Operación “La Miriam”

En Cuba le está prohibido a los historiadores —entre otras muchas cosas— usar el término de “guerra civil” cuando se estudia la etapa de lucha armada que se desencadenó desde diciembre de 1957 hasta 1965. Tienen que desunirla y conceptualizar, hasta el 31 de diciembre de 1958, como “guerra de liberación nacional”. De esa fecha en adelante, al enfrentamiento del régimen castro-comunista en el poder con los guerrilleros anticastristas y anticomunistas, tienen que calificarlo como “lucha contra bandidos”.

Intentan no tomar en cuenta que ambos ciclos están indivisiblemente ligados como parte de una unidad mayor y que son dos etapas de un mismo fenómeno o acontecimiento. En otras palabras: dos períodos de una misma conflagración. 

Ciertamente fue una guerra civil atípica, pero únicamente para ciertas cuestiones de estudio deben verse ambos momentos de manera individual. Desde 1959 hasta 1965, una parte de los antiguos insurgentes de la etapa 1957-1958, ahora entronizados en el poder, litigaron primero contra sus anteriores enemigos, que de los cuarteles se fueron a la manigua, y un rato después —aproximadamente desde 1960— tuvieron que luchar contra no pocos de sus antiguos compañeros o nuevos beligerantes, que se sintieron traicionados por la orientación estalinista que Castro le dio al movimiento revolucionario. 

Tampoco, como en todas las guerras civiles, hubo siempre la misma intensidad. Ahora, si bien el propósito de este trabajo no es entrar en detalles de por qué fue o no una guerra civil, sobre el carácter inseparable del proceso de 1957 a 1965 téngase en cuenta que, unos en el poder y otros en el monte o viceversa, los luchadores eran básicamente los mismos y todos eran cubanos, y que ambos ciclos bélicos alcanzaron a la mayor parte del país, tanto en el campo como en las ciudades. 

Tampoco debe olvidarse que los métodos usados por los guerrilleros después de 1959 fueron muy semejantes a los usados por sus similares antes de esa fecha. De hecho, los antibatistianos ejecutaron a muchos más individuos, bajo la condición de “chivatos” (delatores), que los que fueron muertos por los rebeldes entre 1960 y 1965. También fueron menos, a pesar que el nuevo ciclo fue más extenso, las llamadas “víctimas colaterales” que tienen lugar en cualquier guerra.[i]

No se ignore tampoco que los fidelistas, en menor tiempo, mantuvieron su ejército en el monte con “contribuciones” que aportaban los hacendados y dueños de negocios en los campos, que más que tributos eran extorsiones. De ahí que no puede considerarse válida la calificación de “bandidos” endilgada por Fidel a sus oponentes. 

La triunfadora, en el primer ciclo, fue una amplia y variopinta mezcla de orientaciones ideológicas bajo la categoría de revolucionaria, que luego fue traicionada y apuñalada. En el segundo, perdieron los que intentaban restaurar el rumbo verde de esa mixtura revolucionaria y en definitiva restablecer la democracia. 

De más estar decir que tampoco se permite ver —¡ni por asomo!— como dictadura única, con diversas fases, la que comenzó en 1952 y aún se mantiene. Pero el propósito de este trabajo es otro, si bien muy relacionado con lo hasta aquí abordado.

Intentaremos, en la medida de lo posible, aclarar un enfrentamiento muy poco estudiado, casi ignorado y distorsionado por la historiografía castrista; un enfrentamiento ocurrido en un lugar conocido como Guayabo, en la parte occidental del antiguo municipio de Holguín, en octubre de 1963, donde fue aniquilado un grupo de “delincuentes contrarrevolucionarios”, como categorizaba Castro a sus oponentes políticos.[ii]

Todo comenzó cuando Gusberto Guerra Hernández, conocido como “Guerrita”, oriundo de Majibacoa, en territorio del municipio Las Tunas, antiguo miembro del Ejército Rebelde y alzado en armas desde 1960, estableció vínculos con Luis Hechavarría Camejo, quien por su actitud contestataria había estado detenido en el cuartel del poblado de Buenaventura en 1960, pero desarmó al miliciano de guardia y escapó con un fusil M1 y 100 proyectiles.[iii]

Luis era nativo de los alrededores de ese poblado y desde su escondite organizó una red de opositores al régimen.

