Todo comienza con las manos del artesano.
En las vitrinas de París del siglo XIX, los primeros maniquíes de costura, esculpidos en madera, con sus torsos desarmables, enseñaban a las mujeres cómo moldearse: un corsé aquí, un pliegue allá.
Fueron herramientas silenciosas de pedagogía patriarcal. Las muñecas, desde las Poupées de porcelana que las niñas abrazaban en el siglo XVIII, hasta las Barbies de plástico del siglo XX, siempre fueron más que juguetes.
Como escritor, fotógrafo e incansable investigador de la imagen, el tema del cuerpo artificial como forma de dominación patriarcal, siempre me cautivó. Estos eran manuales de feminidad: cuerpos pequeños o esbeltos, estáticos, destinados a ser vestidos, peinados, poseídos. El mensaje era claro, tu cuerpo no te pertenece.
Hay algo profundamente violento en un maniquí moderno. Lo vemos en las vidrieras, con sus costuras invisibles que unen sus miembros desmontables, esa elegancia rígida que, como un susurro, nos dice que así debe ser un cuerpo aceptable.
Pero, cuando fotógrafos y escritores toman estas figuras, ya no son objetos inocentes. Se convierten en espejos sucios de cómo el poder ha tratado el cuerpo femenino y cuir. Estos se convierten en territorios a colonizar y domesticar.
Recuerdo las fotografías de Claude Cahun, esa pionera cuir que en los años 1930 vestía muñecas con trajes de soldado, las colgaba de cuerdas como víctimas de inquisición y las fotografiaba contra paredes agrietadas. No era un juego surrealista, era un grito político.
Cada muñeca fue un cuerpo doblegado por el fascismo, por el género obligatorio. Cahun sabía que, al fragmentar el cuerpo de la muñeca, estaba despedazando también la feminidad intacta, sumisa y decorativa.
En Cuba, Marta María Pérez Bravo, con su fotografía “Para concebir” (1986), nos muestra un torso femenino como si se tratase de un maniquí, cubierto por un velo blanco nupcial, rodeado de huevos rotos. Es una imagen sagrada y profana, el cuerpo convertido en relicario vacío, en objeto de fertilidad exigida, pero nunca habitado por su propio deseo.
Los huevos rotos son promesas incumplidas, la violencia obstétrica del mandato social. Sin embargo, hay belleza aquí: Marta María no solo denuncia, sino santifica la rebeldía de ese cuerpo silencioso.
En la narrativa, las muñecas se vuelven testigos siniestros. Pienso en la obra de la cubana Anna Lidia Vega Serova, donde incluso las muñecas de porcelana no son adorno infantil, sino centinelas de secretos familiares. Observan cómo se cosifica a la abuela, a la tía soltera, a la niña que prefiere trepar árboles que a jugar a ser mamá. Sus ojos de vidrio reflejan lo que la sociedad quisiera ignorar: los cuerpos disidentes son rotos una y otra vez hasta encajar en el molde.
¿Por qué duele tanto esta imagen? Porque nos recuerda que la cosificación no es metáfora. Es lo que le sucede a la mujer cuyo esposo le dice: “arréglate para mis amigos”. Y también al cuerpo trans tratado como fetiche exótico. Y a la lesbiana convertida en fantasía masculina.
Como escribía la poeta cuir Juana Rosa Pita: “Me vistieron de niña muerta y me dieron por nombre, Ausencia”. Las muñecas y los maniquíes encarnan esa ausencia forzada.
Hasta los surrealistas, con sus maniquíes desmembrados por Hans Bellmer, tocaron esta herida. Pero, mientras ellos jugaban con el erotismo fragmentado, artistas como el expresionista austriaco, Oskar Koskoschka fue más lejos. En su lecho, tenía un maniquí a imagen y semejanza de Alma Mahler, su examante, un muñeco con connotaciones eróticas que creó para admirar y después eliminar.
Koskoschka no permite que olvidemos que la cosificación tiene arraigada la violenta historia machista.
Al final, estos cuerpos falsos nos interrogan, como el performance de la artista cuir Lorenza Bottner, quien tras perder sus brazos pintaba con los pies y la boca, convirtiendo su cuerpo en un acto político.
En el caso de los hermanos ingleses Jake y Dinos Chapman, recurren al cuerpo artificial para explorar el dolor, la belleza, el humor, el horror y lo perverso, generando en el espectador una confrontación con sus propias concepciones estéticas.
Anatomías trágicas es una visión sugerente de un jardín del Edén transfigurado. Se trata de un grupo de maniquíes genéticamente alterados, con dos torsos y tres cabezas, algunas de ellas con genitales en lugar de nariz o boca.
Influenciadas por los trabajos de Goya, las transgresiones anatómicas de los Chapman aluden a la inestabilidad y al dualismo entre la inocencia y monstruosidad, poniendo en entredicho la idea de la perfección física. Estos artistas no solo muestran la violencia, la desobedecen. Toman el maniquí y lo llenan de memorias, de raíces, de preguntas que rompen la vidriera.
Quedan por mencionar muchísimos artistas que han utilizado el cuerpo/objeto para incomodar, transgredir y reflexionar: Cindy Sherman, Ana Mendieta, Pierre Molinier, por solo citar algunos. Quizás esa sea la revolución más íntima, cuando un cuerpo cosificado mira de frente y sus ojos de cristal, de pronto, parpadean.
La extrañeza semiótica de maniquíes y muñecas en el arte visual y la narrativa no es un mero efecto estético superficial. Es una potente herramienta que habla, desde el silencio forzado de lo inanimado, de las violencias más profundas y arraigadas contra la mujer y las disidencias sexuales.
Su cuerpo artificial, perfecto, frágil, su mirada vacía, su rotura y su abandono, funcionan como emblemas visuales de la deshumanización y la agresión de género. Son, en última instancia, monumentos silenciosos a la resistencia necesaria contra la violencia que intenta convertir a las personas en cosas.
Su extrañeza es nuestro espejo más incómodo.