A Machete (como le solían decir sus amigos a Rigoberto) y Leovigildo
In memoriam
El reportaje de las zafras cubanas fue tema frecuente y tenaz en el fotodocumentalismo cubano del siglo XX, y con menor intensidad y desde otra mirada, en el XXI. Las circunstancias históricas entre un tiempo y otro cambiaron. De colosales denuedos y millonarias metas, el corte de caña y los ingenios altamente productivos pasaron a espoleados esfuerzos y aletargados centrales. Pero en esencia, las manos y testigos siguieron siendo los mismos: el hombre de campo humilde y ajado que bajo precarias condiciones deja el aliento en cada corte.
En el registro de la imagen también han mutado los enfoques. Amén de clichés en el tema, subsiste un intento por buscar más allá del objetivo clásico, del personaje “pintoresco”, del encuadre típico formal de la brigada victoriosa, el machetero sonriente por el deber cumplido, el héroe-obrero de la nueva sociedad. Esos patrones fueron quedando al margen del camino. En la fotografía documental más contemporánea se enriquecen los modos de mirar sin desplazar en demasía el eje de la toma: el sujeto, sus enseres alegóricos y el Central. Esto sucede básicamente en las de ensayo de autor, realizadas por motivaciones personales, de perfil más introspectivo, crítico, abocadas más al concepto que a la forma. No así en el fotorreportaje por encargo para la prensa, donde las fórmulas de representación aún señorean con sus viejas vestiduras.
Hecho que no es algo nuevo, ni aporte de las nuevas culturas visuales. La anarquía de la mirada, gradual y comedida, proviene de la historia. No solo de la mejor fotografía sobre trabajadores y campo (Evans, Lange, Shahn desde Norteamérica; Salgado por Sudamérica), sino también de la propia herencia bebida en nuestra Isla. Menos conocida, no divulgada o apocada en su momento, la fotografía cubana sobre el corte de caña y sus protagonistas, más profunda, meditada en sus alcances estéticos, sociales y ontológicos, ha ofrecido legado. Aunque aún no se le reconozca lo suficiente.
En una ocasión, al preguntarle a un fotógrafo veterano sobre esta temática y sus principales hacedores en los años 60 y 70 en Cuba, me respondió categórico: “Todos… sí, porque todos hicimos zafra”. Y no asumido en el sentido pletórico de la expresión como se le conoce en buen lenguaje nacional (hacer fortuna, arrasar con todas las ganancias), sino con el deber de estar, de cumplir la condicionante histórica ineludible de cubrir el suceso, muchas veces alternando cámara con mocha. Trabajar a la vez como reporteros y macheteros era parte de crear.
En aquella época, muchos de estos fotorreporteros obraban por encargo para las publicaciones periódicas (destaca por su edición, concepto y uso de las imágenes, Cuba Internacional); algunos, tras efectuar el trabajo “de plantilla”, dejaban un espacio para el reportaje más personal. Un reportaje que no respondía directamente a la premura, el compromiso, la inmediatez de entrega y valoración vertical del staff editorial. Pocos lo hicieron, y casi al unísono del propósito básico del encargo, dando el mejor aporte al muestrario visual de la temporada. Una buena prueba a la creatividad, sensibilidad y al ojo entrenado del fotógrafo.
La obra podía obtenerse de diversas maneras: por propia cuenta, asistiendo de voluntarios a convocatorias de movilizaciones a la caña, o autofinanciándose travesías y estancias en los poblados en siega. Funcionaba también que ciertas fotos que eran descartadas por el editor ejecutivo o máximo regente de una revista o periódico, y su autor las rescataba y conservaba. Numerosas de esas imágenes quedaron proscritas y fueron a parar a las carpetas privadas; no se exponían o publicaban, al menos en época. Obras de una solidez discursiva a tono con el escenario internacional y con los más exigentes basamentos formales y conceptuales del género. Ya fuese por pedido o por inspiración, fotodocumentalismo ambos, respondían a códigos tradicionales: en blanco y negro, con privilegio de la función testimonial, composición de estudiado lenguaje, mensaje unidireccional y sin grandes ambages en el manejo y propuesta de contenidos.
Muchos sostuvieron la reiteración de moldes, por ejemplo: los muy socorridos retratos de personajes frontales, en solitario o en grupo, con vista directa a cámara, deslustrados pero risueños, donde primero por directiva y luego por creencia popular, la ropa no podía salir rota. No se debía empañar ni el optimismo ni el gesto homérico; o las fotos elevando el machete, el diploma o el estandarte de brigada millonaria.
No los increpo, fueron fotografías de circunstancias y doctrinas. Cuestionables fueron los que jugaron a hacer imágenes con verdades profundas, donde parecía que divisaban al ser humano por encima del modelo acomodado para la exigencia de la ideología de turno, y no eran más que figuraciones, ardides construidos en pos de ganar certámenes y recorrer más rápido el sendero de la legitimación y sus prebendas. O los astutos que apostaron por los dos códigos a la vez: la fotografía de macheteros gloriosos con olor a premio (incluso hasta entrados los años 80) y la obra supuestamente más visceral, humana, implicada con el mejor valor del arte. Algún día la historia de la fotografía cubana –que todavía está por escribir– lanzará sus luces sobre el tema, otorgando los justos lugares.
