Diluida en un contexto de franca represión y demagogia concluyó la XIII Bienal de La Habana. Pero aún estamos a tiempo de hablar sobre la exposición inaugurada por el Museo Nacional de Bellas Artes, en su edificio de arte cubano, y que continuará exhibiéndose hasta el mes de agosto.
Como institución, el Museo tiene el privilegio y la responsabilidad de marcar las pautas para la interpretación del arte y el imaginario visual cubanos en su devenir. Inserto en un ambiente de crisis política y cultural, levanta su voz legitimadora para sumarse a la polémica sobre los valores de la nación. Lamentablemente, lo hace desde lo “ideológicamente correcto”.
A pesar de la grandilocuencia del título, La posibilidad infinita. Pensar la nación, debo decir que no hallé en esta vasta exposición —abarca cuatro salas del edificio— prácticamente ninguna idea original. La revisión de temas, artistas, métodos, y enfoques que debíamos haber encontrado aquí, queda pendiente todavía.
La tendencia de la crítica institucional en las últimas décadas ha sido la de neutralizar todo lo subversivo en el arte, disolviéndolo en un discurso conformista y peligrosamente romántico. El arte de ética manifiesta suele ser considerado de mal gusto o convenientemente declinado, postergado para cuando ya no sea peligroso. Es así que lo desgarrador de nuestra historia reciente, por ejemplo, adquiere en esta curaduría el vaho de lo permisible y lo justificable.
Es el caso de la sección titulada “Isla de azúcar”, la primera del recorrido y la única con un mínimo de cohesión, dada tal vez por la especificidad de su tema. Al parecer, y de acuerdo con el texto explicativo de Corina Matamoros, su objetivo no va más allá de la constatación de un fenómeno: “la creación artística cubana ha explorado nuestra célebre manufactura a través de perspectivas diversas durante cuatro siglos…”.
Comenzando por los grabados idílicos y pintorescos de “Los ingenios” de Laplante y la serie fotográfica de José Gómez de la Carrera, encontramos la zafra de manera tangencial en los dibujos de Lam —donde el motivo de la caña es mero pretexto para recrearse en su estilo—, o en el Jesús Menéndez de Adigio Benítez —donde aparece por una razón coyuntural en el homenaje a un líder de la lucha obrero-campesina—, hasta llegar al punto más polémico de la exhibición: la idealización de la figura del machetero en los 60 y la tragedia, enmascarada en el discurso triunfalista, de los 70.
Y es aquí donde la pretendida neutralidad de la curaduría cae en el equívoco. A la hora de esbozar un discurso sobre la nación no me parece posible o correcto alegar ingenuidad o desinterés político en la plasmación de un fragmento de nuestra historia reciente de ineludible carga ideológica como la Zafra de los 10 millones, por ejemplo.
La imparcialidad de las acotaciones que conforman la primera parte de la exposición da paso a una especie de limbo en el que cabe cualquier lectura porque todo es válido y aceptable como continuidad de la problemática azucarera. La curaduría se permite incluso la suspicacia de colocar el Gráfico Estadístico de la Producción Histórica de Azúcar en Cuba en medio de la retórica oficialista.
No consigo dilucidar si la intención de la muestra es cínica o subversiva. De cualquier forma, creo que “Isla de azúcar” se convierte, intencionadamente o no, en un guion de tragedia, evidencia de la ruina de aquel absurdo proyecto de nación.
“Más allá de la utopía. Relecturas de la historia” se denomina la segunda parte de la exhibición. El título, tan fatuo como el nombre general de la muestra, ¿qué significa?: ¿Después de la utopía? ¿A pesar de la utopía? ¿Cuál utopía? ¿La nación cubana?
Joseph Beuys: cristificar el arte
Los críticos hablan de Joseph Beuys como un gran artista de la ‘performance’, un renovador de la escultura, una personalidad pintoresca, pero en modo alguno pueden tragarse su óptica, su manera de ver y vivir la realidad.
En cuanto a lo de “relectura”, el prefijo no implica necesariamente novedad. Esta exposición prioriza, igual que la anterior, una visión panorámica del asunto, enfoque un tanto trivial y desactualizado. La relación entre historia y arte o documento visual que nos propone es bastante canónica y evidente. Predomina la clásica obra de tema histórico y se reiteran los tópicos relevantes de la Historia de Cuba (con mayúsculas).