Camejo y Gusberto comenzaron a actuar realizando sabotajes a la economía del gobierno y, según la historia oficial, aniquilaron a uno o dos milicianos. En mayo de 1963 se les unió Arnol G. Batista Figueredo y los hermanos Mario y Luis Céspedes Acosta, ambos escapados de la persecución policial en Santiago de Cuba, de donde eran oriundos. Luis Céspedes, por tener ciertos conocimientos militares, fue designado segundo al mando. 

En junio de ese mismo año se unieron: Raciel Guerra, Rafael Iñañi Herrera y Adón Guerra Albanés. Posteriormente se incorporarían Wilmer Peña Peña y Roger González Sánchez. Para agosto de 1963 ya eran diez guerrilleros. Con escaso armamento operaron en las comarcas de Las Arenas, Omaja, Las Parras, Los Dagamitos y en otros lugares de la región. Esta es una zona completamente llana, sin montes, y ya en aquella época con alta densidad de población. 

Pese a estas dificultades para moverse y ocultarse, lograron estar siempre activos con pequeñas acciones que mantenían en jaque al gobierno. Parte de su éxito para sobrevivir se fundamentó en que lograron articular una amplia red de colaboradores, mayormente dentro de los campesinos, que los alimentaban y ocultaban durante el día, a pesar de la profunda propaganda gubernamental para que se los considerara bandidos y las perennes amenazas de castigos severos a quienes los ayudaran.

Asimismo, consiguieron establecer algunos contactos con organizaciones nacionales que llevaban el peso de la lucha contra el comunismo en la Isla. Sin embargo, el movimiento por un área cruzada por numerosas vías de comunicación, entre ellas la Carretera Central, repleta de unidades del ejército, paramilitares y espías, los obligaba a moverse constantemente con el consabido desgaste físico que esto implica y las dificultades para permanecer ocultos. 

De ahí que cuando se dirigían a la zona llamada Guayabo fueron delatados; pero ya antes, dado los continuos acercamientos que tenían que establecer para lograr suministros y armas, habían sido penetrados por agentes secretos del departamento castrista conocido como G2. Estos contactos se hacían pasar por representantes de organizaciones anticomunistas y les prometieron incorporar más miembros y traer armamento nuevo.

A finales de septiembre de 1963, los guerrilleros, evidentemente cansados, se establecieron en una finca conocida como “La Miriam”. Un lugar que, si bien era poco frecuentado y ofrecía buen abastecimiento, dado que el dueño y sus familiares eran colaboradores de fiar, estaba en terreno llano, cercano a un caserío y próximo a un camino. Todo ello facilitaba que pudieran ser copados por las tropas que los perseguían desde buen tiempo atrás en coordinación con paramilitares y centenares de delatores que pululaban en la zona.

Hasta aquí difiere muy poco lo contado sobre el actuar de estos luchadores y sus penurias del drama vivido por otros combatientes, que sufrieron por la misma causa en otras partes del país. La prioridad que nos ocupa es cómo fueron ejecutados. 

Veamos primero una de las versiones oficiales. Supuestamente un agente del G2 que había contactado con ellos, nombrado Filimón Araño, se las ingenió para ganarse la confianza de Luis Céspedes y concertó una reunión para entregar armamento nuevo e incorporar más hombres. Ya antes había donado una caja con medicamentos y el 1 de octubre entregó las “armas nuevas”. 

Es necesario aclarar que Gusberto, que tenía mucha más experiencia, se había marchado días antes con el propósito de formar un nuevo grupo guerrillero y en Guayabo quedaron ocho combatientes.