Mencionaré algunos ejemplos, los menos consabidos.
En los años dorados del (décadas del 60 y 70) se encomiaron los fotorreportajes, acompañados por un vasto manejo público y expositivo. En junio de 1965 se exhibieron en el vestíbulo de la Terminal de Ómnibus de La Habana las 110 fotografías de la serie La Zafra, del italiano Paolo Gasparini. Imágenes que fueron tomadas durante tres meses de contienda entre 1964 y 1965, tras solicitud del entonces Consejo Nacional de Cultura. La muestra, presentada con palabras de Roberto Fernández Retamar, giraba en torno a la vida cotidiana de los macheteros, el trabajo en el campo de caña, todo el proceso de la industria hasta el embarque del azúcar.
Un rasgo peculiar de la etapa (y por supuesto, también del tema) fue la mirada del otro: el visitante, el extranjero. Quedó manifiesta en los fotógrafos viajeros (paradigmas conocidos: Cuba: ver para creer, de Gasparini, y Seis miran Cuba, de René Burri, Luc Chessex, Marc Riboud, Lee Lockwood, Pic y Gasparini), a quienes no solo se les reconocieron las nuevas interpretaciones de nuestra realidad y las novedades en el lenguaje fotográfico, innegables y eficaces contribuciones importadas, principalmente de la mejor fotografía documental europea y norteamericana; sino que también se llegó a admitir que nos “enseñaron cosas de nosotros mismos”. ¿Qué estaban haciendo los cubanos… fotográficamente hablando?
En cuanto a trabajos compartidos, modélica es la conocida Zafra del 70, donde no solo se colaboró en el modo de interpretar la Isla y sus imágenes. Ante tan elevada meta, se requerían supraesfuerzos de procederes y propagandas. La Zafra de los 10 Millones (de toneladas de azúcar), el suceso que impulsaría a Cuba fuera del subdesarrollo, necesitó de la consagración de cubanos trasmutados en semidioses (y lo afirmo con respeto). Abundan las historias de personajes sin límites, sin tiempo, sin descanso… que alcanzaron cifras desmesuradas en el corte (como la Brigada de Oriente de los 36 hombres cinco veces millonarios). Una visión de ellos quedó para la historia, desde las páginas de las revistas Bohemia y Cuba Internacional, como el célebre ensayo No hay otro modo de hacer la zafra, del suizo Luc Chessex y los cubanos Enrique de la Uz e Iván Cañas. Fotografías que comprendieron desde el ambiente creado por el discurso oficial, el proceso de trabajo en el campo, hasta “la conversión del revés en victoria” cuando la meta no fue alcanzada.
La conjunción de nacionales y extranjeros, la fusión de precedencias de los obreros, se presentó desde el “voluntariado” de personajes insólitos. Tanto los convocados desde terreno nacional (La iglesia católica va a la zafra, apreciable reportaje de Ernesto Fernández) como aquellos que provenían de disímiles latitudes a “ayudar a la tarea del desarrollo en Cuba”: jóvenes coreanos, alemanes, vietnamitas, japoneses, kojosianos (del Konsomol soviético), entre otros, eran abanderados por tal esfuerzo y solidaridad.
En 1974 se comenzó a preparar a dos lentes el trabajo Con sudor de millonario, excepcional ensayo de Rigoberto Romero y Leovigildo González que tomó como escenario cañaveral, central y batey de la Brigada Millonaria “Victoria de Girón”, en la antigua provincia Habana, durante un período de corte de caña quemada. Un examen intenso de la vida no edulcorada de los macheteros, del sentir la piel del otro ante la fatiga y el peso de las faenas, aunque el retrato fuese todavía el de un héroe, un vencedor. Módicas sonrisas y seres profundamente humanos reinaron en este olvidado trabajo, apegado al neorrealismo y al fotodocumentalismo más veraz. En 1975, tras selección y previo acuerdo de sus autores con el Instituto Cubano del Libro, se presentó a proyecto editorial. Su maqueta, facturada con fotografías pegadas manualmente, realizadas en dos formatos clásicos (35 y 120 mm) quedó aletargada en algún lugar. Hasta hoy, ni maqueta ni libro han visto la luz.
Durante los años 80 aún sobrevivían imágenes de la contienda azucarera. El tema proliferaba en el circuito de recepción (oficial, de galería, de eventos competitivos en las artes plásticas) y en los lentes de las promociones emergentes. Cuesta comprender tal expansiva presencia cuando ya comenzaban a pautar el vanguardismo y la renovación en las artes visuales cubanas. La fotografía de perfil más social, ideológica y testimonial, se mantuvo más allá de lo previsto. Se le solía llamar “fotografía combatiente” o de “útiles propósitos”.