No faltan las representaciones de Martí realizadas por algunos consagrados del arte cubano como Carlos Enríquez o Raúl Martínez, que más allá de la constatación de un estilo o una fase creativa, me parecen gratuitas e irrelevantes. El tema de la lucha de clases en Pogolotti también carece de interés en el marco de esta exposición, pues el pintor lo aborda más bien en función de una ideología internacional.
Mucho más interesantes me parecieron la caballería mambisa del fotógrafo José Gómez de la Carrera y “Máximo Gómez en Mal Tiempo”, un boceto de Juan Emilio Hernández Giro.
Cierta nota de originalidad la aporta José Manuel Mesías cuyas falsas reliquias cuestionan la autenticidad del dato histórico a la vez que remiten a la especificidad, autonomía y trascendencia del instante que se pierde de vista en el gran relato.
Pero lo más significativo es la sección dedicada a la caricatura política. Esta tiene tres momentos principales: viñetas de la prensa integrista de la colonia encaminadas a denigrar y ridiculizar la causa independentista; una selección de caricaturas de crítica social y política de la República; y algunas acotaciones mordaces sobre los enemigos del comunismo del periodo revolucionario. Involuntariamente, esta parte de la muestra se convierte en una inesperada declaración sobre el problema de la libertad de prensa en Cuba.
De acuerdo con lo que vemos aquí, solamente en la época republicana podemos encontrar una sátira dirigida hacia la clase gobernante. No así en los tiempos de la colonia y en la Cuba contemporánea donde se ataca exclusivamente a los enemigos del gobierno, de lo cual podríamos deducir que tal vez el mandato revolucionario no dista mucho de la colonial capitanía general. El carácter oficialista de la prensa, la intocabilidad de las figuras y estructuras de poder, la escasa visibilidad de las opiniones divergentes parecen ser rasgos comunes entre los tiempos del coloniaje y las últimas décadas de nuestra historia.
Desde otro punto de vista, algunas de estas imágenes no hubieran sido admitidas décadas atrás. Mostrar héroes consagrados como Gómez y Maceo siendo objeto de escarnio habría sido entonces una degradación inaceptable de su imagen impoluta. Pareciera entonces que se ha ganado en objetividad. Sin embargo, lo que pudiera entenderse como una ganancia resulta ser neta hipocresía, pues la misma lógica no aplica cuando se trata de la historia reciente. La selección termina con una cariñosa y aniñada representación del “invicto”.
Creo que existe cierta uniformidad en las aproximaciones al tema racial en Cuba. En el deseo de reivindicar el componente africano de nuestra cultura se menoscaba la raíz europea, como si para afirmar lo primero hubiera que refutar lo segundo. Esto quizás se debe al matiz ideológico que tiñe la polémica, donde el llamado pensamiento emancipatorio, al proponerse desmontar un estereotipo, da lugar a otro. Es lo que ocurre en “Nada personal”, la tercera parte de la exhibición del Museo, que se propone abordar, según declaran sus curadores, el tema de la racialidad en Cuba como una suerte de background cultural.
Lo negro, como cuestión identitaria, se halla diluido en la mitología popular de la pintura de Manuel Mendive, cuya visión amorosa no conoce el conflicto. En Los del baile, de Nicolás Guillén Landrián, lo racial se asocia con la sensibilidad humana del artista. Esta matriz también está presente en la obra de Olazábal, de carácter más bien religioso o ritual. Mientras que Jaime Valls y Teodoro Ramos abordan el tema en clave puramente estética.
Sin embargo, y espero no escandalizar a nadie, no veo una principalidad de la raza, por ejemplo, en la obra de José Bedia. Su preocupación es más bien antropológica y puede, si lo desea, prescindir del dato racial. Lo mismo sucede en “De la resistencia al folklore”, de José Ángel Vincench. En relación con los artistas anteriores ambos manifiestan un interés más general, más abstracto sobre las dinámicas de la cultura. Creo que remitirlos a la cuestión de la raza puede confundir y hasta falsear los significados o, cuando menos, convertirse en una limitación.