Al anochecer del día 2 de octubre, ocho agentes del G2, que aparentarían ser los nuevos incorporados, dirigidos por el tal Araño, partieron de la ciudad de Holguín y alrededor de las 9 p.m., tras convencer a varios colaboradores de los guerrilleros —que violaron algunas normas básicas de seguridad—, llegaron hasta el campamente de los insurgentes. 

Roger González Sánchez era el jefe en ese momento. Se les invitó a compartir la comida junto a los rebeldes que pernoctaban en un rancho y que en ese momento, por un reciente alistamiento, se habían elevado a nueve. Al culminar, todos se retiraron a diferentes puntos. 

Sin embargo, un rato después, alrededor de las diez, Luis Céspedes se dirigió a Filimón y le informó que dentro de los recién incorporados uno de sus hombres había identificado a dos agentes del G2. Filimón intentó que pareciera una equivocación y pidió que ambos grupos formaran uno frente al otro. Comenzó a caminar entre ambas filas encomiando la fidelidad de los recién arribados. Todo era para ganar tiempo, y en un momento determinado el jefe de los espías, “al percatarse que uno de los alzados preparaba su arma”, pronunció la contraseña acordada y sus hombres abrieron fuego, aniquilando a todos los guerrilleros.[iv]

Esta versión tiene varios puntos flojos. Primero: la manera ingenua en que un grupo de hombres, incluso alertados por un compañero de que estaban penetrados por el G2, consintieron a ponerse frente a frente a los recién llegados sabiendo, o por lo menos sospechando, quienes eran estos y lo que estaba a punto de desencadenarse. Esto parece muy poco probable, incluso cuando la experiencia de estos alzados en asuntos de vida guerrillera, especialmente referentes a la seguridad y la necesaria desconfianza, no parecía ser mucha. Más adelante se observará que ya en el barrio se comentaba que se “harían ejercicios militares”, y eso no los hizo abandonar el lugar.

Segundo, resulta sorprendente que dentro de los muertos no hubiera ninguno de los agentes del G2 si se dispararon mutuamente a corta distancia, algo que Filimón luego recordaba como casual: “Cuando llegó el día, alrededor de nosotros, los diez alzados muertos. Ninguno de nosotros, los ocho que fuimos, ni un rasguño. Algo increíble, pero así pasó”.[v]

De ser cierta esta versión, ¿por qué se arriesgaron los infiltrados a ser ellos los diezmados mediante esta forma de enfrentamiento, si eran menores en número, reinaba la oscuridad y estaban en territorio de los otros? 

Muy simple: las armas nuevas que les habían entregado a los guerrilleros estaban dañadas intencionalmente. No disparaban. De ahí el “arrojo” de los miembros del G2 de usar esta aventurada estrategia, propia de un filme estadounidense de acción. Ametrallaron a los otros sabiendo que ninguno podía ripostar.

Sin embargo, sigue habiendo un tercer punto débil: el momento en que tuvo lugar la operación: cerca de las 10 p.m. Dos antiguos vecinos de Guayabo entrevistadas reconocieron la imposibilidad de que el hecho ocurriera a esa hora. Esteban Reyes, poeta y maestro, rememoraba:

“Los disparos sorprendieron a todos. No pudo ser a las 9 o las 10 porque yo estaba recién casado y eso no se olvida. Estaba haciendo el amor con mi esposa y la balacera interrumpió el acto. Tuvo lugar a escasos mil metros y cerca del amanecer. Pensé que era alguna práctica del ejército”.[vi]

Mientras que Gerardo González, obrero agrícola, que se preparaba para marchar a su trabajo, evocaba:

“Yo me había levantado para ir a sembrar frijoles negros y mi esposa estaba haciendo café cuando se inició el tiroteo, primero fueron ráfagas cerradas y luego disparos aislados. Nadie se levanta y toma café a las 10 de la noche. Le aseguro que no pudo ser a esa hora. Antes se había dicho que se realizarían maniobras militares y se escucharían disparos y pensamos que era eso. Más tarde, en el camino al trabajo, yo y un compañero, nos encontramos con un vecino que nos informó que habían muerto a varios en Guayabo”.[vii]

Historiadores holguineros aportaron una visión diferente de los hechos, pero incompleta. Solo exponían que quien llevó a cabo la acción fue una compañía de la Unidad Militar 2349, que operaba en el territorio y había detenido a un enlace de los alzados, quien suministró el lugar exacto donde se encontraban.