En 1981, el Grupo de Fotógrafos de la Brigada de Escritores y Artistas “Hermanos Saíz”, en vísperas de IV Congreso de la Unión de Jóvenes Comunistas, convocó a un certamen nombrado “Fotochoque”, con el objetivo de estimular el registro del ambiente de los trabajadores, los jóvenes obreros y los militantes incorporados a las “obras de choque”, entre ellas el corte de caña. Proyecto que evidentemente sobrepasaba las meras intenciones fotográficas-creativas, en pos de circunscribir el valor apologético de la imagen. En 1982 fueron exhibidos los reportajes, acometidos por noveles “fotógrafos, ejerciendo su derecho de creadores libres”, según sus propias palabras publicadas en la prensa. Entre los brigadistas estaba Mayra A. Martínez, Gilda Pérez, Jorge Macías, Juan José Vidal, Pirole, y Rigoberto Romero.
A partir de los años 90, con el cambio radical de nuestra economía (y sus proyecciones de Estado), subsisten otros modos de mirar la zafra. Aunque continúa el respeto por el blanco y negro para el tema, se salta a la tecnología digital y se incorporan discursos más sutiles, personales. Se presentan obras más elaboradas en su propuesta interpretativa, aunque nítidas en su simbología. Imágenes límpidas, más repasadas en su cautela subjetiva, que traducen una abrupta decadencia, no solo de la industria azucarera.
La otrora “Catedral de nuestro siglo”, como llamó Fernández Retamar al Central, emerge ahora en sus vencidas piedras y derruidas moliendas, despojada de glorias y quimeras. Situación que se acentúa en el presente siglo, cuando a partir del 2002 se demarcan radicales cambios en los planes estatales: se desestructura el Ministerio del Azúcar y se emprende el cierre de un considerable volumen de centrales en activo. Llega entonces el ocaso de los poblados y pobladores cuyo existir giraba en torno al azúcar.
Esta nueva historia en imágenes ha optado por dos senderos: el clasicismo del documento, del ensayo con fuerte matiz a poética de autor, y el fotorreportaje de perfil más experimental y muchas veces resuelto sin el apremio de la entrega (aunque acá la inmediatez en las publicaciones es relativa).
Cual solitarios reyes destronados, asoman los centrales azucareros inermes y dignificados en las clásicas fotografías de Ricardo G. Elías, como resultado de una aguda investigación llevada cabo por el autor desde el año 2005 con su trabajo El exceso de azúcar produce amargura, hasta la exposición Oro seco en 2008, donde incluye video-proyección de 6 minutos y 10 retratos de obreros vencidos; pasando por la muestra Prosperidades pasadas, realizada junto al fotógrafo canadiense Richard (Dick) Groot en 2007. La historia y la “memoria económica” del país es asumida por Elías desde una estética de la nostalgia, deudora de la mejor fotografía industrial de la vanguardia. Práctica e indagación que ha sostenido hasta el presente.
Desde otra arista, fotodocumentalistas veteranos y noveles han experimentado una zafra de “moderno” prototipo: contados centrales, sin grandilocuentes propagandas, sin líderes políticos fundidos con el obrero en el surco, el porrón de barro cocido para el agua fresca reemplazado por el más trivial pomo plástico, sin suficientes medios de protección ante las calderas, el corte manual sustituido por la mecanización progresiva de la cosecha. Pero los protagonistas o testigos parecen seguir siendo los mismos.
De tal modo, José Julian Martí Montero propone Tiempo duro, ensayo que trasluce analogías y penurias. Por su propia cuenta y en calidad de cronista, Martí acudió a la Zafra 2001-2002 en los centrales “Habana Libre” y “Sandino”, en la actual provincia de Artemisa, y al entonces ya desactivado “Julio Reyes Cairo” en Jovellanos, Matanzas. Tras varias visitas y más de una decena de sesiones fotográficas, logró captar con realismo el rostro del cubano enjuto, el entorno complejo y difícil de una labor ya no tan millonaria ni tan aupada. Un contexto paradójico donde la calidez humana sobrevive el ritmo feroz y casi mecánico del brazo y la mocha.
Sadiel Mederos Bermúdez, joven y prometedor fotoperiodista villaclareño, formula una obra honesta, también directa y estudiada en sus bosquejos. Necesaria y plausible, diría, en las nuevas generaciones de fotorreporteros. Como parte de una labor en los sets de comunicación masiva de su provincia, Mederos registra inicialmente el tema como noticia, pero consigue acercarse a la vida, la subjetividad, la dinámica del central, de los personajes. Villa Clara, sitio de la geografía cubana con la mayor cantidad de centrales desactivados, aún apuesta por un “trabajo surreal”, según palabras del propio fotógrafo. La serie Con la real azúcar cubana (2015) parece buscar respuestas en los rostros, en las actitudes, sobre todo en los más inquietantes: Aquellos que a pesar de su jovencísima edad asumen las tareas de los hornos, o el retrato de la única mujer jefa de brigada (de 12 hombres) en la región.
La producción del azúcar en la Cuba del siglo XXI está como su historia social. No la de la tecnología, la ciencia, el wifi y los augurios de cambios: la otra, la híspida. Al menos, la fotografía más lograda así lo representa.