El problema del arte cubano es la sal, que está por todas partes. Deteriora los ajuares, provoca hipertensión e ictus y es una frontera tortuosa con el mundo real.
Al hacer una revisión de las principales subastas de arte, sin prestar atención a los precios de martillo, vemos que los artistas cubanos que aparecen entre los afortunados se reducen unos quince, algunos de ellos ya six feet under y con un lugar asegurado en los altares de la historia.
El resto, como los cocotaxis, depende de la cantidad de asientos ocupados en los aviones que aterrizan en La Habana.
La noción (que no la condición) de precariedad apareció por primera vez en los años cincuenta unida a rasgos de inestabilidad, inseguridad y escasez, que desde entonces han permanecido como signo en la literatura sobre el tema.
Para la circunstancia local, mal que bien, esta condición supone un énfasis a la escasez, porque las soluciones a la carencia casi siempre han tenido que cruzar el mar.
Cuando los pilares del arte fueron erigidos —me refiero por supuesto al occidental—, Platón los ridiculizó en algún diálogo y luego procedió a retractarse. Insistía en la separación de arte y política, movido por su propia agenda partidaria del gobernador filósofo.
Por supuesto, no estaba protegiéndose precisamente de los maestros escultores —ocupados en cuerpos discóbolos— o de la templanza de los arquitectos. Le preocupaba, más bien, aquel que podría enfrentarlo con la lengua (cuántos usos para un miembro tan arcano, ¿no?).
Teóricamente, el arte quedaba relegado a producirse desde lo privado, en el mismo espacio en que se resolvían las cuentas familiares y se formaba etimológicamente la economía.
Mucho tiempo después, aquellos vientos trajeron estos vendavales, y el que antaño había sido compañero de la creación devino peculiar enemigo. Después de que el siglo XX uniera economía y arte en una relación amor-odio, el XXI se encargó de globalizar esta correspondencia y de estandarizar, a través del mercado, sus tipologías.
Esa estandarización —que tiene que ver más con la calidad material de la pieza y no con la obra en sí— encuentra su análogo en el mercado de competencia perfecta con el concepto de homogeneidad del producto.
Aunque la misma naturaleza del arte pone en crisis este supuesto —a saber, que exista algo así como un arquetipo comercial de obra artística—, al entrar en la dinámica de comercialización el arte se convierte en un bien de consumo y está sujeto a las reglas particulares del mercado que integra.
En menor o mayor medida, este parámetro funciona para todo el arte; en menor, para los llamados artistas de marca; en mayor, para los más de cien mil artistas que trabajan sin representación o estabilidad comercial alrededor del mundo.
Ahí está la primera seña: lo que le falta al arte contemporáneo cubano es tener un mercado propio. Recurrir ahora a una argumentación sobre el tema sería un total pleonasmo, pero convengamos en varias cuestiones.
El mercado del arte contemporáneo —donde existe— funciona bajo una lógica de sistema ―para algunos, es cierto, tan amenazante como la HAL 9000― y la dinámica con que trabaja no es ningún secreto. Sus componentes están bien delimitados; de hecho, la publicación de su funcionamiento es una de sus armas. Basta con leer El tiburón de doce millones de dólares, de Don Thompson.
La estructura que integra artistas, galerías, críticos, museos, ferias y subastas, aprovecha con envidiable eficiencia su jerarquía, e incluso los mavericks son asimilados tan vulgarmente como la contracultura de los sesenta en el pop de los ochenta y los noventa.
En una conversación con Lily Kostrzewa, periodista de New Art Examiner:
“Me reúno con un fotógrafo que descubrió recientemente la metáfora visual; en cada flor una vulva, en cada foto una flor. Me habla del gramaje del papel ―tiene que ser de más de 250g/m2―, enumera los tipos de mates y semimates, capto las palabras ʻatelier cansónʼ, que con seguridad malentendí; termina contándome sus peripecias en busca de ʻmateriales de calidadʼ. Me parece estar escuchando a un argonauta y termino pensando que el papel en que imprime vale más que las fotos”.
En Cuba, el sistema arte emula hasta un punto con esa estructura; pero, más allá de los grises, nuestro “mercado” solo existe como oferta, ahí se detiene la cadena. No solo carece de una demanda interna —ni soñar con una—, sino que está obligado a saltar el charco para insertarse en una.
De nuevo el sino de la sal.
Un amigo que tuvo por hobby infiltrarse en reuniones de cuadros, escucha la arenga del director de una excelsa institución de la cultura:
“Ahora mismo no podemos estar ociosos en la batalla, con esto de los espacios alternativos para el arte y con el financiamiento que reciben ―Dios sabe de dónde lo sacan, seguramente de alguna avejentada filántropa que se nos escapó del radar― quieren llegar y remover años de trabajo. Pero nosotros tenemos nuestro arte, un arte serio y reconocido en el mundo, al que le hacemos justicia cada vez que le abrimos las puertas de nuestra institución al pueblo”.