La otra versión, la que recoge la investigación local y la memoria popular, expone que el día 2 de octubre, dos compañías del ejército de la División 50, junto a tropas de las unidades militares 2349 y 3278, además de miembros del Departamento de Seguridad del Estado (DSE) y el Departamento de Orden Público (DOP), guiados por un delator —si bien el escondite era un secreto a voces—, tendieron un cerco en forma de media luna alrededor de una casa de madera, montada en pilotes, que se usaba para almacenar maíz y estaba enclavada dentro de un platanal. 

Alrededor de las 4:30 de la mañana se abrió fuego contra el rancho con dos ametralladoras calibre 50 y centenares de fusiles de diverso calibre. La orden fue de tirar en ráfagas y no llamar a la rendición. En el sitio resultaron aniquilados ocho combatientes y Arnol G. Batista Figueredo, que se había tendido a dormir en la parte baja del rancho, resultó herido.[viii]

Seis de ellos fueron ultimados dentro del rústico local y dos fuera de este, posiblemente haciendo guardia. No hubo respuesta al fuego por parte de los sitiados. Sus armas no funcionaban. La balacera duró apenas unos minutos. 

Arnol, herido en una pierna, en un brazo y a sedal en la cabeza, se arrastró tratando de buscar un lugar para evadirse, pero en ese momento Rafael Iñañi, que se encontraba mortalmente herido, realizó un movimiento y fue rematado con una ráfaga. Arnol se fingió muerto y fue amontonado debajo de los cuerpos de sus compañeros.

Hoy, los que no vivimos esos primeros años del castrismo, pudiéramos preguntarnos por qué no se les dio la oportunidad de rendirse si de antemano se sabía que no podrían responder al fuego. Una parte de la respuesta está en el odio que se inculcó contra los “enemigos de la Revolución”. Ese rencor empezó a imponerse, junto a otros muchos elementos, cuando se divulgaban las trágicas imágenes de los primeros prisioneros fusilados, antes, durante y después de la ejecución. 


900 kilómetros

900 kilómetros

Atilio Caballero

Ganador del Primer Premio de Reportajes “Editorial Hypermedia 2019”.


Estas prácticas, incluso transmitidas por la televisión, eran respaldadas por multitudes arrolladoras que solicitaban, a gritos repetidos de “¡Paredón!”, que se condenara a muerte a todo el que tenía la desgracia de caer prisionero. 

Se exteriorizó un rencor irracional y un sentimiento homicida que los revolucionarios, en lugar de ponerles coto, se encargaron de aupar. Así que los guerrilleros de aquel rancho eran “gusanos” que había que eliminar sin compasión alguna. 

Orlando Fondevila, muchos años después, rememoraba así aquella animadversión que recorre todavía a la sociedad cubana: “… un odio seco nacido en las entrañas de una ideología del terror que pretende despojar de humanidad a quienes se le oponen o dudan. Merece el deshonor, el sufrimiento y la muerte todo el que se oponga, dude, o simplemente no participe”.[ix]

Regresemos al lugar del hecho. La labor de custodiar los cadáveres se les dejó a los milicianos de la zona, que no pudieron impedir que en poco tiempo llegaran alrededor de 200 curiosos, entre ellos decenas de vecinos. Añade Arnol que los mantuvieron amontonados hasta bien entrada la mañana. Al tirar de sus piernas se percataron de que estaba vivo y uno de los milicianos propuso rematarlo, pero otro, quizás por la cantidad de presentes, se lo impidió.[x]

Un acontecimiento dramático tuvo lugar cuando comenzaron a identificar los cadáveres y uno de los milicianos que realizaba esta labor y que había ayudado a tirar el cerco por la noche, volteó de forma despectiva con la punta de la bota a uno de los muertos y reconoció a su hijo. “Me traicionaste”, se cuenta que dijo. 

