A Cayo Hueso… el de los 80.
De las fiestas populares cubanas, el Carnaval de La Habana es la de mayor arraigo y tradición. Longevo convite que se ha movido no solo entre marcas temporales y urbanas (febrero en el siglo XIX, meses de verano después de 1959, ardiente agosto en los últimos tiempos; Paseo del Prado primero, avenida del Malecón después), sino de modo transversal, según exigencias, determinantes y vaivenes de ocasión.
A pesar de los cambios y desestructuras, este asueto de pobres, digo, de pueblo, ha tratado de salvaguardar lo típico: conga, cerveza y comparsas. Estas últimas sostenidas en dos conceptos: las históricas y reverenciadas comparsas tradicionales (Los Marqueses de Atarés, El Alacrán, La Sultana, Los Componedores de Batea, Los Guaracheros de Regla, La Jardinera), hasta la inclusión de las llamadas comparsas contemporáneas, de cierto perfil progresivo (Los Caballeros del Ritmo, Carnavaleando). Este año se supusieron sublimes, pues celebraban la estipulación de Ciudad Maravilla (¡comentarios aparte!) ofrecida a La Habana.
Algo peculiar, casi único, de los carnavales cubanos (desconozco si se abraza similar filosofía en otras latitudes) es que se celebran lo mismo por alegrías que por derrotas; por beneplácitos que por infortunios. Como si el estallido de color, centelleo, “tropicalismo”, música de fuerte rítmica, pegajosa juerga de rumberos, el paquete seductor completo, barriera, purgara las frustraciones, los denuedos, abriendo el imán de una euforia circunstancial, acrisolando el camino.
La representación del carnaval se ha tornado célebre. Pienso en algunos ejemplos. La infraestructura visual, en artes plásticas, gráfica y fotografía, desplegada a raíz del esplendoroso carnaval convocado en julio de 1970, tras el fracaso de la zafra de los diez millones. Ineficaces meses pletóricos de cortes de caña y distinciones de macheteros convidadas a cada cubano trabajador, sin medir sector o profesión, fueron cerrados con congas y bebidas para todos. La amada Rampa vedadense fue engalanada, se vivió una explosión de artes visuales en el Pabellón Cuba (vallas, lumínicos, grandes impresiones fotográficas), fuegos artificiales en el Paseo del Prado y en el Malecón habanero.
Tanto apego mereció el carnaval por esas fechas que llegó a ostentar categoría propia en algunos certámenes, amplia representación en la fotografía de tradiciones populares y vida urbana, hasta alzarse con un evento individual (Concurso de Fotografía “Carnaval de La Habana 1986”). Notoriedad alcanzó el jolgorio de agosto de 1981. Esta vez, a la sazón de la alegría y la opulencia reales de los 80, registrados en la multirreconocida serie fotográfica de Mayra Martínez. La entonces periodista y redactora de la revista Revolución y Cultura, miembro directivo de la Asociación Hermanos Saíz (AHS) en la época, presentó el trabajo en blanco/negro Carnaval, alegría del pueblo. Aludiendo una vez más al espontáneo goce, indiscutible delirio, de los sujetos que “danzan y sonríen luego de construir, de amasar con esas mismas manos, la realidad de un país en revolución”.
¿Era necesario volver a ponerle el fardo al carnaval? Más allá de la indudable calidad de las imágenes, esta serie sirvió de cara “feliz” para la manifestación, la sociedad, el contexto y el discurso dominante. En eso, una parte de Cuba se ha hecho experta.
Como exposición independiente, Carnaval reluce en el 81; parte de sus obras fueron seleccionadas para la muestra colateral del Premio de Fotografía Cubana 1982, organizado de manera única por el Ministerio de Cultura; y ese mismo año, algunas piezas icónicas se incorporan a una muestra colectiva que viaja allende los mares en representación de la imagen nacional (EE.UU., Images of Ourselves. Six Young Cuban Photographers with Osvaldo Salas), donde además son portada del impreso promocional.