Bienal fatalité
María de Lourdes Mariño Fernández
Fatalité. Esta es la única expresión que me viene a la mente cuando camino por las exposiciones, oficiales o no, de la XIII Bienal de La Habana.
“Día de Reyes”, de Juan Roberto Diago, marcada por el resentimiento es, esta sí, una obra totalmente emanada de la experiencia del odio interracial. Y la fotografía de René Peña lo trata desde su evidencia física, corporal. Sin embargo, la inclusión de Rocío García la considero forzada; así como el Hatuey de Jesús de Armas, cuyas obras me parecieron tontas y de mal gusto.
Por otra parte, la “criollidad” no es una categoría racial. Pretender operar con una definición extendida puede atentar contra la claridad conceptual de la curaduría. Así es que algunas de las implicaciones de lo racial que se nos proponen resultan secundarias, prescindibles o impuestas. Ocurre, por ejemplo, con los retratos de Arche, cuya inclusión se justifica a partir de una interpretación casi maliciosa; y con exponentes de la renovación estética de las vanguardias como Gattorno y Mariano Rodríguez.
“Nada personal” insiste en un análisis un tanto esquemático del factor racial que consiste básicamente en asociar las razas con determinados patrones socioculturales y puede estar tan prejuiciada como la visión eurocentrista. Varios posibles e importantes puntos de vista sobre el problema (como la marginalidad, lo psicológico, lo político, las relaciones interraciales…), fueron ignorados o pobremente explorados, y por momentos tuve la impresión de que solo habían reordenado algunos cuadros de la sala permanente.
No es necesario que me extienda sobre la última parte de la exhibición, titulada “El espejo de los enigmas. Apuntes sobre la cubanidad”; resultaría redundante. No falta aquí alguna que otra pieza de suspicacia política, pero muchas perfectamente podrían estar en cualquiera de los espacios anteriores. Parece más bien una exposición de relleno, pues no aporta nada nuevo y como síntesis o continuidad de lo anterior resulta pobre e innecesaria. No queda claro cuál es el criterio curatorial que la rige, pero sus “apuntes”, aparentemente ambiguos e inespecíficos, siguen la tónica ideológica de las anteriores. Su carácter inclusivo es solo aparente.
Lo que más aprecié, además de la obra de Belkis Ayón, fue el documental En un barrio viejo, de Nicolás Guillén Landrián.
Víctima en su momento de un zarandeo institucional y una censura que lo llevó casi a la locura y luego al exilio, Landrián aparece por segunda vez en la exposición del Museo. De nuevo, como en las caricaturas mambisas, pareciera que los viejos prejuicios han sido superados. Pero aunque ambos documentales, Los del baile y En un barrio viejo, son bellísimos, casualmente son también de los más “permisibles”. Otros siguen siendo inaceptables porque, arte del bueno, poseen una lucidez involuntaria, nacida de la pura intuición y del talante artístico de Landrián, que todavía hoy revela una verdad insoportable para muchos sobre las contradicciones humanas que genera el proyecto socialista.
No creo que La posibilidad infinita indague verdaderamente sobre las posibles lecturas de la nación. Se trata más bien de una visión parcializada y tendenciosa que sigue a pie juntillas el discurso oficial, se adhiere a la ya habitual manipulación del dato histórico-artístico puesto en función de legitimar lo políticamente instituido, y reproduce un guion preestablecido y repetido hasta el cansancio.
La selección y el discurso curatorial priorizan la corrección ideológica por encima de la objetividad y el pensamiento crítico; no solo evaden el conflicto, sino que carecen de análisis y originalidad, y reflejan la falta de independencia intelectual de las instituciones encargadas de salvaguardar, investigar, interpretar y socializar el testimonio del arte y la historia en nuestro país.
Ante la exposición del Museo cabría preguntarse: ¿si la nación es una “posibilidad infinita”, por qué seguimos redundando en un modelo harto fracasado? Curiosamente en su título resuena el nombre de esta Bienal (“La construcción de lo posible”). Pero, ¿cómo se entiende “lo posible” en el actual contexto cubano? Conveniente ambigüedad.
25 / 50. Un recorrido visual
Desde Ojos que te vieron ir… (1994) hasta Últimas fotos de mamá desnuda (Trabajo en progreso, 2017).