Bitorino Calero López se había incorporado la noche anterior y no tenía arma. Sin dudas, su padre se había tomado muy a pecho las palabras de Castro cuando expresó que los revolucionarios veían el afecto y los vínculos humanos no en virtud del instinto sino en virtud de la conciencia, y señalaba que sus hermanos eran los verdaderos revolucionarios, y quienes destruyeran los vínculos con la Revolución, destruían todo vínculo con sus afectos, con su amistad, con su estimación. 

Agregaba el comandante, y el viejo miliciano se lo creyó a pie juntillas, que los revolucionarios eran incapaces de concebir el afecto fuera de la Revolución; que eran incapaces de concebir el afecto ni siquiera hacia aquellos que eran tibios con la Revolución. Amigos, familia, todo estaba dentro de la Revolución, y fuera de esta nada.

El comunismo había exacerbado ya lo peor de los cubanos, y “Coso”, que así llamaban al paramilitar, había sido víctima de ello. 

También resultaron muertos: Luis y Mario Céspedes Acosta, Adón Guerra Albanés, Wilmer Peña Peña, Roger González Sánchez, Luis Hechavarría Camejo y Rafael Iñañi Herrera. El mayor de ellos tenía solo 28 años de edad. 

Arnol fue condenado a 30 años de prisión.

Los muertos fueron trasladados en carros militares cubiertos con lonas, desde el lugar de los hechos hasta un cementerio ubicado a unos 10 km. Un vecino se personó pidiendo el cadáver de Bitorino, pero fue expulsado. Fueron enterrados apresuradamente y sin la profundidad adecuada en una fosa común, lo que provocó que a los dos días el hedor fuera insoportable.

A los familiares se les prohibió personarse en el camposanto y llevarles cualquier tipo de ofrenda. Pese a la tajante prohibición, diariamente y durante meses, amanecían flores sobre la fosa sin que se conociera quien las ponía.[xi]

Se ha intentado por todos los medios que esta versión no fuera conocida y se tilda de “simpatizantes con el bandidismo” a quienes la propalan. En realidad, han querido ocultar esta masacre. Filimón indudablemente no tuvo escrúpulos en prestarse para redactar un informe adulterado, pero se equivocó en dos datos claves: el número de muertos, que cifraba en diez, y el hecho de que había un sobreviviente. 

Los castristas redactaron una versión “valerosa y arriesgada”, donde destacaban el valor de los infiltrados, y ponían en igualdad de probabilidades y condiciones a ambos bandos, pero matizando el ardor, la rapidez y preparación de los agentes del G2. Nunca mencionaron que las armas habían sido deformadas.

No obstante, hay un punto más que olvidaron corregir. El doctor forense Salustiano Ochoa Saldívar certificó que fallecieron como a las 6 a.m., a causa de hemorragias internas por impactos múltiples de balas.[xii] ¿Podía equivocarse un especialista en determinar la hora aproximada de la muerte con tanta diferencia, es decir, entre las 10 de la noche y la mañana del siguiente día? 

Es improbable. El galeno dictaminó con menos de dos horas de diferencia la hora de la muerte. Esto desacredita más la primera versión novelesca.

Tras la acción fueron detenidos centenares de colaboradores en toda la zona y juzgados en el tribunal de Santiago de Cuba. Los juicios se extendieron hasta 1965. Más de ochenta personas fueron enviadas a prisión e infinidad de propiedades fueron confiscadas. 

La acción en este barrio de Guayabo tuvo repercusiones sociológicas que perduran hasta hoy. Por poner un ejemplo, la familia Calero estaba dividida entre alzados y colaboradores por un lado y milicianos por el otro. La obligación de tomar partido en aquellos momentos convulsos provocó la separación familiar y la disolución de lazos que se habían mantenido por siglos.