La mayor parte de las fotografías que tienen como tema central el carnaval responden a la inmediatez del fotoperiodismo o son retratos de modelos en pose peculiar con vista frontal a cámara. En el primero, un sinfín de imágenes panorámicas, de ambientes, bailadores y comparseros en funciones, donde la intención se postula en la unidireccionalidad del mensaje por encima de la audacia en el lenguaje compositivo (no tienen que estar divorciados, pero resulta difícil conjugarlos bajo la premura y los códigos propios del género). En el segundo prima lo que se puede nombrar un estilo o acomodo, “foto de carnaval”: retratos de personajes sonrientes, solos o en grupo, que “desafían dulcemente” a la cámara. Ataviados congueros, guaracheros, gente de carroza, que lucen henchidos, exuberantes, cual noble y efectivo objetivo fotográfico.
De estos últimos subsiste un lugar común: los sujetos negros y, por supuesto, las mujeres. En más alto registro: las jóvenes negras y mulatas. ¿Dónde están los también hermosos chicos blancos o mestizos, engalanados con alhajas, mitras y coronas? Esos se pasean altaneros por selecto tramo de avenida, pero están ausentes de la representación fotográfica. ¿Tendrán que ser audaces lentes femeninos quienes reporten las calles en fiesta para ensanchar y quebrar esos esquemas donde prima el folclor, la negritud y el “machocentrismo”?
Otra forma de mirar, más inusual, también aparece: el discurso de lo sugerente, la riqueza de la obra abierta, donde la interpretación se auxilia de lo ausente, de lo inferido. Abrigado en el simbolismo, el desplazamiento del objeto fotográfico clásico, el tema orbita entonces hacia el resultado, más que al suceso; a la subjetividad del discurso visual más que a personajes, enseres o sonrisas a todo color. Como en la serie “Carnaval” (2013), del experimentado fotógrafo conceptualista Felipe Dulzaides.
Vuelvo a los carnavales del 2016. Se me hace imposible escribir sin comparar, sin objetar.
Los medios de prensa anunciaron que en esta ocasión “el plato fuerte” serían las comparsas, con sus respectivas congas. Pero creo que más que en homenaje, se convirtió en un exceso. En el sentido del abigarramiento de música y músicos congregados en tramos cortos. Una sonoridad se montaba sobre la otra, pues cada doscientos metros aproximadamente existía una comparsa con su set de tambores, más una carroza detrás con su música grabada u orquesta acompañante, más un escenario con grandes bafles y grupo musical en vivo, conformando un amasijo sonoro que ni los mismos bailadores eran capaces de seguir. No solo por la demasía y el cambio rápido de compás, también por la contaminación de géneros. Mientras la conga era marcada por los tambores, el podio móvil o fijo lanzaba timba o songo.
La conga continúa siendo sin dudas la reina del carnaval y su público le hace odas. Los bailadores, perga en mano (ahora en versión más pequeña y de plástico transparente), se alborozan al repique del tabor y el cencerro… Entonces para qué contaminárselo, yuxtaponérselo, comprimírselo, con otros géneros competidores en un fragmento de cinturón, en un apretadísimo trecho del legendario paseo capitalino (desde 19 y K hasta la calle Marina). Pues ya tampoco son aquellos kilómetros de Malecón recorridos desde La Punta hasta La Piragua. Ahora se trata de un mixturado y declinado “compendio”, sin serpentinas, ni carrozas de tres pisos, ni abundantes fuegos artificiales.
Desde la cultura artística se extraña la monarquía del buen gusto, sin agarrarse a la fórmula-pretexto de la precaria economía o la falta de recursos. Me parece que es el jolgorio popular oficial de La Habana que cuenta con el mayor apoyo logístico y estructural. Sin contar que la historia del diseño y el arte escénicos ha demostrado que con poco se hace mucho y bello.
Se extraña a un Manuel Mendive (no él literalmente, más bien lo que el Maestro representa) fundido entre público y cuerpos de modelos, bailarines semidesnudos pintados o por pintar, junto a la gente que pasa, mira y reflexiona ante tal “arte popular” de nuevo tipo.
Es una pena que las nuevas generaciones solo vean tristes decantaciones. Neoexpresionismos marrones, inexcusablemente atildados con sabor al más sato coctel de bienvenida.