“Hace unos días publicaron un artículo en este sitio independiente…, ayúdame, tigre [pero tigre no lee y no sabe]. Bueno, ¡nos emplazaban como origen de una así llamada abulia institucional!; usándonos como chivo expiatorio del ʻmal del sistemaʼ. Nuestro trabajo honra este edificio centenario, aquí es adonde primero nos debemos, y ellos lo olvidan porque no estamos activos en Internet, señores; a eso tenemos que llegar, a responder en tiempo real las acusaciones alborotadoras”.
“Hay que mantener Facebook activísimo, publicar boletines con noticias semanalmente, ¡bombardear las redes, señores! A ver, tú [dedo acusador a Impotente número 4], ¿por qué ustedes en pleno Vedado no tienen un sitio web?”.
Impotente, tímido, con el miedo que causa saber algo en un espacio hostil, abre inseguro su boca y replica:
“Es que… nosotros no tenemos computadora”.
Al pie forzado de la escasez se originan cuatro tipos, más o menos comprobados, de prácticas entre los creadores: el mencionado artista viajador importador; el explorador comprador, dependiente casi siempre de cómo marche la economía subterránea; el artista recolector, cuyos materiales son resultado de una forma de reciclaje; y el artista conceptual.
Cada uno remedia las faltas según sus habilidades y creatividad, además de que la constricción material encuentra un digno oponente en las libérrimas formas del arte contemporáneo.
En el apartado creativo, la precariedad puede tomar figuras inusuales, tal vez deformes, puesto que impone el mismo principio de utilidad que el mercado.
Lev Kreft, en Art and Politics in the 20th Century, dispara y da en el blanco:
“… igualmente, las pretensiones utilitarias se equivocan [también subscribe la moralidad a este juicio] porque lo que sirve para producir una obra de arte puede ser, y generalmente es, inútil para cualquier otro propósito. Esta inutilidad es tal vez el rasgo más esencial del arte: lo realmente hermoso es aquello que no es moralmente, ni de ninguna otra manera, útil, rentable o deseable”.
Como ocurre con el resto de los mercados periféricos, la relación que se crea con el centro es de productor de bienes y servicios con demanda internacional poco dinámica.
Lo que significa, con suerte, que los lotes cubanos hacen de relleno entre un Jeff Koons y el Salvatore Emblema de la noche.
Desde hace ya varias décadas las subastas se posicionaron como eje principal del mercado de arte y sus resultados no solo afectan los precios por venir, sino también el valor que alcanzará la obra de un artista.
La primera edición de Subasta Habana fue realizada en 2002 y durante los primeros cinco años su tasa de rentabilidad estuvo siempre en números positivos. Amén de sus resultados en las últimas ediciones, el evento logró imponer requisitos de especialización, tanto en el área comercial como artística; atraía compradores, generaba información y publicidad con cierto alcance internacional, contribuía a determinar y regular los precios en el mercado y completaba el sistema arte dentro de la Isla.
Es muy posible que la sola carencia de este evento sea determinante para nuestra falta de mercado de arte.
La primera acepción de precariedad refiere una condición de carestía de recursos o de renta cuyo resultado más directo es la dependencia absoluta al producto del trabajo propio.
Lo que nos lleva a la acepción más generalizada: la de precariedad laboral, una situación de irregularidad e inseguridad en las condiciones de trabajo y de limitación o imposibilidad de los trabajadores a ejercer sus derechos.
En ninguno de los casos la precariedad permanece en lo puramente económico.
En primera instancia, la vivencia de la privación supone un costo social de estatus cuyo desenlace termina casi siempre en exclusión. Bajos ingresos significan menor poder adquisitivo, y aunque lo de vivir y beber a costa de los amigos le funcionó al joven Rimbaud, nadie puede asegurar que sea una estrategia infalible.
Por otra parte, es un tour de force que obliga a desarrollar estrategias para “ganarse la vida”, que en el caso cubano ha significado la aparición de nuevas formas de exhibir y comercializar las obras: apertura de estudios-galerías privados, adopción de roles comerciales por parte del creador, alianzas con otros artistas y con agentes de venta o intermediarios.
Como para vivir, para crear hacen falta libertades. Derechos de primera generación, vaya.
Aunque siempre recuerdo el mantra personal de un amigo maestro de los errores: “Con hambre, ni se compra comida ni se toman decisiones”.
Yo le creo.