Los jóvenes caídos ese día forman parte del gran número de mártires desconocidos por la población, porque la historiografía gubernamental los ha presentado como “bandidos”. Un día tendrán que estar en el altar de la patria. No tienen una tarja que los identifique, pero alrededor de donde tuvo lugar el hecho hay varias palmas que conservan el impacto de las armas de grueso calibre que las alcanzaron. Ellas son testigos de esa matanza.

Más de 4000 guerrilleros lucharon contra el castrocomunismo en toda la Isla. Tuvieron que enfrentarse a tropas superiores en número y en armamento. Los prisioneros, que alcanzaron la cifra de varios miles, eran juzgados en juicios sumarísimos y condenados a muerte o a extensas sentencias en prisión en condiciones infrahumanas. Miles de cubanos, tanto rebeldes como castrocomunistas, perdieron la vida. 

Cifras oficiales sitúan en 635 los alzados muertos y en 618 los miembros del ejército y paramilitares fallecidos.[xiii] Estas estadísticas no recogen a los innumerables prisioneros fusilados, mucho ejecutados casi inmediatamente tras ser capturados, y como prueba de ello están las palabras del propio Castro:

“…todo individuo que sea capturado en armas, es decir, alzado contra la Revolución, independientemente de que sea jefe o soldado de fila, ¡aplicarle, sin otra alternativa, inexorablemente, la pena capital, por un trámite sencillo y rápido, de manera que en término no mayor de 48 horas se cumplan las sentencias […] Porque a las tropas en operaciones […] las acompañarán los tribunales revolucionarios! […] Ya saben, pues, nuestros enemigos, la suerte que les toca y la suerte que van a correr, ¡sin mucha publicidad siquiera!”.[xiv]

¿Cómo saber entonces la realidad y el número exacto, si al decir de Fondevila: “en los meses y años iniciales de la tragedia, matar era una fiesta”?[xv]




Notas:
[i] A los que no concuerden con esto les sugiero que investiguen las ejecuciones llevadas a cabo por los capitanes Orlando Lara y Eddy Suñol en la zona de Holguín y Bayamo entre 1957 y 1958.
[ii] Lamentablemente la lucha guerrillera de 1959 a 1965, fuera del Escambray, y específicamente en los llanos, ha sido poco estudiada.
[iii] Gusberto estaba considerado por el G2 como uno de los alzados más hábiles de Oriente. Se mantuvo luchando desde enero de 1960 hasta el 24 de mayo de 1965. Fue capturado herido luego de un combate en Dumañuecos, Manatí, Las Tunas y fusilado. Algunas fuentes señalan que tenía los grados de comandante del Ejército de Liberación Nacional Anticomunista.
[iv] Pedro Elchevarry Vázquez y Santiago Gutiérrez Oseguera: Bandidismo. Derrota de la CIA en Cuba, Editorial Capitán San Luis, La Habana, pp. 285-286, y Daniel Martínez Rabelo: “Bandidismo en el territorio del actual municipio de Calixto García” (inédito).
[v] Periódico ¡Ahora!, 3 de junio de 1990, p. 5.
[vi] Entrevista efectuada el día 10 de junio de 2012.
[vii] Entrevista efectuada el día 9 de julio de 2012.
[viii] Actualmente vive en los EE. UU.
[ix] Orlando Fondevila: “La Infamia continua y silenciada. Notas sobre el presidio político en Cuba”, en Revista Hispano-Cubana, No. 29, 2007, p. 19.
[x] Entrevista a Arnol Gerardo Batista Figueredo.
[xi] Daniel Martínez Rabelo: Ob.cit.
[xii] Control de Defunciones. Tomo 12, folios: 570, 571, 572, 573, 574, 575, 576 y 577, en el Registro Civil de Yareyal. Hoy ubicados en el poblado de Mir.
[xiii] Granma, 30 de marzo de 2017, p. 8.
[xiv] Discurso en el teatro Chaplin, el 28 de noviembre de 1961.
[xv] Orlando Fondevila: Ob.cit, p. 20.




Iglesias Evangélicas en Cuba: el nuevo poder político en la sombra

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Johan Moya Ramis

Ganador del Segundo Premio de Reportajes “Editorial Hypermedia 2019”.


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