.

Es decir, en ese lugar donde más allá de transeúntes, fotógrafos, strippers o mirones la cabeza empieza a dar vueltas alrededor de sí misma.

Alrededor de lo que lleva años rumiando y alrededor de lo nuevo que se reproduce, alrededor de los dolores y el cuerpo y las preocupaciones cotidianas y, alrededor del hambre y los versículos que acaba de escuchar…

Alrededor del yo.

Y si hablo de esto no es solo por ese aire bélico que genera una persona que atraviesa una calle hablando y gesticulando consigo misma (recordemos que la figura del batlen es toda una institución en el orden judío), sino por esos momentos de espectralidad, de suspensión total, donde ya ni siquiera hace falta contar algo para “decir” que uno anda en lucha contra el Uno último, contra ese cortocircuito que muchas veces se genera entre el ser y sus preguntas.

Pregunta que en este caso más que a la realidad va a estar dirigida, suponemos, a ese todo-pureza que los jasidim consideran es el estado óptimo de las cosas y sin el cual este mundo o lo real o incluso Nueva York, esa hidra cuadrada y sodomita, naufragaría irremediablemente sin futuro.

Tal y como muestra el gran Bellow en Jerusalén, ida y vuelta (1976), su libro de reflexiones sobre la actualidad Israel, al narrar su encuentro con un joven ortodoxo en un avión y transcribirnos las recomendaciones que este le hace: “No coma nada trephena”, le dice el ortodoxo, vestido de riguroso negro y con el talit ya sobre los hombros en lo que pule el redondel de sus espejuelos. “Ni una lasquita de pollo”, le dice. “Ni un pedacito de pan”, le dice. Todo lo que no es puro rompe el alma.

¿No es precisamente ese estado de violencia y pureza el que se revela en el rostro, las ropas, los prejuicios, el aura de los judíos que Frank Guiller capta en estas fotos; ese fantasma que más que por los gestos o la malformación del cuerpo se hace visible (se clava) por los ojos?

Dice Roland Barthes: “todo aquel que mira fijamente a los ojos está loco”.

Está loco y es un fantasma, pudiéramos agregar nosotros. 

Lo que tampoco significa que no esté vivo: lo muerto y lo vivo son puras patologías, como de alguna manera sabe cualquier forense de provincia y como también saben los artistas, Frank Guiller entre ellos, al encapsular sus “tipos” en intensidades reconocibles.

Por ejemplo:

El judío que habla.

El judío que mira pero no mira.

El judío que escucha.

El judío que posa como si estuviera ante una convención.

El judío que corre.

El judío que se rasca y sonríe sin un diente.

El judío del Wellness Center.

El judío del bus.

El judío de la bolsa.

El judío (los judíos) del viernes (antes del shabbat y después del domingo).

El judío del teléfono.

El judío que no es completamente judío pero usa un tefilin.

El judío por encima de todo judío.

Personas (personajes) todas de un gran teatro que, al igual que aquel de Oklahoma narrado por Kafka en América, se desenvolvía entre leguleyos y muñecones de baile: desesperación y comedia.

¿No es la calle en esencia ese gran performance que día a día vivimos cada uno de nosotros y donde además de escenificar nuestra espectralidad nos exponemos a la agresión, al chachareo, al navajazo?

Frank Guiller, quien antes de The Jews (2014-2018) había realizado series fotográficas y videos donde la calle, esa streetque ya desde los años cincuenta resume conceptualmente a Nueva York, se muestra a través de sus transparencias, sus zapatos, sus trenes, sus anuncios, su velocidad, su circo, logra en esta serie algo que trasciende a la calle y a la vez la resignifica.

La transforma.

Y es la de captar en un espacio común lo acomún mismo, aquello que somos cuando todos, judíos o no, nos convertimos en zombis, es decir, documentos de cultura y barbarie.




Notas:
[i] Hablo, por supuesto, de La marcha Radetzki (1932): libro cargado, a la vez que de ironía, de una gran nostalgia por el imperio y la figura del emperador.
[ii] Arendt, Hannah: Lo que quiero es comprender, Trotta, Madrid, 2010. Ver en especial las páginas dedicadas a Rahel Varnhagen (pp. 184-189), figura sobre la que HA ya había escrito una tesis años atrás.
[iii] Traverso, Enzo: Los judíos y AlemaniaEnsayos sobre la “simbiosis judío-alemana”, Pre-Textos, Valencia, 2005, p. 132.
* [Introducción al libro The Jews, de Frank Guiller, editado recientemente por la colección FluXus en la editorial Rialta, México, 2019].




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